Además, el ojo de diamante debía de haber sido más previsor y determinado que sus sacerdotes. Debía de tener alguna finalidad importante por encima de conseguir el retorno a su montaña—ídolo. De lo contrario, ¿por qué habría dado instrucciones a Fafhrd para que preservara al Ratonero cuidadosamente y lo llevara con él? Ambos debían tener alguna utilidad para el ojo de diamante. En la cabeza dolorida del Ratonero resonó la frase que Fafhrd había musitado dos noches antes: «Pero necesita la sangre de héroes anees de que pueda adoptar la forma de los hombres,
Mientras todos estos pensamientos bullían dolorosamente en la mente del Ratonero, vio que Fafhrd avanzaba hacia él con el ojo de diamante en una mano y su larga espada desenvainada en la otra, pero con una sonrisa afable y los ojos cerrados.
—Ven, Ratonero —le dijo suavemente—, es hora de que crucemos el lago, trepemos a la colina y recibamos el beso y la suave succión de los labios superiores, y de que mezclemos nuestra sangre con la sangre caliente de Nehwon. De ese modo viviremos en los gigantes de roca a punto de nacer y conoceremos la alegría de aplastar ciudades, pisotear ejércitos y destrozar todos los campos cultivados.
Estas frases absurdas pusieron al Ratonero en acción, sin que le intimidaran las luces pulsantes del cielo y la colina.
Desenvainó a «Escalpelo» y se lanzó contra Fafhrd, con un golpe certero que debería hacer saltar la espada de la mano del nórdico, sobre todo porque éste seguía con los ojos fuertemente cerrados.
Pero la pesada hoja de Fafhrd esquivó el rápido acero de su camarada con tanta facilidad como uno evita una manotada de un bebé y, con una sonrisa pesarosa, dirigió una estocada a la garganta del Ratonero, el cual sólo pudo evitarla con el más fantástico y frenético de los saltos hacia atrás.
El salto le llevó en la dirección del lago. Fafhrd fue tras él, atacándole con calma desdeñosa. Su largo rostro era una máscara rubia de desprecio. Su espada mucho más pesada se movía con tanta destreza como «Escalpelo», tejiendo un brillante arabesco de ataque que obligaba al Ratonero a retroceder más y más.
Y durante el combate los ojos de Fafhrd continuaban cerrados. Sólo cuando se encontró en el borde del lago el Ratonero se dio cuenta del motivo. El ojo de diamante en la mano izquierda de Fafhrd veía por el nórdico y seguía cada movimiento de «Escalpelo» con una atención de ofidio.
El Ratonero oscilaba en el negro borde resbaladizo, por encima del lago que reflejaba su figura inestable, con el pulsante cielo amarillo y púrpura por encima de él y la jadeante colina verde detrás; y, de súbito, ignoró la amenazadora hoja de Fafhrd, se agacho y propinó inesperadamente un fuerte tajo al ojo de diamante.
El acero de Fafhrd silbó a un dedo de distancia por encima de la cabeza del Ratonero. El ojo de diamante, golpeado por «Escalpelo», estalló en una nube blanca. El suelo cubierto por densa vegetación parecida a un pelaje se estremeció como si sufriera un tormento desesperante. La colina verde entró en erupción, lanzando vengativas llamaradas rojas que hicieron tambalearse al Ratonero y enviando un chorro de roca fundida que doblaba en altura a la colina hacía el amoratado cielo nocturno.
El Ratonero cogió del brazo a su compañero, que contemplaba asombrado todo aquello, y le hizo alejarse de la colina verde y el lago.
Una docena de latidos de corazón después de que abandonaran el lugar, la roca fundida inundó el altar y se extendió en todas direcciones. Algunos grumos rojos llegaron hasta donde estaban los dos amigos, lanzando dardos encendidos sobre sus hombros al esparcirse. Uno o dos grumos les alcanzaron y el Ratonero tuvo que apagar el pequeño incendio que iniciaron en el manto de Fafhrd.
Sin detenerse en su carrera, el Ratonero miró atrás y vio por última vez la colina verde. Aunque seguía vomitando fuego y por sus laderas corrían arroyos rojos, por lo demás parecía muy sólida y quieta, como si todas sus potencialidades de vida se hubieran desvanecido por un tiempo o para siempre.
Cuando al fin dejaron de correr, Fafhrd se miró estupefacto la mano izquierda.
—Me he cortado el pulgar, Ratonero. Está sangrando.
—Eso le ocurre también a la colina verde —comentó el Ratonero, mirando atrás—. Y me alegra decir que se está desangrado a muerte.
El miedo se cernía en la luz lunar sobre Lankhmar. El miedo fluía como la niebla a través de las calles serpenteantes y los laberínticos callejones, y goteaba incluso en aquella calleja de intrincado trazado curvilíneo donde un farol sucio de hollín y con llama vacilante señalaba la entrada a la taberna de la < Anguila de Plata».
Era un temor sutil, no como el que inspira un ejército que sitia una ciudad, o los nobles en guerra, o los esclavos en revuelta, o un loco señor de la guerra inclinado a desenfrenadas matanzas, o una flota enemiga que zarpa del Mar Interior hacia el estuario del Hlal. Sin embargo, no era un miedo menos potente, y atenazaba las suaves gargantas de las mujeres parlanchinas que ahora cruzaban el portal bajo de la «Anguila de Plata», haciendo que sus risas fuesen más precipitadas y agudas, y también afectaba a los acompañantes de aquellas mujeres, haciéndoles hablar en un tono más alto de lo necesario, mientras sus manos estaban prontas a empuñar las espadas.
Aquel era un grupo de jóvenes aristócratas que buscaban diversión en un lugar conocido por su mala fama y por ser algo peligroso. Sus atavíos eran ricos y fantásticos, a la moda de la nobleza decadente de Lankhmar, pero había algo que parecía casi demasiado absurdo incluso en la exótica Lankhmar: cada mujer tenía la cabeza encerrada en una pequeña jaula de plata delicadamente forjada.
La puerta se abrió de nuevo, esta vez para dejar salir a dos hombres que se alejaron rápidamente. Uno de ellos era alto y voluminoso, y parecía ocultar algún objeto bajo su manto. El otro era de pequeña estatura y ágil, vestido de la cabeza a los pies con prendas de un color gris claro que se mezclaba con la difusa luz lunar. Llevaba una caña de pescar al hombro.
—Me pregunto qué traman ahora Fafhrd y el Ratonero Gris —murmuró un gorrero, mirando con curiosidad por enroma del hombro. El patrón se encogió de hombros—. —Nada bueno, estoy seguro —siguió diciendo el gorrero—. He visto que esa cosa que lleva Fafhrd bajo el manto se mueve, como si estuviera viva. Hoy, en Lankhmar, eso es muy sospechoso. Comprendéis a qué me refiero? Y luego la caña de pescar.
—Paz erijo el patrón—. Son dos bribones honestos, aunque tienen mucha necesidad de dinero, a juzgar por el vino que me deben. No digas nada contra ellos.
Pero el hombre parecía algo perplejo y turbado mientras entraba de nuevo en el local, empujando con impaciencia al gorrero.
Hacía tres meses que el miedo se había extendido por Lankhmar, y al principio había sido algo muy diferente, algo que apenas podía considerarse miedo. Se había perpetrado una serie excesiva de robos de baratijas y gemas costosas, cuyas víctimas eran principalmente mujeres. Los objetos brillantes y resplandecientes, fuera cual fuese su naturaleza, eran los preferidos en aquella oleada de robos.
Se rumoreó que una banda de rateros de destreza y atrevimiento excepcionales se había especializado en saquear los tocadores de las grandes señoras, aunque los azotes a doncellas y esclavos no sirvieron para descubrir a ningún miembro de la supuesta banda. Entonces alguien ofreció la teoría de que los robos eran obra de niños astutos demasiado pequeños para poder juzgar bien el valor de los objetos.
Pero el carácter de los robos empezó a cambiar gradualmente. Cada vez desaparecían menos baratijas sin valor y con frecuencia creciente se elegían gemas valiosas entre una mezcolanza de vidrio y oropel, dando la curiosa impresión de que los ladrones estaban desarrollando un sentido de la discriminación solamente por medio de la práctica.
Más o menos por entonces la gente empezó a sospechar que el antiguo y casi honorable Gremio de los Ladrones de Lankhmar había inventado una nueva estratagema, y se habló de someter a tortura a algunos dirigentes sospechosos o aguardar a que se entablara un viento del oeste y prender fuego a la calle de los Mercaderes de la Seda.
Pero dado que el Gremio de los Ladrones era una organización conservadora y fanática, apegada a los métodos tradicionales de robo, las sospechas cambiaron de objetivo cuando se hizo cada vez más evidente que aquellos robos se debían a una mentalidad de increíble atrevimiento e ingenio.
Los objetos valiosos desaparecían a plena luz del día, incluso de habitaciones cerradas y bien vigiladas, o de jardines en azoteas rodeados por altos muros. Una dama en su hogar dejaba casualmente un brazalete sobre un saliente de ventana inaccesible, y la joya desaparecía mientras su dueña hablaba con una amiga. La hija de un noble, paseando por un jardín privado, notaba que alguien alargaba una mano entre el espeso follaje de un árbol y le arrancaba una aguja para el cabello con cabeza de diamante. Sus ágiles servidores trepaban al árbol de inmediato, pero no encontraban nada.
Luego una doncella histérica corrió a su ama con la información de que acababa de ver un gran pájaro de color negro, saliendo por una ventana con un anillo de esmeralda bien sujeto entre sus garras. .
Al principio este relato fue recibido con enojo e incredulidad, y se llegó a la conclusión de que la misma muchacha debía de haber robado el anillo. Fue azotada casi hasta la muerte con la aprobación general.
Al día siguiente un gran pájaro negro se lanzó en picado contra la sobrina del Señor Supremo y le arrebató un pendiente de la oreja.
Dé inmediato se acumularon las pruebas. La gente hablaba de extrañas aves que aparecían en momentos y lugares desacostumbrados. Se recordó que en cada uno de los robos habían dejado abierta una ruta aérea. Las víctimas empezaron a recordar cosas que les habían parecido sin importancia cuando sucedieron: el batir de alas, un susurro de plumas, huellas y excrementos de ave, sombras cernidas y cosas similares.
Y en la asombrada Lankhmar hirvieron las especulaciones. Sin embargo, se creía que los robos cesarían, ahora que se conocía a sus autores y se habían tomado las precauciones adecuadas. No se dio una importancia especial a la oreja lastimada de la sobrina del Señor Supremo. Ambos juicios resultaron equivocados.
Dos días después, la conocida cortesana Lessnya fue acosada por un gran pájaro negro cuando cruzaba una amplia plaza. Lessnya, que estaba prevenida, golpeó al ave con una varita dorada que llevaba, al tiempo que le gritaba para que se asustara y desistiera de su intento.
Ante los horrorizados espectadores, el ave esquivó los golpes, clavó sus garras en el hombro blanco de la mujer y le picoteó malignamente el ojo derecho. Después soltó un graznido estremecedor, agitó las alas y emprendió el vuelo entre un remolino de plumas negras, sujetando un broche de jade en sus garras.
En los tres días siguientes, otras cinco mujeres fueron robadas de la misma manera, y tres de ellas resultaron mutiladas.
Toda Lankhmar estaba asustada. Una conducta tan decidida y maligna por parte de las aves despertaba toda clase de supersticiosos temores. Arqueros armados con flechas de tres puntas para cazar aves se apostaron en los tejados. Las mujeres atemorizadas permanecían en sus casas o llevaban mantos para ocultar sus joyas. Las contraventanas se mantenían cerradas por la noche a pesar del calor del verano. Se abatieron a flechazos o se envenenó a considerables cantidades de palomas y gaviotas inocentes. Nobles jóvenes y arrogantes reunieron a sus halconeros y fueron en busca de los merodeadores.
Pero les resultó difícil localizar a alguno, y, en las pocas ocasiones en que lo hicieron, sus halcones se vieron atacados por adversarios que volaron velozmente y los vencieron. Más de un halconero lloró la muerte de un ave de caza favorita. Todos los intentos de descubrir dónde se ocultaban los ladrones alados fracasaron.
Estas actividades tuvieron un resultado tangible: en lo sucesivo, la mayor parte de los ataques y robos ocurrieron durante las horas de la noche.
Entonces una mujer murió dolorosamente tres horas después de que unas garras se lavaran en su cuello, y los médicos de negras túnicas afirmaron que las garras asesinas debían de tener un veneno virulento.
Aumentó el pánico y se propusieron alocadas teorías. Los sacerdotes del Gran Dios sostenían que era una reprimenda divina a la vanidad de las mujeres, e hicieron atroces profecías sobre una inminente revuelta de todos los animales contra el hombre pecador. Los astrólogos hicieron oscuras y turbadoras insinuaciones. Una multitud frenética incendió un corral de aves pertenecientes a un rico granjero y luego se desparramaron por las calles, apedreando a todos los pájaros, y mataron tres cisnes sagrados antes de dispersarse.
Pero los ataques continuaron, y Lankhmar, con su elasticidad habitual, empezó a adaptarse en cierto modo a aquel extraño e inexplicable asedio desde el cielo. Las mujeres ricas convirtieron su temor en una moda, utilizando redes de plata para proteger sus facciones. Algunos bromeaban sobre el hecho de que, en un mundo patas arriba, los pájaros estaban sueltos y las mujeres llevaban las jaulas. La cortesana Lessnya encargó a su joyero un brillante ojo hueco de oro, y los hombres decían que realzaba su belleza.
Entonces Fafhrd y el Ratonero Gris aparecieron en Lankhmar. Pocos suponían dónde habían estado el enorme bárbaro nórdico y su pequeño y diestro compañero, o por qué habían regresado a la ciudad en aquellos momentos. Ni Fafhrd ni el Ratonero ofrecieron ninguna explicación.
Se afanaron en hacer indagaciones, en la «Anguila de Plata» y otros lugares, trasegando grandes cantidades de vino, pero evitando las peleas. A través de ciertos canales tortuosos de información, el Ratonero supo que el prestamista Muulsh, que poseía una riqueza fabulosa pero era socialmente inaceptable, había adquirido un famoso rubí al rey del Este, el cual tenía por entonces una perentoria necesidad de dinero, e iba a regalárselo a su esposa. Enterados de esto, el Ratonero y Fafhrd hicieron más indagaciones y ciertos preparativos secretos, y una noche de luna salieron juntos de la «Anguila de Plata», llevando unos objetos de naturaleza misteriosa que despertaron dudas y sospechas en la mente del patrón y algunos parroquianos, pues no había duda de que el objeto que Fafhrd llevaba bajo su manto se movía como si estuviera vivo y tenía el tamaño de un pájaro grande.