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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (14 page)

Por entonces el puma seguía suelto. Estábamos en el campo pero no lo estábamos. La espesura estaba compartimentada en forma de pequeñas parcelas de dos acres y medio. En alguna parte había un puma hembra con sus cachorros, embutidos entre las madres de clase media y las piscinas.

Aquello no fueron tanto unas vacaciones como un peregrinaje de una franquicia de Gold’s Gym a la siguiente por toda la Costa Oeste. En la carretera comprábamos atún en conserva, nos zampábamos hasta la última gota y tirábamos las latas vacías en el asiento de atrás. Lo hacíamos bajar con refrescos bajos en calorías y nos alejábamos tirándonos pedos por la interestatal 5.

Ed y Bill se chutaban jeringuillas ya preparadas de Dianabol y yo tomaba todo lo demás. Arginina, ornitina, zarzaparrilla, inosina, DHEA, serenoa, selenio, cromo, testículo de carnero neozelandés de granja, sulfato de Vanadyl, extracto de orquídeas...

En el gimnasio, mientras mis amigos levantaban tres veces su peso, se inflaban y rompían la ropa desde dentro, yo deambulaba junto a sus codos gigantes.

—¿Sabéis? —decía yo—, creo que estoy aumentando de tamaño un montón con esa tintura de corteza de yohimbo.

Sí, aquel verano.

La única razón por la que me dejaban ir con ellos era por el contraste.

Es la vieja estrategia de buscar damas de honor feas para que la novia parezca guapa.

Los espejos son solo la metadona del culturismo. Hace falta un público real. Hay un chiste que dice: ¿Cuántos culturistas hacen falta para poner una bombilla?

Tres: uno para poner la bombilla y dos para decir: «¡Joder, tío, estás impresionante!».

Sí, ese chiste. Pues no es ningún chiste.

En el camino a casa de vuelta de México volvimos a parar en casa de aquella gente de Sacramento a la que habíamos intentado visitar. Estaban haciendo una barbacoa para unos amigos suyos que acababan de llegar de un retiro espiritual para hombres.

En aquel retiro, explicó alguien, enviaban a todos los hombres a vagabundear por el desierto hasta que tuvieran una revelación. Ahora, mientras las antorchas de jardín parpadeaban y la barbacoa de propano humeaba, había un hombre que sostenía una especie de bate de béisbol maltrecho. Era el esqueleto disecado de un cactus muerto que había encontrado en su búsqueda de una revelación, pero resultó ser más que eso.

—Me di cuenta —dijo— de que aquel esqueleto de cactus era yo. Era mi hombría, dura y áspera por fuera, pero hueca y frágil por dentro.

Se había llevado el esqueleto a casa en el avión, sobre el regazo.

Todos en la terraza cerraron los ojos y asintieron. Salvo mis amigos, que miraron a otro lado con las mandíbulas prietas para evitar que se les escapara la risa. Con los enormes brazos cruzados sobre el pecho, se dieron un codazo y acordaron alejarse por la carretera para ver cierta roca con valor histórico.

La anfitriona nos paró en la puerta y dijo:

—¡No! No vayáis.

Con el ponche de vino en la mano y mirando la oscuridad que se extendía más allá del vapor de la piscina de hidromasaje y la luz de las antorchas, sin mirarnos, dijo que había un puma merodeando. El puma había estado justo al lado de su terraza y ella nos mostró un montón de pelos rubios, cortos y gruesos que había entre los matorrales.

Aquel año, a dondequiera que fuéramos, durante todo el viaje, todo estaba ya cercado y delimitado y había carteles por todas partes.

Ed siguió exprimiéndose y haciendo pesas durante un par de años más hasta que se jodió las rodillas, y Bill, hasta que se hizo una hernia de disco.

El médico no accedió hasta que murió mi padre, el año pasado. Yo había perdido peso y seguí perdiendo hasta que él sacó su bloc de recetas y dijo:

—Probemos con treinta días de Anadrol.

Y así es como yo también me lancé al precipicio.

La gente me miraba con los ojos fruncidos y me preguntaba si había cambiado en algo. El perímetro de mis brazos creció un poco, pero no demasiado. Más que el tamaño, era una cuestión de sensaciones. Empecé a ir con la espalda recta y a cuadrar los hombros.

De acuerdo con el prospecto, el Anadrol (oximetolona) es un esteroide anabólico, un derivado sintético de la testosterona. Los posibles efectos secundarios incluyen: atrofia testicular, impotencia, priapismo crónico, aumento o disminución de la libido, insomnio y pérdida del cabello. Cien tabletas cuestan mil cien dólares. Y el seguro médico no las cubre.

Pero las sensaciones... Los ojos se abren como platos y adquieren una expresión alerta. Igual que las mujeres se ponen tan estupendas cuando están embarazadas, radiantes y suaves, mucho más mujeres, el Anadrol te hace parecer y sentirte mucho más hombre. El priapismo rampante solo duró dos semanas. Uno no es nada más que la propiedad que tiene entre sus piernas. Es igual que esas viejas ilustraciones de
Alicia en el País de las Maravillas,
donde Alicia se come la tarta que dice «Cómeme» y crece hasta que el brazo le sobresale por la puerta delantera. Salvo que no es tu brazo el que sobresale, y llevar pantalones de ciclista de licra está totalmente prohibido.

Hacia la tercera semana el priapismo remitió, o pareció extenderse al resto de mi cuerpo. Levantar pesos acaba siendo mejor que el sexo. Una sesión de ejercicios se convierte en una orgía. Tienes orgasmos: orgasmos parecidos a calambres, calurosos y torrenciales, en los deltoides, los cuadriceps, los laterales y los trapecios. Te olvidas de tu viejo y perezoso pene. Quién lo necesita. En cierta forma es toda una paz, una escapatoria del sexo. Unas vacaciones de la libido. Puedes ver a una mujer guapísima y ponerte a gruñir, pero tu siguiente tortilla de clara de huevo o serie de abdominales te resultan mucho más atractivas.

Yo no me volví tan estúpido. Esto es una digresión un poco extraña, pero con una amiga que iba a la facultad de medicina hice el trato de que si yo le presentaba a Brad Pitt ella me colaría para que la ayudara a diseccionar cadáveres. Ella conoció a Brad y yo pasé una larga noche ayudándola a desmembrar a gente muerta para que los estudiantes de medicina de primer año pudieran estudiarlos. Nuestro tercer cadáver era un médico de sesenta años. Tenía la masa y definición musculares de un hombre de veintitantos, pero cuando le abrimos el pecho su corazón era casi igual de grande que su cabeza. Yo le sujeté el pecho abierto y mi amiga vertió formol hasta que le flotaron los pulmones. Mi amiga miró el corazón aberrantemente grande del tipo y su polla igual de descomunal y me dijo: «Testosterona. Autoadministrada durante años».

Me enseñó los cablecitos enrollados y el marcapasos que tenía metido en el pecho y me dijo que el tipo tenía un historial de un ataque al corazón tras otro.

Más o menos por la misma época una revista de culturismo de tirada nacional publicó una serie discontinua de artículos en las últimas páginas. No salió en todos los números, ni siquiera en muchos, pero cada artículo era un perfil biográfico actualizado sobre un culturista estrella de la década de 1980. Eran los mismos tipos en los que Ed y Bill querían convertirse. En los días de su estrellato posaban y daban entrevistas en las que juraban que habían sido bendecidos con una naturaleza y una determinación extraordinarias, que se limitaban a trabajar mucho y comer bien y que nunca tomaban esteroides. Lo juraban.

En la parte del artículo dedicada a la actualidad, los mismos tipos aparecían pálidos y blandos, luchando con problemas de salud que iban desde la diabetes al cáncer. Y admitían que sí habían tomado esteroides, y que habían estado manipulando sus niveles de insulina e inyectándose hormona del crecimiento humano.

Yo sabía todo aquello y aun así me lancé al precipicio.

Mis amigos no me detuvieron. Solo me dijeron que comiera las bastantes proteínas como para hacer que la inversión valiera la pena. Con todo, no me compré los bloques de cinco kilos de clara de huevo. Nunca llené la nevera de filas y más filas de pechugas de pollo sin piel ni huesos ni de patatas al horno envueltas en papel de aluminio tal como solían hacer Ed y Bill. Ellos se aprovisionaban para cada ciclo de esteroides como si se prepararan para un asedio de seis semanas. Yo no estaba tan entregado.

Me limité a tomar las pildoritas blancas y a hacer ejercicio, y un día en la ducha me di cuenta de que las pelotas me estaban desapareciendo.

Muy bien, lo siento, les prometí a un montón de amigos que no tocaría esta cuestión, pero aquel fue el momento crucial. Cuando lo que eran huevos de ganso se te encogen hasta el tamaño de pelotas de ping-pong, y luego de canicas, resulta fácil decir que no cuando tu médico te pregunta si quieres repetir con otra tanda de Anadrol.

Ahí estás tú, con un aspecto estupendo, resplandeciente y alerta, inflado y con los músculos bien marcados, con más pinta de hombre que nunca en tu vida, pero en lo importante eres menos hombre. Te estás convirtiendo en un simulacro de masculinidad.

Además, ya que sale el tema, el atractivo de ser un montón enorme y grotesco de músculos ya está empezando a remitir. Claro, al principio sería divertido, como ser propietario de una mansión victoriana laberíntica cubierta de molduras de filigrana. Pero después del primer par de semanas los trabajos constantes de mantenimiento me consumirían la vida. Nunca podría alejarme lo bastante de un gimnasio. Estaría comiendo proteína de huevo a todas horas. Y aunque hiciera todo eso, el proyecto entero acabaría por hundirse.

Mi padre estaba muerto, Ed y Bill estaban hechos un asco y yo estaba perdiendo rápidamente la fe en los rollos tangibles. En los rollos temporales y tangibles. Había escrito una historia, un libro imaginario, y me estaba dando más dinero que ningún trabajo de verdad que yo hubiera hecho nunca. Me quedaban treinta días de tiempo libre entre mis obligaciones promocionales como escritor y el estreno de la película de
El club de la lucha.
Había ahí un experimento de treinta días, una aventura a lo Jack London actualizada y envasada en un frasquito marrón.

Me lancé al precipicio porque era una aventura.

Y durante treinta días me sentí realizado. Pero solo hasta que se acabaron las pildoritas blancas. Temporalmente permanente. Realizado e independiente de todo. De todo excepto del Anadrol.

La mujer de Sacramento, la que estaba haciendo una barbacoa años atrás, me dijo:

—Esos amigos tuyos están locos.

Al lado de la piscina, el hombre acunaba el frágil esqueleto de cactus de su masculinidad y la mujer seguía mirando los puñados de «pelo de puma» teñidos con agua oxigenada que yo había cortado de la cabeza al rape de Ed. Inflados y enormes dentro de sus camisetas sin mangas, Ed y Bill desaparecieron caminando pesadamente por la carretera. En la oscuridad de fuera estaba el puma, u otros pumas.

La anfitriona dijo:

—¿Por qué los hombres tienen que hacer esas estupideces?

«Mientras a este país le quede una frontera —dijo Thomas Jefferson—, habrá un lugar para los inadaptados y los aventureros de América.»

Ahora Ed y Bill son dos adefesios gordos, pero aquel verano, joder, tío, estaban impresionantes. Un buen chute... Mi padre... El Anadrol... Lo único que queda es la historia intangible. La leyenda.

Y vale, eso de las fronteras tal vez no lo dijera Thomas Jefferson, pero ya me entienden.

Siempre habrá pumas ahí fuera. Es muy típico de las tías pensar que la gente tendría que vivir para siempre.

Gente en conserva

(The People Can)

Te haces a la mar cansado. Después de todo el rollo de rascar y pintar el casco, de cargar las provisiones, de reemplazar el equipo y de abastecerse de piezas, después de que te den un adelanto de tu paga y tal vez de que pagues por adelantado el alquiler de los tres meses durante los que no vas a estar en casa, después de arreglar tus asuntos, de darle la orden de «vender» a tu agente de bolsa, de despedirte de tu familia en la puerta de la base naval de King’s Bay y tal vez de afeitarte la cabeza porque va a pasar mucho tiempo antes de que veas a un barbero, después de todo ese ajetreo, los primeros días en altamar son tranquilos.

Dentro de la «lata de gente en conserva» o del «tubo bajo llave», como llaman los tripulantes de submarino a su embarcación patrullera, reina una cultura del silencio. En la zona de ejercicios, los pesos libres están cubiertos de grueso caucho negro. Entre las pesas de las máquinas de ejercicios marca Universal hay almohadillas rojas de caucho. Los oficiales y la tripulación llevan zapatillas de tenis, y casi todo está sujeto —desde las cañerías hasta la rueda de andar, en cualquier parte donde el metal toque metal— con aislamiento de caucho para evitar el traqueteo o el tintineo. Las patas de las sillas terminan en gruesas fundas de caucho. Cuando uno está de guardia puede escuchar música con auriculares. El
USS Louisiana,
SSBN-743, tiene un revestimiento que lo protege del sonar enemigo y lo mantiene oculto, pero cualquier ruido alto y brusco que emita lo puede oír cualquiera que esté a la escucha en un radio de cuarenta kilómetros.

—Cuando vas al baño —dice el oficial de suministros del
Louisiana,
el teniente Patrick Smith—, tienes que bajar el asiento del retrete en caso de que la nave experimente un bamboleo raro. Una tapa que se cierre de golpe puede delatar nuestra presencia.

—No se cierran todas al mismo tiempo —dice el oficial ejecutivo Pete Hanlon, mientras describe lo que pasa cuando el submarino cambia de profundidad y la gente se ha dejado las tapas de los retretes abiertas—. Estás en el puente y oyes «¡WANG!». Y «¡WANG!». Y «¡WANG!». Una detrás de otra, y ves que el capitán se va poniendo más y más tenso.

En todo momento, un tercio de la tripulación puede estar durmiendo, así que durante el viaje de patrulla la única luz que hay en el techo de los dormitorios es el pequeño fluorescente rojo que hay junto a la puerta cerrada con una cortina. Prácticamente lo único que se oye es el susurro del aire en el sistema de ventilación. Cada dormitorio tiene nueve literas, dispuestas en torres de tres y en formación de U mirando a la puerta. Cada litera, que se conocen como «ganchos», tiene un colchón de espuma de quince centímetros de grosor que puede tener o no la marca del cuerpo de tu equivalente en la tripulación alternativa del submarino. Dos tripulaciones se alternan en las patrullas del
Louisiana,
la Tripulación Dorada y la Tripulación Azul. Si el tío que duerme en tu gancho mientras tú estás en tierra pesa ciento veinte kilos y deja una marca, dice el especialista en gestión de comedores de la Tripulación Dorada Andrew Montroy, lo que hay que hacer es poner toallas debajo. Los ganchos se levantan y debajo de cada uno hay un cajón de diez centímetros de profundidad que se llama «cajón ataúd». Unas pesadas cortinas de color burdeos separan los distintos dormitorios. En la cabecera de cada colchón hay una lamparilla de lectura y un panel con un enchufe y los controles de un estéreo con auriculares parecido al que se usa en los vuelos comerciales. Hay cuatro tipos distintos de música procedentes de un sistema que va poniendo los discos compactos que trae a bordo la tripulación. Hay conductos de ventilación. Y en la cabecera de todos los ganchos hay también una máscara de oxígeno.

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