Lentamente, la chalupa comenzó a moverse. Poco a poco, los rizos se transformaron en pequeñas olas; las pequeñas olas en olas vigorosas. Pasaron delante de un negro saliente rocoso, bordeado de espuma, y estuvieron en mar abierto. Fafhrd seguía sin hablar pero desplegó aún más las velas e hizo todo lo posible para conseguir que la chalupa castigada por la tormenta alcanzara más velocidad. Rindiéndose al desconcierto, el Ratonero le ayudó.
No hacía mucho que navegaban cuando cayó el golpe. El Ratonero, que miraba hacia popa., lanzó un ronco grito de incredulidad. La ola que les alcanzaba rápidamente era más alta que el mástil. Y algo succionaba la chalupa haciéndola retroceder. El Ratonero levantó los bracos para escudarse. Entonces, la chalupa comenzó a elevarse; subió y subió hasta que alcanzó la cima, perdió el equilibrio y cayó en picado sobre la banda opuesta. A la primera ola le siguió una segunda y una tercera, y una cuarta, codas casi igual de altas. Una embarcación más grande habría zozobrado sin duda. Finalmente, las olas dejaron paso a un caos agitado, espumoso e impredecible, en el que hicieron falta una pizca de fuerza y miles de decisiones rápidas pata mantener la chalupa a flote.
Cuando llegó la pálida aurora, habían recuperado el rumbo de regreso a casa; una pequeña vela improvisada suplantaba a la que se había toco durante la tormenta; ya habían achicado agua suficiente como para que la chalupa pudiera navegar satisfactoriamente. Como ofuscado, Fafhrd vigilaba a la espera de que llegase el amanecer; se sentía débil como una mujer. Oyó a medias al Ratonero cuando le refería fragmentariamente cómo había perdido el rastro de la galera en la tormenta, pero había seguido lo que adivinó que sería su rumbo general hasta que la tormenta amainó, y entonces divisó la extraña isla en la que tocó tierra, creyendo erróneamente que se trataba del puerto de origen de la galera.
El Ratonero sacó entonces un vino amargo y no muy fuerce y un poco de pescado salado, pero Fafhrd los rechazó y dijo:
—Hay una cosa que debo saber. En ningún momento he mirado atrás. Tú mirabas ansiosamente hacia algo que había detrás de mí. ¿Qué era?
El Ratonero se encogió de hombros.
—No lo sé. La distancia era muy grande y la luz extraña. Lo que creo que vi era una tontería. Hubiera dado lo que fuese por encontrarme más cerca. —Frunció el ceño, y volvió a encogerse de hombros—. Pues bien, lo que creo que vi fue una multitud de hombres vestidos con enormes capas negras; parecían nórdicos que salían a toda carrera de una especie de abertura. Había algo extraño en ellos: la luz gracias a la cual podía verlos no parecía provenir de fuente alguna. Entonces, hicieron ondear las enormes capas negras a su alrededor como si estuvieran luchando con ellas o bailando una especie de danza..., ya te dije que era una tontería... Luego, se pusieron a gatas, se cubrieron con las capas y regresaron gateando al lugar del que habían salido. Y ahora dime que soy un mentiroso.
Fafhrd sacudió la cabeza.
—Sólo que no eran capas—dijo.
El Ratonero comenzó a percibir que en todo aquello había mucho más de lo que había logrado intuir.
—¿Pues qué eran entonces?—inquirió.
—No lo sé —repuso Fafhrd.
—Entonces, ¿qué era ese lugar, quiero decir la isla que casi nos tragó cuando se hundió en el mar?
—Symorgia —contestó Fafhrd, que levantó la cabeza y comenzó a sonreír con un brillo enloquecido en los ojos, de un modo tan cruel y frío que desconcertó al Ratonero—. Simorgya —repitió Fafhrd, y se acercó a la banda de la chalupa, lanzando una mirada iracunda al agua que corría rápidamente—. Simorgya. Y ahora ha vuelto a hundirse. ¡Y que se quede allí para siempre hasta que se pudra en su propia corrupción y se convierta en basura!
Tembló espasmódicamente ante la vehemencia del juramento, y luego se dejó caer en el interior de la chalupa. Hacia el este, en la superficie del agua, comenzó a verse una mancha rojiza.
En el saliente cubierto de nieve que se estrechaba y desaparecía en una fría oscuridad apenas tocada por el alba, unos ojos rojos como lava en un rostro negro cual lava extinguida atisbaban el fondo del precipicio en la ladera de la montaña El corazón del sacerdote negro le latía con violencia. Jamás en su vida, ni en la de su padre sacerdote que le había precedido, habían llegado intrusos por el estrecho camino que conducía desde el Mar Exterior a través de las montañas conocidas como los Huesos de los Antiguos. Jamás en tres largos retornos del Año de los Monstruos, nunca en cuatro travesías del barco que iba a la Klesh tropical para conseguirles esposas, nadie excepto él y sus compañeros sacerdotes habían recorrido el camino de abajo. Sin embargo, él lo había vigilado siempre fiel y cautelosamente, como si fuera la ruta de asalto nocturno de lanceros y arqueros blasfemos.
Entonces llegó de nuevo a sus oídos —¡e inequívoco!— el sonido de un cántico. A juzgar por el tono, el hombre que cantaba debía de tener el pecho de un oso. Como si se hubiera adiestrado todas las noches para aquello (y lo había hecho), el sacerdote negro puso a un lado su sombrero cónico, se quitó los zapatos forrados de piel y la túnica, también forrada de piel, revelando su cuerpo de miembros flacos y vientre abultado.
Retrocedió en la concavidad pétrea, seleccionó un leño delgado que ardía en una fogata bien protegida y lo colocó sobre un hoyo en la roca. La llama sin chispas reveló que el hoyo estaba lleno hasta cinco dedos del borde de una sustancia polvorienta que brillaba como joyas machacadas. Juzgó que transcurrirían unas treinta inspiraciones y espiraciones lentas de aire antes de que el leño hubiera ardido hasta la mitad.
Regresó en silencio al borde de la concavidad, que tenía la altura de tres hombres altos —siete veces su propia altura por encima del saliente cubierto de nieve, y ahora, a lo lejos, en aquel mismo saliente, pudo distinguir vagamente una figura..., no, dos. Sacó un largo cuchillo que llevaba sujeto por el taparrabo, se agazapó, y colocó en posición las manos y las puntas de los pies. Dirigió una plegaria a su dios extraño e improbable. En algún lugar, por encima de él, el hielo o las rocas crujieron y emitieron leves chasquidos, como si la montaña también flexionara sus músculos, preparándose para asestar un golpe asesino.
—Cántanos la siguiente estrofa, Fafhrd gritó alegremente el más adelantado de los dos hombres que avanzaban por la nieve—. Has podido componerla en treinta pasos y nuestra aventura no nos llevó más tiempo. ¿O acaso ese poético ulular de búho se ha paralizado al fin en tu garganta?
El Ratonero sonrió mientras seguía su camino con aparente despreocupación, la espada «Escalpelo» oscilando al costado. Arrebujado en el manto de cuello alto y la capucha grises, tenía ensombrecidos los rasgos de su rostro atezado, pero no podía ocultar una expresión descarada.
Las prendas de Fafhrd, rescatadas de su chalupa embarrancada en la costa helada, eran de lana y pieles. Un gran broche de oro sobre su pecho emitía débiles destellos, y una cinta de oro, que llevaba torcida, sujetaba su enmarañado cabello rojizo. Su rostro, de piel blanca, con grandes ojos verdes, tenía una expresión serena, aunque el ceño fruncido revelaba que estaba sumido en sus pensamientos. Del hombro derecho sobresalía un arco, mientras que por encima del izquierdo brillaban los ojos de zafiro de una broncínea cabeza de dragón, el pomo de una larga espada que llevaba colgada a la espalda.
Dejó de fruncir el ceño y, como si alguna montaña más acogedora que la gélida por la que ahora viajaban le hubiera dado la voz, cantó:
Laerk, llamado Lavas
tenía rostro de daga
y veintitrés partidarios;
y a su veloz barco negro
lo sepultaron las olas
aunque era tan marinero;
vana fue su agilidad
cuando la magia y nosotros
lo hicimos zozobrar.
Ahora alimentan a los peces,
con bocados excelentes, pero...
La canción se interrumpió, y el Ratonero Gris oyó el ruido apagado del cuero sobre la nieve. Giró sobre sus talones y, al ver a Fafhrd asomado al borde del precipicio, se preguntó por un momento si el enorme nórdico, enloquecido por su propia canción, había decidido ilustrar de un modo dramático el descenso de Lavas Laerk a las profundidades insondables.
Un instante después, Fafhrd se aferró con los codos y las manos al margen del saledizo. Al mismo tiempo, una forma negra y brillante alcanzó el lugar que acababa él de abandonar con tal urgencia, cayó con los brazos doblados y los hombros encorvados, giró dando una voltereta y se abalanzó contra el Ratonero, con un cuchillo que brillaba como una esquirla de la luna, cuya hoja se hubiera hundido en el vientre del hombrecillo de gris si Fafhrd, apoyando todo su peso en un brazo, no hubiera cogido al atacante por un tobillo, haciéndole retroceder. El pequeño personaje de negro produjo un ruido bajo y horrible, como un silbido de serpiente, se volvió de nuevo y atacó a Fafhrd. Pero ahora el Ratonero salió al fin del asombro paralizante que, estaba seguro, no le habría atenazado en una región menos fría que aquella. Se lanzó contra el atacante negro, desviando su acometida —saltaron chispas cuando el arma golpeó la piedra a un dedo de distancia del brazo de Fafhrd—, y le hizo resbalar por el borde del saledizo, más allá de Fafhrd. El individuo negro cayó y se perdió de vista tan silencioso como un murciélago.
Fafhrd se inclinó sobre el abismo y concluyó el verso de su canción:
pero el mejor bocado es él.
—Silencio, Fafhrd —siseó el Ratonero, que escuchaba atentamente, agachado—. Creo que le he oído chocar contra el suelo.
Fafhrd se sentó distraídamente.
—No puedes haberlo oído si ese abismo es la mitad de profundo de lo que era la última vez que le vimos el fondo —aseguró a su compañero.
—Pero, ¿qué era? —inquirió el Ratonero con el ceño fruncido—. Parecía un hombre de Klesh.
—Sí, con la jungla de Klesh tan lejos de aquí como la luna —le recordó Fafhrd riendo entre dientes—. Algún ermitaño ennegrecido por la helada, sin duda. Dicen que en estas colinas hay extraños seres emboscados.
El Ratonero escudriñó el risco, de altura vertiginosa, y descubrió la concavidad cercana en la pared.
—Me pregunto si habrá más como él —dijo con inquietud.
—Los locos suelen ir solos aseguró Fafhrd, incorporándose—. Vamos, pequeño quejoso, será mejor que nos pongamos en camino si queremos tomar un desayuno caliente. Si son ciertos los relatos antiguos, deberíamos llegar al Yermo Frío hacia la salida del sol..., y allí por fin encontraremos un poco de leña.
En aquel instante un gran resplandor surgió de la concavidad desde donde había saltado el pequeño atacante. Vibró y su color fue variando de violeta a verde, amarillo y rojo.
—¿Qué es eso? —dijo Fafhrd, cuyo interés se había despertado por fin—. Los relatos antiguos no dicen nada de troneras en estas montañas. Mira, Ratonero, he aquí algo que podría levantarte la moral. ¿Por qué no subes a esa loma y echas un vistazo, a ver de qué se trata...?
—Oh, no —le interrumpió el Ratonero, tirando de él y recriminándose en silencio por haber empezado a hacer preguntas—. Quiero cocinar mi desayuno en unas llamas más saludables, y además, podría estar bastante lejos de aquí antes de que otros vean el resplandor.
—Nadie lo verá, mi pequeño amigo al que atraen poco los misterios —dijo Fafhrd, riendo entre dientes, al tiempo que cedía a la urgencia de su amigo por alejarse de allí—. Mira, se está extinguiendo.
Pero al menos otro ojo había visto el resplandor vibrátil, un ojo tan grande como el de un calamar y tan brillante como la Canícula.
—¡Eh, Fafhrd! gritó el Ratonero alegremente unas horas después, cuando ya había amanecido—. ¡Hay un presagio para calentar nuestros corazones helados! ¡Una colina verde nos hace guiños, a nosotros, hombres congelados, nos guiña alegremente un ojo, como una cortesana morena de Klesh, embadurnada de malaquita!
—Y también es tan caliente como una cortesana de Klesh —añadió el nórdico, rodeando el borde del prominente risco pardo—,pues se ha fundido toda la nieve que debía cubrirla.
Era cierto. Aunque en el lejano horizonte las nieves y el hielo del Yermo Frío tenían un brillo blanco y verde, la depresión en forma de plato en primer término contenía un pequeño lago que no se había congelado, y mientras el aire a su alrededor era gélido, de modo que su aliento formaba nubecillas blancas al respirar, el saledizo pardo por el que caminaban carecía de nieve.
En la orilla más cercana de aquel lago se alzaba la colina a la que se había referido el Ratonero, el risco en el que un punto estrellado todavía reflejaba los rayos del sol que acababa de levantarse, cegándoles.
—Bueno, es una colina—añadió Fafhrd en voz baja—, y en codo caso, ya sea una cortesana de Klesh o una colina, tiene varias catas.
Era una observación acertada, pues los flancos verdes de la colina estaban formados por peñascos escarpados y lomos que la imaginación podía convertir en caras monstruosas, con todos los ojos cerrados salvo el único que centelleaba ante ellos. Los rostros se fundían hacia abajo como cera, formando grandes riachuelos pétreos..., ¿o podrían ser trompas de elefante?, que se sumergían en las aguas quietas, de apariencia ácida. Aquí y allá, entre el verde, había parches de roca rojo oscuro que podrían ser sangre, o bocas. El color de la cima no armonizaba en absoluto con el resto, y parecía estar formada por un mármol rosáceo como la carne. También la cumbre recordaba una cara, la de un ogro dormido. Estaba cruzada por una franja de roca de color rojo vivo, que bien podrían ser los labios del ogro. De una hendidura en la roca roja se alzaba un débil vapor.
El aspecto de la colina no era sólo volcánico, sino que parecía una excrecencia de algo más salvaje, primigenio e impetuoso que nada de lo que conocían Fafhrd y el Ratonero, una excrecencia paralizada en el acto de invadir un mundo más joven y débil, congelada pero eternamente vigilante, a la espera, ansiosa.
Entonces desapareció la ilusión..., o desaparecieron cuatro de las cinco caras y la quinta siguió fluctuando. La colina volvió a ser nada más que una colina, un curioso monstruo volcánico del Yermo Frío, una colina verde con un resplandor.
Fafhrd exhaló un fuerte suspiro y observó la orilla más apartada del lago. Tenía muchos altillos y estaba cubierta por una vegetación oscura que se parecía desagradablemente a un pelaje. En un punto se alzaba de ella una gruesa columna rocosa, casi como un altar. Más allá de los tupidos arbustos, moteados aquí y allá por otros de hojas rojas, se extendían el hielo y la nieve, sólo de trecho en trecho interrumpidos por grandes rocas y extraños grupos de árboles enanos.