Espadas contra la muerte (28 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

El individuo vestido de cuero completó su tarea y salió por donde había entrado, rodeado aún por la pequeña nube negra de pájaros que no cesaban de graznar. Pero cuando la criatura pasó por el lado opuesto a Fafhrd, las aves se apartaron de súbito y volaron hacia el altar, como obedeciendo una orden que habían oído a pesar del ruido que hacían. La figura cubierta de cuero se detuvo en seco y miró inquisitivamente a su alrededor. Las largas aberturas de los ojos le daban un aspecto de amenaza críptica.

Entonces volvió a ponerse en marcha, pero, en el mismo momento, cayó un lazo corredizo que se cerró alrededor de la bolsa de cuero que formaba su cabeza.

La figura empezó a debatirse y tambalearse erráticamente, llevándose al cuello una mano enfundada en cuero. Luego agitó ambos brazos con desesperado frenesí, de modo que la bolsa que aún sujetaba se abrió y derramó las piedras y los objetos metálicos con piedras engastadas que contenía. Finalmente, un diestro tirón del lazo le derribó al suelo.

Fafhrd eligió aquel momento para intentar la huida, confiando en la confusión y la sorpresa, pero no estuvo acertado: tal vez una pizca de veneno en sus venas le había afectado el cerebro.

Casi había llegado al pasillo que conducía ala ventana antes de que un segundo lazo se tensara cruelmente alrededor de su garganta. Sus pies abandonaron el suelo, cayó y se golpeó el cráneo contra la piedra. El lazo se tensó aun más, hasta que sintió que se ahogaba en un mar de plumas negras en el que brillaban cegadoramente todas las joyas del mundo. Cuando recobró la conciencia, sintió el intenso dolor del cráneo magullado y una voz que gritaba asustada y entrecortadamente:

—En el nombre del Gran Dios, ¿quién eres? ¿Qué eres?

Una segunda voz, aguda, dulce, rápida, parecida a un trino de ave, imperiosa y glacial, respondió:

—Soy la sacerdotisa alada, señora de los halcones. Soy la reina con garras, la princesa con plumas, encarnación de Ella, la que ha gobernado siempre aquí, a pesar de la prohibición de los sacerdotes y la orden del Señor Supremo. Soy la que ocasiona merecidas lesiones a las mujeres altivas y voluptuosas de Lankhmar. Soy la que envía mensajeros para que tomen el tributo que otrora depositaban generosamente, aunque temblando, en mi altar.

Entonces habló la primera voz, llena de aprensión, aunque sin debilidad:

—Pero no puedes condenarme de un modo tan horrible. Mantendré bien tus secretos. Sólo soy un ladrón.

—Eres, en efecto, un ladrón —dijo la segunda voz—, pues querías saquear el tesoro del altar de Tyaa Alada, y por ese crimen las aves de Tyaa infligen el castigo que consideran oportuno. Si creen que mereces misericordia, no te matarán; sólo te arrancarán un ojo..., o quizá los dos.

La voz tenía un fondo de trinos y gorjeos, y el cerebro torturado de Fafhrd seguía imaginando un monstruoso canto de ave. Intentó incorporarse, pero descubrió que estaba fuertemente atado a una silla. Tenía los brazos y las piernas ateridos, y, además, el brazo izquierdo le dolía y ardía.

La suave luz lunar cesó entonces de importunarle y vio que seguía en la misma cámara, cerca de la puerta con la mirilla enrejada, de cara al altar. A su lado había otra silla, en la que estaba sentado el hombre revestido de cuero, atado como él. Pero no tenía puesta la capucha de cuero, por lo que Fafhrd vio el cráneo afeitado y picado de viruelas y las rudas facciones de un hombre al que reconoció: era Stravas, un ratero bien conocido.

—Tyaa, Tyaa graznaron los pájaros—. Arrancar ojos. Desgarrar nariz.

Los ojos de Stravas eran pliegues oscuros de terror entre sus cejas afeitadas y los gruesos carrillos. Habló de nuevo en dirección al altar.

—Soy un ladrón, es cierto, pero también lo eres tú. Los dioses de este templo están proscritos y prohibidos. El Gran Dios en persona los maldijo, y hace siglos abandonaron este lugar. No sé quién serás, pero no cabe duda de que eres una intrusa. De alguna manera, quizá por medio de artes mágicas, has enseñado a las aves a robar, sabiendo que a muchas de ellas les gusta por naturaleza coger objetos brillantes. Y tú te quedas con lo que roban. No eres mejor que yo..., yo, que descubrí tu secreto e ideé una manera de robarte a mi vez. No eres una sacerdotisa que pueda condenar a muerte por sacrilegio. ;Dónde están tus adoradores? ¿Dónde está tu clero? ¿Cuáles son tus gracias? ¡Eres una ladrona!

Hizo un esfuerzo para inclinarse hacia delante, tensando sus ligaduras, como si quisiera lanzarse hacia la muerte que podría ser la respuesta a sus imprudentes palabras. Entonces, Fafhrd vio, de pie a espaldas de Stravas, una figura que le hizo dudar de si había recobrado realmente el conocimiento, pues era otro hombre enmascarado con cuero. Pero, tras parpadear y mirar de nuevo, vio que la máscara no era más que una pequeña visera, y que por lo demás el hombre estaba vestido como un halconero, con un jubón pesado y enormes guanteletes. Del ancho cinto de cuero colgaba una espada corta y un lazo enrollado. Fafhrd miró al otro lado y atisbó el contorno de una figura similar al lado de su silla.

Entonces la voz del altar, de un modo algo más estridente y agudo, pero musical y horriblemente parecido al trinar de los pájaros, respondió. Y mientras lo hacía, los pájaros coreaban: «iTyaa! ¡Tyaa!»

—Ahora morirás, convertido en jirones. Y ese que está a tu lado, cuya águila impía mató a
Kivier
y fue, a su vez, muerta por él, morirá también. Pero moriréis sabiendo que Tyaa es Tyaa, y que su espíritu sacerdotal y encarnado no es un intruso.

Fafhrd miró directamente al altar, una acción que había evitado inconscientemente hasta entonces, debido a un temor supersticioso irresistible y a una extraña revulsión.

El haz de luz lunar se había movido un poco más hacia el altar, revelando dos figuras de piedra que sobresalían a cada lado, como gárgolas. Sus rostros tallados eran de mujer, pero los brazos amenazadoramente doblados terminaban en garras, y tenían unas alas plegadas a la espalda. El antiguo artesano que había tallado aquellas estatuas lo había hecho con habilidad diabólica, pues daban la impresión de estar a punto de extender las alas pétreas y lanzarse al aire.

Sobre el altar, entre las mujeres aladas, pero más atrás y fuera del haz de luz lunar, estaba encaramada una gran forma negra con medias lunas colgantes de negrura que podrían corresponder a unas alas. Fafhrd la contempló lamiéndose los labios, y su mente amodorrada por el veneno era incapaz de enfrentarse a las posibilidades que evocaba aquella figura.

Pero al mismo tiempo, aunque apenas era consciente de lo que estaba haciendo, sus manos flexibles y de largos dedos empezaron a mover las fuertes ligaduras de sus muñecas.

—Sabe, estúpido —dijo la voz de la forma negra—, que los dioses no dejan de existir cuando unos falsos sacerdotes los prohíben, ni huyen cuando los maldice un dios falso y presuntuoso. Aunque el sacerdote y el fiel se marchen, él permanece. Yo era pequeña y no tenía alas cuando subí aquí por primera vez, pero sentí su presencia en las mismas piedras. Y supe que mi corazón era hermano del suyo.

En aquel momento Fafhrd oyó que el Ratonero le llamaba, de un modo débil, apagado, pero inequívoco. Su voz parecía provenir de las regiones interiores del templo y se mezclaba con el rumor liviano y gangoso del Hlal. La forma del altar trinó una llamada e hizo un gesto, de modo que una de las medias lunas colgantes se movió.

Un solo pájaro negro descendió para posarse en la muñeca del halconero que estaba detrás de Stravas. Luego el halconero se alejó y sus pisadas resonaron como si estuviera bajando una escalera. El otro halconero corrió al alféizar de la ventana por la que Fafhrd había entrado y se oyó el ruido de un cuchillo cortando la cuerda. Poco después regresó.

—Parece que esta noche no le faltan a Tyaa adoradores gorjeó la forma sobre el altar—. Y algún día todas las mujeres lujosas de Lankhmar subirán aterradas pero sin poder resistirlo a este lugar, para sacrificar a Tyaa porciones de su belleza.

A la aguda mirada de Fafhrd no se le escapó que la negrura de la forma era demasiado suave para estar formada por plumas, pero no podía estar seguro. Siguió moviendo sus ligaduras, notando que las de la muñeca derecha se aflojaban.

—Destrozar belleza, destrozar belleza gritaron ásperamente los pájaros—. Besar con pico. Acariciar con garra.

—Cuando era pequeña —continuó la voz—, sólo soñaba en tales cosas, en salir secretamente siempre que podía de la casa paterna para venir a este lugar sagrado. Pero incluso entonces el espíritu de Tyaa estaba en mí, haciendo que los demás me temieran y evitaran.

»Un día encontré un pajarillo herido escondido aquí, y lo cuidé hasta que sanó. Era un descendiente de uno de los antiguos pájaros de Tyaa, el cual, cuando el templo fue profanado y cerrado, huyó a las Montañas de la Oscuridad, para aguardar el día en que Tyaa volvería a llamarles. Aquel pájaro había regresado al percibir por medios ocultos que Tyaa había renacido en mí, y me conocía. Lentamente, porque éramos pequeños y estábamos solos, recordamos algunos de los rituales antiguos y recuperamos el poder de conversar entre nosotros.

»Transcurridos los años, los demás pájaros fueron regresando de las Montañas de la Oscuridad, uno tras otro, y se reprodujeron. Nuestras ceremonias se hicieron cada vez más perfectas. Se me hizo difícil seguir siendo sacerdotisa de Tyaa sin que el mundo exterior descubriera mi secreto. Era preciso conseguir alimento, sangre y carne. Y teníamos que instruirnos durante largas horas.

»Pero perseveré. Y entretanto todos los de mi clase en el mundo exterior me odiaban más y más, pues percibían mi poder, y me injuriaban y trataban de humillarme.

»Mil veces al día el honor de Tyaa era pisoteado en el polvo. Me privaron de los privilegios de mi nacimiento y posición y me obligaron a casarme con un hombre rudo y vulgar. Sin embargo, me sometí y actué como si fuera una de ellos, burlándome de su falta de ingenio, su frivolidad y vanidad. Esperé a que llegara el momento, sintiendo en mi interior el espíritu de Tyaa que me fortalecía siempre.

—¡Tyaa! ¡Tyaa! —corearon las aves.

—Y entonces busqué y encontré a quienes me ayudaran en mi búsqueda: dos descendientes de los antiguos Halcones de Tyaa, cuyas familias se habían mantenido fieles al culto y a las tradiciones antiguas. Me conocían y me rindieron homenaje. Ellos constituyen mi clero.

Fafhrd notó que el halconero que estaba a su lado hacía una reverencia. Tenía la sensación de estar presenciando un maligno espectáculo de sombras tras un lienzo iluminado. El temor por la suerte del Ratonero era como un peso de plomo sobre sus pensamientos confusos. Se fijó en un broche con perlas incrustadas y un brazalete de zafiro que estaban en el suelo, a escasa distancia de su silla. Las joyas seguían donde habían quedado al caer de la bolsa de Stravas.

—Hace cuatro meses —siguió diciendo la voz—, cuando menguaba la Luna del Búho, sentí que Tyaa se había encarnado plenamente en mí, y que había llegado el momento de que Tyaa ajustara las cuentas con Lankhmar. Así pues, envié a los pájaros a que cogieran el antiguo tributo, ordenándoles que castigaran a quienes negaran el tributo o a las mujeres notorias por su vanidad y orgullo. Pronto las aves recuperaron su antigua astucia y el altar de Tyaa quedó adornado como le corresponde. Lankhmar aprendió a temer, aunque sin saber que temía a Tyaa. ¡No será así durante mucho tiempo!

Al pronunciar estas últimas palabras la voz se hizo muy estridente.

—Pronto proclamaré abiertamente a Tyaa. Las puertas del templo se abrirán a los fieles y los portadores de tributos. Los ídolos del Gran Dios serán derribados y se destruirán sus templos. Se convocará aquí a las mujeres ricas e insolentes que despreciaron a Tyaa en mí, y este altar tendrá de nuevo la satisfacción del sacrificio. —La voz se alzó hasta convertirse en un aullido—: ¡Ya está empezando! ¡Ahora mismo dos intrusos sentirán en sus carnes la venganza de Tyaa!

De la garganta de Stravas surgió el sonido de una estremecida inhalación, y se agitó inútilmente de un lado a otro, tratando de quitarse las ligaduras. Fafhrd forzaba con frenesí la ligadura suelta de su mano derecha A una orden, varios pájaros negros se alzaron de los lugares donde estaban posados, pero volvieron a posarse, inseguros, pues la orden gorjeada no se completó.

El otro halconero había regresado y avanzaba hacia el altar, la mano derecha levantada en ademán de saludo solemne. Ahora no llevaba ningún pájaro en la muñeca y su mano izquierda sujetaba una espada corta ensangrentada.

La forma del altar se adelantó ansiosa y la luz lunar la iluminó, de modo que ahora Fafhrd la vio claramente por primera vez. No era un ave gigantesca ni un híbrido monstruoso, sino una mujer envuelta en vestiduras negras y con unas mangas largas y colgantes. La capucha negra caída hacia atrás reveló, blanco a la luz de la luna pero enmarcado por brillante cabello negro, un rostro triangular, cuyos ojos de brillo vítreo y aspecto predatorio recordaban un ave, pero también una niña, malévola y de una belleza extraña. Se movía encorvada, dando pasitos cortos, como si aleteara.

—Tres en una noche —exclamó—. Has matado al tercero. Está bien, halconero.

—Te conozco, te conozco —dijo Stravas con voz entrecortada.

El halconero siguió avanzando, hasta que la mujer dijo quedamente:

—¿Qué sucede? ¿Qué quieres?

Entonces el halconero saltó hacia ella con la agilidad de un felino y acercó la espada ensangrentada, que brilló con destellos rojizos contra el tejido negro que cubría el seno de la mujer.

Y Fafhrd oyó decir al Ratonero:

—No te muevas, Atya, ni ordenes a tus pájaros que hagan ninguna acción maligna, o morirás en un abrir y cerrar de ojos, como han muerto tu halconero y su ave negra.

Durante cinco sofocantes latidos de corazón se hizo un silencio mortal. Luego la mujer del altar empezó a respirar de una manera seca, ahogada, y lanzó unos gritos breves y entrecortados que eran casi graznidos. Algunos pájaros negros echaron a volar y trazaron círculos inseguros, entrando y saliendo de los haces de luz lunar, aunque manteniéndose a distancia del altar. La mujer empezó a balancearse de un lado a otro, y la espada siguió inalterable sus movimientos, como un péndulo.

Fafhrd notó que el segundo halconero se movía a su lado, alzando su espada para atacar. Aplicando toda su fuerza en un poderoso apalancamiento de muñeca y antebrazo, Fafhrd rompió la última ligadura, y se lanzó con silla y todo hacia arriba y adelante, cogió la muñeca del halconero cuando empezaba a blandir la espada corta, y cayó con él al suelo. El halconero chilló de dolor y se oyó el crujido de un hueso al romperse. Fafhrd estaba tendido encima de él, mirando al Ratonero con sus atavíos de cuero y a la mujer.

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