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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

Error humano (16 page)

Yo sí veía aquel valor. Admiro a esa gente y el trabajo que hacen.

Pero al esconder las dificultades que soportan parece que la Marina les está estafando a esos hombres la mayor parte de su gloria. Al intentar hacer que el trabajo parezca divertido y desenfadado, la Marina puede estar repeliendo a la gente que quiere esa clase de desafíos.

No todo el mundo busca un trabajo fácil y divertido.

La señora

(The Lady)

Un amigo mío vive en una casa «encantada». Es una casa de campo blanca y bonita, rodeada de jardines, y una vez cada tres o cuatro semanas me llama en plena noche y me dice:

—¡Hay alguien gritando en el sótano! ¡Voy a bajar con la pistola, y si no te llamo avisa dentro de cinco minutos a la policía!

Resulta muy dramático, pero es la clase de queja que apesta a farol. Es el equivalente psicológico de decir: «Pero cómo pesa mi anillo de diamantes». O bien: «Ojalá pudiera llevar este biquini con tanga sin que a todo el mundo se le cayera la baba».

Mi amigo se refiere a su fantasma como «la señora», y se queja de no poder dormir porque «la señora» se ha pasado toda la noche despierta, haciendo traquetear los cuadros de las paredes y cambiando la hora de los relojes y dando golpes en la sala de estar. A eso lo llama «estar en danza». Si llega tarde o está preocupado, suele ser por culpa de «la señora». Porque se ha pasado la noche gritando su nombre desde el otro lado de la ventana del dormitorio o bien apagando y encendiendo las luces.

Estoy hablando de un hombre práctico que nunca ha creído en fantasmas. Lo llamaré «Patrick». Hasta que se mudó a esa granja, Patrick era como yo: estable, práctico y razonable.

Ahora creo que es un embustero.

Para demostrárselo, le pedí que me dejara cuidarle la granja mientras él estaba de vacaciones. Necesitaba la tranquilidad y el aislamiento para escribir, le dije. Le prometí que regaría las plantas y él se largó y me dejó allí dos semanas. Y yo monté una fiestecita.

El hombre del que hablo no es mi único amigo que delira. Otra amiga mía —la llamaré «Brenda»— dice que puede ver el futuro. Mientras estamos cenando te estropea tu mejor historia tapándose de pronto la boca con la mano, soltando un enorme grito ahogado y reclinándose hacia atrás en la silla con los ojos como platos y una expresión aterrada en la cara. Cuando le preguntas qué le pasa, ella dice:

—Oh... Nada, en serio. —Luego cierra los ojos y trata de quitarse de la mente esa terrible visión.

Cuando insistes y le preguntas qué la ha asustado, Brenda se inclina sobre la mesa con lágrimas en los ojos. Te coge la mano y te suplica:

—Por favor, por favor. Mantente alejado de los coches durante los próximos seis años.

¡Durante los próximos seis años!

Brenda y Patrick son raros pero son mis amigos, y siempre están reclamando atención. «Mi fantasma hace demasiado ruido...», «Odio poder ver el futuro...»

Para mi fiestecita planeé invitar a Brenda y a sus amigas médiums a la granja encantada. Planeé invitar a otro grupo de amigos normales y estúpidos que no sufren la molestia de ningún don especial extrasensorial. Beberíamos vino tinto y observaríamos a las médiums revolotear por la casa, entrar en trance, ser poseídas por espíritus, llevar a cabo escritura automática y hacer levitar mesas mientras nos tapábamos la boca y nos reíamos delicadamente.

Así pues, Patrick estaba de vacaciones. Llegó a la granja una docena de personas. Y Brenda trajo a dos mujeres a las que yo no conocía de nada, Bonnie y Molly, las dos ya derritiéndose de tanta energía fantasmagórica como sentían allí. Cada dos o tres pasos se paraban, se tambaleaban y se agarraban a una silla o una barandilla para no caerse al suelo. Vale, todos mis amigos y amigas se tambaleaban un poco. Pero los que no estaban chiflados se tambaleaban por el vino tinto. Luego nos sentamos todos a la mesa del comedor, con un par de velas encendidas en el centro, y las médiums se pusieron a trabajar.

Primero se dirigieron a mi amiga Ina. Ina es alemana y sensata. Su forma de expresar emociones es encender otro cigarrillo. Aquellas médiums, Bonnie y Molly, no conocían de nada a Ina, pero se turnaron para decirle que a su lado estaba el espíritu de una mujer. La mujer se llamaba «Margaret» y estaba rociando a Ina de florecillas azules. Nomeolvides, dijeron. Y de pronto Ina dejó el cigarrillo y se echó a llorar.

La madre de Ina había muerto de cáncer hacía varios años. Su madre se llamaba Margaret y todos los años Ina echaba semillas de nomeolvides sobre su tumba porque era la flor favorita de su madre. Ina y yo éramos amigos desde hacía veinte años y ni siquiera yo conocía aquellos detalles. Ina nunca hablaba de su madre muerta y ahora estaba llorando y pidiendo más vino tinto.

Después de dejar a mi amiga hecha polvo, Bonnie y Molly se volvieron hacia mí.

Me dijeron que había un hombre cerca de mí, de pie justo detrás de mí. Las dos se mostraron de acuerdo en que era mi padre asesinado.

Oh, por favor. Mi padre. Venga, dejémonos de tonterías un momento.

Cualquiera podía conocer los detalles de la muerte de mi padre. El círculo extraño e irónico. Cuando él tenía cuatro años, su padre disparó a su madre y luego lo persiguió a él por toda la casa intentando pegarle un tiro. El primer recuerdo que tenía mi padre en la vida era estar escondido debajo de una cama, oír que su padre lo llamaba y ver pasar sus pesadas botas, con el cañón humeante del rifle colgando cerca del suelo. Mientras él estaba escondido, su padre acabó por pegarse un tiro. Luego mi padre se pasó la vida entera huyendo de aquella escena. Mis hermanos y hermanas también dicen que se pasó la vida casándose con una mujer tras otra en un intento de encontrar a su madre. Siempre divorciándose y volviéndose a casar. Llevaba veinte años divorciado de mi madre cuando vio un anuncio en la sección de contactos del periódico. Empezó a salir con la autora del anuncio sin saber que tenía un ex marido violento. Cuando volvían a casa de su tercera cita, el ex marido los sorprendió y los mató a tiros a los dos en casa de ella. Aquello sucedió en abril de 1999.

La verdad es que estos detalles se han publicado en todas partes. El caso fue ajuicio y el asesino ha sido sentenciado a la pena de muerte. Bonnie y Molly no necesitaban ningún don especial para saber todo aquello.

Y, sin embargo, insistieron. Dijeron que mi padre estaba muy arrepentido de algo que me había hecho cuando yo tenía cuatro años. Que sabía que había sido cruel pero que era la única forma que tenía de enseñarme una lección. Que por entonces era muy joven y no se dio cuenta de que estaba yendo demasiado lejos. Bonnie y Molly se cogieron de la mano y dijeron que me estaban viendo a mí de niño, arrodillado junto a un tajo para cortar leña. Mi padre estaba a mi lado y tenía algo de madera en la mano.

—Es un palo —dijeron entonces—. No, no. Es un hacha...

El resto de mis amigos estaban callados. El llanto de Ina había sofocado sus risitas.

Bonnie y Molly dijeron:

—Tienes cuatro años y estás tomando una decisión muy importante. Es algo que cambiará el resto de tu vida...

Describieron a mi padre afilando su hacha y dijeron:

—Estás a punto de ser... —Hicieron una pausa y dijeron—: ¿Desmembrado?

Ina seguía sollozando a nuestro lado. La muy tonta. Me serví otro vaso de vino y me lo bebí. Me serví otro. Les pedí a Bonnie y a Molly, nuestras guías en el mundo de los fantasmas, que por favor me dijeran más. Sonreí y dije:

—En serio, esto es fascinante.

Luego me dijeron:

—Ahora tu padre es muy feliz. Es más feliz de lo que fue nunca en vida.

Oh, ¿acaso no es eso lo que dicen siempre? Unas migajas de consuelo para la familia del difunto. Bonnie y Molly son la misma clase de gente que se han aprovechado durante toda la historia de la gente que tiene muertos en la familia. En el mejor de los casos son unos chiflados que sufren delirios. En el peor, unos monstruos manipuladores.

Lo que no les dije era que cuando yo tenía cuatro años me puse una arandela de metal en el dedo como si fuera un anillo. Me venía demasiado pequeña para sacármela y esperé a tener el dedo totalmente hinchado y morado antes de pedirle ayuda a mi padre. Siempre nos habían dicho que no nos pusiéramos gomas elásticas ni nada apretado en los dedos o se nos gangrenarían, y las partes gangrenadas se pudrirían y se caerían. Mi padre me dijo que iba a tener que cortarme el dedo y se pasó la tarde lavándome la mano y afilando el hacha. Y durante todo aquel tiempo también me estuvo sermoneando sobre el hecho de asumir las responsabilidades de mis actos. Me dijo que si me iba a poner a hacer estupideces tenía que estar dispuesto a pagar el precio.

Me pasé toda la tarde escuchando. No hubo dramatismo ni lágrimas de pánico. En mi mente de niño de cuatro años mi padre me estaba haciendo un favor. Cortarme el dedo hinchado y morado iba a doler, pero sería mejor que dejarlo que se pudriera durante semanas.

Me arrodillé junto al tajo, donde había visto a tantos pollos correr un destino parecido, y extendí la mano. Estaba enormemente agradecido a mi padre por su ayuda y decidí no culpar nunca más a los demás por mis estupideces.

Mi padre levantó el hacha y, claro está, no me acertó en el dedo. Entramos en casa, y usó agua con jabón para quitarme la arandela.

Es una historia que yo ya casi había olvidado. Casi la había olvidado porque no se la había contado nunca a nadie y nunca la había rememorado en voz alta para comprobar la reacción de nadie. Porque sabía que nadie más iba a entender aquella lección. No verían nada más que las acciones de mi padre y lo considerarían una crueldad. Que Dios me libre de contárselo a mi madre: tendría un estallido de cólera moral. Igual que le pasaba a mi padre con el tiroteo de su infancia, aquel día del hacha es mi primer recuerdo, y durante treinta y seis años ha sido mi secreto. Y el de mi padre. Y ahora aquellas estúpidas, Bonnie y Molly, me lo estaban contando a mí y a mis amigos borrachos.

Ni en coña iba a darles yo la satisfacción de admitirlo. Mientras Ina sollozaba, yo seguí bebiendo vino. Sonreí, me encogí de hombros y dije que era una cháchara muy interesante pero que no dejaba de ser una tontería. Al cabo de unos minutos una de las mujeres cayó enferma al suelo y pidió que la ayudaran a regresar al coche. La fiesta terminó e Ina y yo nos quedamos atrás para terminarnos el vino y pillar una curda.

La verdad es que aquella tontería de fiesta fue muy decepcionante. Y también lo fue ver a amigos míos tomarse aquellas memeces tan en serio. «La señora» no apareció nunca, pero Patrick no ha dejado de llamarme para quejarse de sus estúpidos problemas con los fantasmas. Brenda sigue estremeciéndose y quedándose blanca antes de anunciar sus premoniciones bobaliconas. Y por lo que respecta a Bonnie y Molly, tuvieron mucha suerte. Fue alguna clase de truco. Ahora todo el mundo que me rodea va a caer en ese engaño.

No puedo explicar el pequeño truco mágico de Bonnie y Molly, pero hay muchas cosas en el mundo que no puedo explicar.

La noche en que mataron a mi padre, a cientos de kilómetros, mi madre tuvo un sueño. Dijo que mi padre había llamado a su puerta suplicándole que le dejara entrar. En el sueño, a mi padre le habían herido en el costado —más tarde, el juez de instrucción lo confirmaría— y estaba intentando escapar de un hombre que tenía un arma. En lugar de esconderlo, mi madre le dijo que no había traído más que vergüenza y dolor a sus hijos y le cerró la puerta en las narices.

Aquella misma noche una de mis hermanas soñó que estaba caminando por el desierto donde crecimos. Estaba caminando junto a mi padre y diciéndole que sentía que se hubieran distanciado y que llevaran tiempo sin hablarse. En su sueño él la hizo detenerse y le dijo que el pasado ya no importaba. Nuestro padre le dijo que era muy feliz y que ella también tenía que serlo.

La noche que murió mi padre, yo no tuve ningún sueño. Nadie se me apareció en sueños para despedirse.

Una semana más tarde la policía me llamó para decirme que tenían un cadáver y que si podía ir a identificarlo.

Oh... me encantaría creer en un mundo invisible. Eso destruiría todo el sufrimiento y la presión del mundo físico. Pero también negaría el valor del dinero que tengo en el banco, de mi casa que no está nada mal y de todo mi esfuerzo. Todos nuestros problemas y todo lo bueno que nos pasa podrían desdeñarse simplemente porque no son más reales que las escenas de un libro o una película. Un mundo eterno e invisible convertiría el nuestro en una ilusión.

En serio, el mundo espiritual es como la pedofilia o la necrofilia. No tengo experiencias con él, así que soy completamente incapaz de tomármelo en serio. Siempre me parecerá una broma.

Los fantasmas no existen.

Pero si existen, mi padre tendría que venir a decírmelo en persona, coño.

RETRATOS

(Portraits)

En sus propias palabras

(In Her Own Words)

—Una vez —dice Juliette Lewis—, le escribí una serie de preguntas a alguien para llegar a conocerlo mejor... —dice—. Y aquellas preguntas dicen más de mí que cualquier cosa que pudiera escribir en un diario.

Juliette dice esto en un sofá de anticuario en una casa de alquiler de Hollywood Hills, una casa muy blanca y vertical, muy parecida al museo Getty —supermoderna pero llena de los muebles de anticuario suyos—, una casa que tiene alquilada con su marido, Steve Berra, hasta que puedan mudarse a su nueva casa cerca de Studio City. Sostiene una lista escrita a mano que acaba de encontrar y se pone a leérmela:

—«¿Alguna vez le has clavado a alguien de forma intencionada un objeto afilado o lo has usado para rajarles?».

Lee:

—«¿Te gustan los espárragos?».

Lee:

—«¿Tienes segundo nombre?».

Ella bebe
chai.
No ve la televisión. Le encanta jugar a las cartas, al «rey en la esquina» o «los reyes a la esquina». Usa ese papel higiénico nuevo tan pijo, Cottonelle, que te hace sentir que estás usando un jersey de cachemir. En el sótano tiene la cabeza cortada de Steve, una réplica muy realista que sobró de un vídeo de skateboard y fabricada por el mismo equipo que hizo el vientre embarazado de Juliette para la película
Semestre infernal.

Juliette Lewis sigue leyendo la lista:

—«¿Te decepcionan los gatos como mascotas o bien admiras su independencia?».

Durante las últimas veinticuatro horas me ha hablado de su familia, de su padre (Geoffrey Lewis), de su carrera, del rollo de la cienciología, de casarse y de escribir canciones. Lo de las canciones es importante para ella porque, después de años de seguir un guión, por fin pronuncia sus propias palabras.

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