La felicidad de Guy Pearce se basa por completo en su pasado. Tiene que terminar algo que apenas recuerda. Algo que tal vez esté recordando mal porque le resulta demasiado doloroso.
Guy y yo estamos unidos por la cadera.
Mis dos noches en Carson (California) las puedo recordar mirando el recibo de la tarjeta de crédito. Más o menos. Estuve posando para una sesión de fotos para la revista GQ. Su idea original era hacerme posar acostado sobre un montón de consoladores, pero llegamos a un acuerdo. Era la noche en que se daban los premios Grammy, así que todas las habitaciones de hotel decentes de Los Ángeles estaban ocupadas. Otro recibo muestra que me costó setenta pavos llegar en taxi al sitio donde se iban a hacer las fotos.
Ahora me acuerdo.
La estilista de moda me contó que su chihuahua se podía chupar el pene a sí mismo. Que a la gente le encantaba su perro, hasta que se plantaba en el centro de todas las fiestas y empezaba a hacerse mamadas allí mismo. Aquello había hecho que más de una vez se vaciaran las fiestas celebradas en su casa. La fotógrafa me contó historias de terror sobre fotografiar a Minnie Driver y a Jennifer López.
En una sesión de fotos parecida para el catálogo de Abercrombie & Fitch, el fotógrafo me cuenta que su chihuahua tiene un «trastorno de retracción eréctil». Siempre que al bicho se le pone dura, el tipo —el fotógrafo de Abercrombie— tiene que poner la mano y asegurarse de que el prepucio del perro no esté demasiado tirante.
Ah, ahora me vienen los recuerdos a mares.
Ahora, día y noche, el mensaje que aparece en primer plano de mi mente es: NUNCA TENGAS UN CHIHUAHUA.
Después de la sesión de fotos para GQ —en la que me vistieron con ropa cara y me hicieron posar en un plato que imitaba el lavabo de un avión—, un productor cinematográfico me llevó a un hotel en primera línea de mar de Santa Mónica. Era un hotel grande y caro, con un bar elegante que daba a la puesta de sol sobre el océano. Faltaba una hora para que empezaran los Grammy y los famosos con sus caras bonitas, sus trajes y sus vestidos de noche se dedicaban a mezclarse entre ellos, cenar, tomar copas y llamar a sus limusinas. La puesta de sol, la gente, yo un poco borracho y todavía maquillado para la sesión de GQ, con una dirección artística muy profesional: era como si hubiera muerto y estuviera en el paraíso de Hollywood... hasta que algo cayó en mi plato.
Una horquilla.
Me toqué el pelo y palpé docenas de horquillas, todas sobresaliendo de mi masa de pelo embadurnada de laca. Allí enfrente de la aristocracia de la música, yo era como la Olivia de Popeye pero borracha, repleta de horquillas y dejando caer varias cada vez que movía la cabeza.
Tiene gracia, pero sin los recibos nunca habría recordado nada de todo esto.
A eso me refiero con lo de
pharmakon.
No os molestéis en anotar esto.
(Consolation Prizes)
Otro camarero acaba de servirme otra comida gratis porque soy «el tipo ese».
Soy el tipo que escribió el libro ese. El libro de
El club de la lucha.
Porque hay una escena en el libro donde un camarero leal, un miembro de la secta del club de la lucha, le sirve comida gratis al narrador. Donde ahora, en la película, a Edward Norton y a Helena Bonham Carter les dan comida gratis.
Luego un jefe de redacción de una revista, otro jefe de redacción de revista, me llama furioso y despotricando porque quiere enviar a un escritor al club de la lucha secreto de su zona.
—No pasa nada, tío —dice desde Nueva York—. Puedes decirme dónde es. No lo vamos a estropear haciéndolo público.
Le digo que no existe ningún sitio. Que no hay ninguna sociedad secreta de clubes donde los tipos se den de hostias y se quejen de sus vidas vacías, sus carreras insignificantes y sus padres ausentes. Que los clubes de lucha son una fantasía. Que no se pueden frecuentar. Que me los inventé yo.
—Muy bien —me dice él—. Haz lo que quieras. Si no confías en nosotros, vete al infierno.
Me llega otro paquete de cartas a la dirección de mi editorial, escritas por jóvenes que me dicen que han ido a clubes de lucha de Nueva Jersey, Londres y Spokane. Que me hablan de sus padres. En el correo de hoy hay relojes de pulsera, pins y tazas de desayuno, premios de los centenares de concursos en los que mi padre nos inscribe a mí y a mis hermanos y hermanas todos los inviernos.
Hay partes de
El club de la lucha
que siempre han sido verdad. No es tanto una novela como una antología de las vidas de mis amigos. Es cierto que tengo insomnio y que me paso semanas deambulando sin dormir. Conozco a camareros frustrados que hacen guarradas con la comida. Que se afeitan la cabeza. Mi amiga Alice fabrica jabón. Mi amigo Mike mete fotogramas de pelis guarras en películas infantiles. Todos los tíos a los que conozco se sienten abandonados por sus padres.
Hasta mi padre se siente abandonado por su padre.
Pero ahora, cada vez más, lo poco que había que era ficción se está convirtiendo en realidad.
La noche antes de enviar el manuscrito a un agente en 1995, cuando no eran más que dos centenares de hojas de papel, una amiga me dijo en broma que quería conocer a Brad Pitt.
Yo le dije en broma que quería dejar mi trabajo como redactor técnico que se pasaba el día trabajando con camiones diesel.
Ahora aquellas páginas son una película protagonizada por Pitt, Norton y Bonham Carter y dirigida por David Fincher. Y yo no tengo trabajo.
La Twentieth Century Fox me deja llevar a algunos amigos al rodaje y todas las mañanas desayunamos en el mismo café de Santa Mónica. En cada uno de nuestros desayunos tenemos al mismo camarero, Charlie, con su aspecto de estrella de cine y su mata de pelo, hasta la última mañana que pasamos en la ciudad. Esa mañana Charlie sale de la cocina con la cabeza afeitada. Charlie está en la película.
A mis amigos que habían sido camareros anarquistas con la cabeza afeitada ahora les está sirviendo huevos un camarero de verdad que es actor y que está interpretando a un camarero anarquista falso con la cabeza afeitada...
Es la misma sensación que cuando te pones entre dos espejos en la barbería y puedes ver el reflejo del reflejo de tu reflejo y así hasta el infinito...
Ahora los camareros rechazan mi dinero. Los editores se me quejan. Los tíos me llevan aparte en las librerías y me suplican que les diga dónde se reúne el club local. Las mujeres me preguntan, muy serias y en voz baja:
—¿Hay un club así para mujeres?
Un club de la lucha de madrugada donde uno pueda elegir a un desconocido del público y darle de guantazos hasta que uno de los dos caiga...
Dicen esas jóvenes:
—Sí, la verdad es que necesito ir a un sitio así de forma urgente.
Un amigo mío alemán, Carston, aprendió a hablar inglés usando solamente clichés pasados de moda y graciosos. Para él todas las fiestas eran «risueñas fantasías de canciones y baile».
Ahora el chapurreo de Carston es una imitación de los discursos que pronuncia un Brad Pitt de doce metros de altura delante de millones de personas. La cocina hecha polvo que tiene mi amigo Jeff en el gueto ha sido recreada en un plato de Hollywood. La noche que fui a salvar a mi amigo Kevin de una sobredosis de Xanax se ha convertido en Brad corriendo para salvar a Helena.
Mirando atrás, todo es más gracioso, más gracioso y más bonito, y mola más. Si uno se sitúa a la distancia suficiente, puede reírse de cualquier cosa.
El relato ya no es mi relato. Es de David Fincher. El decorado del apartamento yuppie de Edward Norton es una recreación de un apartamento que tuvo David en el pasado. Edward escribió y reescribió sus líneas de diálogo. Brad se melló los dientes y se afeitó la cabeza. Mi jefe cree que la historia habla de la lucha que libra él para tener contento al maniático de su jefe. Mi padre creía que la historia trataba de su padre ausente, mi abuelo, que mató a su mujer y se suicidó con una escopeta.
Mi padre tenía cuatro años en 1943 cuando se escondió debajo de una cama mientras sus padres se peleaban y sus doce hermanos y hermanas se escapaban al bosque. Luego su madre murió y su padre estuvo dando tumbos por la casa, llamándolo, con la escopeta en las manos.
Mi padre recuerda las botas que pasaron retumbando junto a la cama y el cañón de la escopeta colgando a poca distancia del suelo. Luego recuerda haber vaciado varios cubos de serrín sobre los cadáveres para protegerlos de las avispas y las moscas.
El libro, y hoy la película, es producto de toda esa gente. Y con todo lo que se le ha añadido, la historia del club de la lucha se ha vuelto más fuerte, más limpia, ya no es solamente el registro de una vida sino el de toda una generación. No solo de una generación, sino de los hombres.
El libro es un producto de Nora Ephron y Thom Jones y Mark Richard y Joan Didion, de Amy Hempel y Bret Ellis y Denis Johnson, porque esa es la gente a la que yo leía.
Y ahora la mayor parte de mis viejos amigos, Jeff y Carston y Alice, se han marchado, se han casado, han muerto, se han licenciado, han vuelto a la universidad o están criando hijos. Este verano alguien asesinó a mi padre en las montañas de Idaho y quemó su cuerpo hasta que no quedó más que un puñado de huesos. La policía dice que no tiene un verdadero sospechoso. Tenía cincuenta y nueve años.
La noticia me llegó un viernes por la mañana, a través de mi publicista, que recibió la llamada de la oficina del sheriff del condado de Latah, que me había encontrado a través de mi editorial en internet. La pobre publicista, Holly Watson, me llamó y me dijo:
—Esto puede ser alguna clase de broma enfermiza, pero tienes que llamar a un agente de policía de Moscow (Idaho).
Ahora estoy sentado delante de una mesa llena de comida, y lo normal sería que un bento gratis y un plato de pescado gratis supieran a maravilla, pero no siempre es así.
Sigo deambulando de noche.
Lo único que queda es un libro, y ahora una película, una película divertida y excitante. Una película salvaje y excelente. Lo que para el resto de gente será una montaña rusa vertiginosa, para mí y para mis amigos es un álbum nostálgico de recortes. Un recordatorio. Una prueba asombrosamente reconfortante de que nuestra rabia, nuestra decepción, nuestros esfuerzos y nuestro resentimiento nos unieron los unos a los otros y ahora nos unen al mundo.
Lo que queda es la prueba de que podemos crear la realidad.
Frieda, la mujer que le afeitó la cabeza a Brad, me prometió el pelo para mis felicitaciones de Navidad, pero luego se olvidó, así que usé el pelo del golden retriever de un amigo. Otra mujer, amiga de mi padre, me llama hecha un manojo de nervios. Está segura de que los asesinos eran supremacistas blancos y quiere «infiltrarse hasta el fondo» de su mundo en las inmediaciones de Hayden Lake y de Butler Lake en Idaho. Quiere que yo vaya con él y que le «sirva de apoyo». Que le «cubra las espaldas».
Así que mis aventuras no cesan. Iré al corredor de Idaho. O bien me sentaré en casa como quiere la policía, tomaré Zoloft y esperaré su llamada.
O no lo sé.
Mi padre era un yonqui de las apuestas, y todas las semanas me llegan premios de poca importancia por correo. Relojes de pulsera, tazas de desayuno, toallas de golf, calendarios, nunca los grandes premios, los coches o los barcos, siempre los pequeños. A otra amiga, Jennifer, se le murió hace poco su padre de cáncer y también le llegan los mismos regalos de poco valor de concursos en que él la inscribió meses atrás. Collares, sopa de sobre, salsa para tacos, y cada vez que llega uno, ya sean videojuegos o cepillos de dientes, a ella se le rompe el corazón.
Premios de consolación.
Unas noches antes de que muriera mi padre, mantuvimos una conferencia a larga distancia de tres horas sobre una casa que nos había construido a mi hermano y a mí en lo alto de un árbol. Hablamos de una carnada de pollos que yo estaba criando, de cómo construirles un corral, y de si el cajón para que las gallinas pusieran los huevos tenía que llevar tela metálica en el suelo.
Y él me dijo que no, que los pollos no se cagan en su propio nido.
Hablamos del tiempo y del frío que hacía por las noches. Él me dijo que en el bosque donde él vivía los pavos salvajes acababan de criar, que los pavos macho desplegaban las alas y acogían en su seno a todas sus crías, ya que eran demasiado grandes para que las hembras las protegieran. Para que estuvieran calientes.
Yo le dije que ningún animal macho podía ser tan maternal.
Ahora mi padre ha muerto y mis gallinas tienen sus nidos.
Y ahora parece que tanto él como yo nos equivocábamos.
POSDATA: El día después de que Holly Watson me llamara para darme la noticia era el día que mi hermano tenía que llegar de Sudáfrica. Venía para encargarse de unos asuntos bancarios y de impuestos. Sin embargo, lo que hicimos fue ir en coche a Idaho para ayudar a identificar un cadáver que la policía decía que podía ser el de nuestro padre. El cuerpo fue encontrado tiroteado, junto al cuerpo de una mujer, en un garaje quemado en las montañas a las afueras de Kendrick (Idaho). Corría el verano de 1999. El verano en que se estrenó la película
El club de la lucha.
Fuimos a la casa de mi padre en las montañas de Spokane para buscar unas radiografías que mostraran las dos vértebras soldadas en la espalda de mi padre después de que un accidente de tren lo dejara inválido.
La casa de mi padre en las montañas era hermosa, cientos de acres repletos de pavos salvajes y alces y ciervos. En la carretera que llevaba a la casa había un cartel nuevo. Estaba al lado de una roca enorme colocada junto a la carretera. Decía «Roca de Kismet». No teníamos ni idea de qué significaba aquel cartel.
Antes de que mi hermano y yo pudiéramos encontrar las radiografías, la policía llamó para decir que el cadáver era de mi padre. Habían usado las fichas dentales que les habíamos enviado.
En el juicio del hombre que lo había asesinado, Dale Shackleford, salió a la luz que mi padre había contestado un anuncio clasificado puesto por una mujer cuyo ex marido había amenazado con matarla a ella y a cualquier hombre al que encontrara con ella. El epígrafe del anuncio clasificado era «Kismet». Mi padre fue uno de los cinco hombres que respondieron. Y fue el que la mujer eligió.
De acuerdo con los agentes del condado de Latah, Shackleford aseguró que yo lo estaba acosando y enviándole copias de la película
El club de la lucha.
Aquello fue en enero de 2000, cuando las únicas copias existentes eran las copias para los miembros del jurado de los Oscar.