Espadas contra la muerte (12 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

—Señor —dijo, inclinándose servilmente—. Hemos encontrado al Ratonero Gris. Está sentado en la taberna de la «Anguila de Plata». Varios de los nuestros vigilan el lugar. ¿Hemos de capturarle o matarlo?

—¿Tiene el cráneo con él? ¿O una caja que pudiera contenerlo?

—No, señor —respondió el ladrón en tono lúgubre, inclinándose aún más que antes.

Slevyas permaneció un momento sentado, pensativo, y luego indicó a un aprendiz que trajera pergamino y la tinta negra de un calamar. Escribió algunas líneas y luego preguntó a Fissif:

—Cuáles fueron las palabras que musitó el nórdico?

—«La próxima medianoche», señor —respondió Fissif, obsequioso a su vez.

—Irán a pedir de boca —erijo Slevyas, sonriendo ligeramente, como ante una ironía que sólo él podía percibir.

Su pluma siguió moviéndose sobre el pergamino rígido.

El Ratonero Gris estaba sentado de espaldas a la pared, ante una mesa mellada por los golpes con las grandes jarras y manchada de vino, en la «Anguila de Plata», y hacía rodar con nerviosismo entre el índice y el pulgar uno de los rubíes que había cogido bajo las mismas barbas del asesinado Krovas. Su pequeña copa de vino aromatizado con hierbas amargas estaba todavía medio llena. Su mirada recorría inquieta las salas casi vacías y observaba una y otra vez las cuatro ventanas pequeñas, en lo alto del muro, que filtraban la fría niebla. Miró con los ojos entrecerrados al gordo posadero que llevaba un delantal de cuero y roncaba lúgubremente en un taburete, al lado del corto tramo de escalones que conducía a la puerta. Escuchó a medias el murmullo inconexo y soñoliento de los dos soldados al otro lado de la estancia, los cuales aferraban unas jarras enormes y, con las cabezas juntas, en un gesto de confidencialidad beoda, intentaban contarse antiguas estratagemas y magníficos desfiles.

¿Por qué no venía Fafhrd? No era aquella la ocasión más oportuna para que el hombrón se retrasara y, sin embargo, desde la llegada del Ratonero a la «Anguila de Plata» las velas se habían reducido media pulgada. El Ratonero ya no hallaba placer en recordar las peligrosas etapas de su huida de la Casa de Ladrones: la rápida subida de la escalera, el salto de un tejado a otro, la breve lucha entre las chimeneas. ¡Por los Dioses de la Desventura! ¿Tendría que volver a aquella madriguera, llena ahora de cuchillos y ojos abiertos, para buscar a su compañero? Hizo chasquear los dedos, de modo que la joya entre ellos salió disparada hacia el techo ennegrecido y trazó una débil línea de un rojo reluciente antes de que su otra mano la atrapara en su descenso, como un lagarto se apodera de una mosca. Miró de nuevo con suspicacia al posadero sentado y con la boca abierta.

Por el rabillo del ojo vio al pequeño mensajero de acero que partía velozmente hacia él desde el rectángulo de una ventana oscurecido por la niebla. Se hizo a un lado instintivamente, pero no tenía necesidad. La daga se clavó en la mesa a un brazo de distancia de donde él estaba. Durante lo que pareció largo tiempo el Ratonero permaneció en pie, dispuesto a saltar de nuevo. El ligero sonido del impacto no había despertado al posadero ni llamado la atención de los soldados, uno de los cuales también roncaba. Entonces la mano izquierda del Ratonero se estiró y movió la daga de un lado a otro hasta arrancarla. Deslizó el pequeño rollo de pergamino del fuerte de la hoja, sin apartar la mirada de las ventanas, y leyó a retazos los caracteres de Lankhmar escritos con una caligrafía ruda. Decía así: «Si no traes el cráneo enjoyado a la que fue cámara de Krovas y ahora es de Slevyas, de aquí a la próxima medianoche, empezaremos a matar al nórdico».

A la noche siguiente la niebla volvió a entablarse en Lankhmar. Se oían ruidos apagados y las antorchas estaban rodeadas por halos de humo. Pero todavía no era tarde, aunque se aproximaba la medianoche y las calles estaban llenas de tenderos y artesanos que se apresuraban, bebedores que reían felices, animados por sus primeras copas, y marineros que dirigían miradas incitantes a las vendedoras.

En la calle contigua a aquella donde estaba la Casa de Ladrones —la cave de los Mercaderes de la Seda, se llamaba, la multitud se iba dispersando. Los comerciares cerraban sus tiendas. En ocasiones cambiaban ruidosos saludos con sus rivales comerciales y hacían astutas preguntas relativas al oficio. Varios de ellos miraban con curiosidad un estrecho edificio de piedra, eclipsado por la masa oscura de la Casa de Ladrones, y desde cuyas ventanas superiores en forma de rendija surgía una luz cálida. Allí, con criados y guardaespaldas alquilados, habitaba Ivlis, una hermosa moza del partido de cabellos rojizos, que a veces bailaba para el jefe supremo y que era tratada con respeto, no tanto por ese motivo como porque, según se decía, era la querida del señor del Gremio de Ladrones, a quien rendían tributo los mercaderes de la seda. Pero aquel mismo día se había propagado el rumor de que el señor de los ladrones había muerto y otro nuevo había ocupado su lugar. Los mercaderes de la seda especulaban sobre si Ivlis había caído ahora en desgracia y, llena de temor, se había encerrado en su casa.

Llegó cojeando una viejecita, tanteando con su curvo bastón las grietas entre los resbaladizos adoquines. Como se cubría con un manto negro y llevaba una caperuza también negra, lo cual hacía que se confundiera con la oscura niebla, uno de los mercaderes estuvo a punto de tropezar con ella en las sombras. La ayudó a rodear un charco viscoso y sonrió compadecido cuando ella se quejó con voz temblorosa sobre el estado de la calle y los múltiples peligros a los que estaba expuesta una anciana. Siguió murmurando para sí misma de un modo bastante senil: «Sigamos ahora, está un poco más lejos, sólo un poco. Pero ten cuidado. Los huesos viejos son muy frágiles».

Un rudo aprendiz de tintorero apareció en su camino y tropezó violentamente con ella. Ni siquiera miró atrás para ver dónde había caído, pero apenas había dado un par de pasos cuando recibió un puntapié que le hizo vibrar la espina dorsal. Se volvió de inmediato, pero sólo vio a la vieja encorvada que se alejaba tambaleándose, golpeando inciertamente el suelo con su bastón. El muchacho retrocedió varios pasos, la boca y los ojos muy abiertos, rascándose la cabeza, con asombro unido a un temor supersticioso. Aquella noche daría a su vieja madre la mitad de su jornal.

La vieja se detuvo ante la casa de Ivlis, miró las ventanas iluminadas varias veces, como si dudara y tuviera la vista mal, y luego subió trabajosamente hasta la puerta, a la que llamó con golpes débiles de su bastón. Al cabo de un rato llamó de nuevo y gritó con una voz impaciente y aguda:

—Dejadme entrar. Traigo noticias de los dioses para la moradora de esta casa. ¡Eh, los de adentro, dejadme pasar!

Finalmente se abrió un ventanuco y una voz bronca y profunda dijo:

—Sigue tu camino, vieja bruja. Nadie entra aquí esta noche.

Pero la vieja no hizo caso de estas palabras y repitió con testarudez:

—Dejadme entrar, os digo. Leo el futuro. En la calle hace frío y la niebla hiela mi vieja garganta. Dejadme entrar. Este mediodía llegó volando un murciélago y me contó portentosos acontecimientos destinados a la moradora de esta casa. Mis viejos ojos pueden ver las sombras de cosas que todavía no existen. Dejadme entrar, os digo.

La esbelta figura de una mujer se silueteó en la ventana, sobre la puerca. Al cabo de un instante se alejó.

El intercambio de palabras entre la anciana y el guardián continuó durante algún tiempo. Entonces una voz baja y ronca dijo desde lo alto de la escalera:

—Dejad entrar a esa mujer sabia. Está sola, ¿no es cierto? Entonces hablaré con ella.

La puerta se abrió, aunque no mucho, y la anciana vestida de negro entró en la casa. La puerta fue cerrada y atrancada de inmediato.

El Ratonero Gris miró a los tres guardaespaldas que estaban en el pasillo oscuro, tipos fornidos armados cada uno con dos espadas cortas. Desde luego, no pertenecían al Gremio de los Ladrones. Parecían sentirse incómodos. No se olvidó de respirar como un asmático, sujetándose el costado inclinado, y dio las gracias con una sonrisa boba, senil, al que le había abierto la puerta.

El guardián retrocedió sin ocultar una expresión de disgusto. El aspecto del Ratonero no era agradable. Tenía el rostro cubierto con una mezcla muy bien hecha de grasa y ceniza iris, a la que estaban adheridas unas horrendas verrugas de masilla, y oculto a medias por los delgados cabellos grises dispersos en el cuero cabelludo seco de una bruja auténtica —así se lo había asegurado Laavyan, el vendedor de pelucas— y que llevaba encasquetado sobre su cabellera. Lentamente el Ratonero empezó a subir la escalera, apoyándose en el bastón y deteniéndose con frecuencia como para recobrar el aliento. No le resultaba fácil caminar con lentitud de caracol cuando la medianoche estaba tan próxima, pero ya había fracasado tres veces en sus intentos de penetrar en aquella casa bien guardada, y sabía que la acción antinatural más leve podría traicionarle. Antes de que estuviera a mitad del camino, la voz ronca dio una orden y una criada de cabello oscuro, con una túnica de seda negra, bajó corriendo; sus pies descalzos apenas hacían ruido alguno en el suelo de piedra.

—Eres muy amable para una vieja elijo resollando el Ratonero, al tiempo que daba unas palmaditas a la mano suave que le cogía del codo.

Empezaron a subir un poco más rápido. El pensamiento del Ratonero estaba concentrado en el cráneo enjoyado. Casi podía ver la figura ovoide de color pardo claro oscilando en la oscuridad de la escalera. Aquel cráneo era la llave de la Casa de Ladrones y la seguridad de Fafhrd. Claro que no era probable que Slevyas liberase a Fafhrd, incluso si le llevaba el cráneo. Pero el Ratonero sabía que, cuando lo tuviera, estaría en condiciones de hacer un trato. Sin él, tendría que asaltar la madriguera de Slevyas, cuando todos los ladrones estaban advertidos Y dispuestos a darle caza. La noche anterior, la suerte y las circunstancias se habían puesto de su lado. No sucedería de nuevo. Mientras estos pensamientos cruzaban por la mente del Ratonero, gruñía y se quejaba vagamente de la altura que tenía la escalera y la rigidez de sus viejas articulaciones.

La sirvienta le hizo entrar en una habitación cuyo suelo estaba cubierto de gruesas alfombras y en la que colgaban tapices de seda. Del techo, y sujeta con cadenas de latón, pendía una gran lámpara de cobre en forma de cuenco, con complicados grabados y sin encender. Sobre unas mesitas ardían unas velas de color verde claro que proporcionaban una iluminación suave, y junto a ellas había tarros de perfume que emitían un aroma agradable, pequeños y panzudos recipientes de ungüentos y otros objetos similares.

En el centro de la estancia se hallaba la pelirroja que el Ratonero había visto con el cráneo en la cámara de Krovas. Vestía una túnica de seda blanca. Su cabello brillante, más rojo que el castaño rojizo, estaba recogido en un alto tocado, sujeto con alfileres que tenían cabezas de oro. Ahora el Ratonero tuvo tiempo para observar su rostro, y se fijó en la dureza de sus ojos verde amarillentos y la mandíbula tensa, que contrastaba con los labios suaves y gordezuelos y la piel blanca y cremosa. Reconoció la inquietud que sentía en las rígidas líneas de su cuerpo.

—¿Lees el futuro, bruja?

La pregunta era más bien una orden.

—Lo leo en la mano y el pelo —replicó el Ratonero, con una nota de misterio en su temblequeante falsete—. En la palma, el corazón y el ojo. —Avanzó tambaleándose hacia ella—. Sí, y las criaturas pequeñas me hablan y me cuentan sus secretos.

Dicho esto, súbitamente extrajo del interior de su manto un gatito negro y casi lo lanzó al rostro de la mujer. Ella retrocedió sorprendida y gritó, pero el Ratonero vio que esta acción había servido para que la pelirroja le considerase una bruja verdadera.

Mis despidió a la criada y el Ratonero se apresuró a aprovechar su ventaja antes de que se disipara el temor reverencia¡ de Mis. Le habló de los hados y el destino, de presagios y portentos, de dinero, amor y viajes por los mares. Jugó con las supersticiones que, según sabía, eran corrientes entre las bailarinas de Lankhmar. La impresionó hablándole de un hombre moreno con una barba negra, que había muerto recientemente o que estaba a las puertas de la muerte, sin mencionar el nombre de Krovas por temor a que un exceso de precisión despertara las sospechas de la mujer. Entretejió hechos, suposiciones e impresionantes generalidades en una red intrincada.

La mórbida fascinación de contemplar el futuro vedado se apoderó de ella y se inclinó hacia delante, respirando con rapidez, retorciéndose los esbeltos dedos y mordiéndose el labio inferior. Sus preguntas apresuradas se referían principalmente a un «hombretón cruel y de expresión fría», en el que el Ratonero reconoció a Slevyas, y a si debía o no abandonar Lankhmar.

El Ratonero habló sin descanso, deteniéndose sólo de vez en cuando para toser, gemir o cloquear, a fin de añadir realismo a sus palabras. A veces el Ratonero casi creía que era realmente una bruja y que las cosas que estaba diciendo eran verdades oscuras y atroces.

Pero Fafhrd y el cráneo ocupaban el primer plano de su pensamiento, y sabía que la medianoche estaba muy cercana. Se enteró de muchas cosas gracias a Mis: por ejemplo, que odiaba a Slevyas casi más de lo que le temía. Pero no conseguía la información que más le interesaba.

Entonces el Ratonero vio algo que le animó a redoblar sus esfuerzos. A espaldas de Mis, una abertura se abría en las colgaduras de seda y mostraba la pared, y reparó en que una de las grandes piedras parecía estar fuera de lugar. De súbito comprendió que la piedra era del mismo tamaño, forma y calidad que aquella que viera en la sala de Krovas. Pensó con optimismo que aquel debía de ser el otro extremo del pasadizo por el que Mis había huido. Decidió que aquel sería el medio para entrar en la Casa de Ladrones, tanto si llevaba el cráneo como si no.

Temiendo perder más tiempo, el Ratonero puso en acción su estratagema. Se detuvo bruscamente, pellizcó la cola del gatito para hacerle maullar y, sorbiendo el aire por la nariz varias veces, hizo una mueca atroz y dijo:

—¡Huesos! ¡Olisqueo los huesos de un muerto!

Mis contuvo el aliento y miró rápidamente la gran lámpara que colgaba del techo, la lámpara que no estaba iluminada. El Ratonero supuso lo que significaba aquella mirada.

Pero o bien su propia satisfacción le traicionó o bien Mis adivinó que era objeto de una treta para que se traicionara, pues dirigió una dura mirada al Ratonero. La inquietud supersticiosa desapareció de su rostro y la fiereza retornó a su rostro.

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