Espadas contra la muerte (4 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

—Fafhrd erijo a su compañero—, esos bandidos a los que hemos puesto pies en polvorosa... ¿Quiénes crees que eran?

El nórdico emitió un jocoso y despectivo gruñido.

—Rufianes corrientes y molientes. Atracadores de gordos mercaderes. Bravucones de dehesa. ¡Bandidos palurdos!

—Sin embargo, todos iban bien armados, y armados como... como si estuvieran al servicio de algún hombre rico. Y aquel que pasó cabalgando por nuestro lado... ¿No tendría prisa quizá por informar del fracaso a su amo?

—¿Cuál es tu idea?

El Ratonero tardó un momento en responder.

—Estaba pensando que ese señor de Rannarsh es un hombre rico y codicioso, que babea al pensar en joyas. Y me preguntaba si alguna vez habría leído esas líneas borrosas en tinta roja y sacaría copia de ellas, y si mi robo del original pudo haber aguzado su interés.

El nórdico meneó la cabeza.

—Lo dudo. Eres demasiado sutil. Pero si así fuera, y si trata de rivalizar con nosotros en la búsqueda de este tesoro, será mejor que piense dos veces cada paso que va a dar... y elija servidores capaces de luchar a lomo de caballo.

Avanzaban tan lentamente que los cascos de la yegua y el zaino apenas agitaban el polvo. Una emboscada bien preparada podría sorprenderles, pero no un hombre o caballo en movimiento. El estrecho camino serpenteaba de un modo que parecía carente de finalidad. Las hojas les rozaban el rostro, y en ocasiones tenían que apartar sus cuerpos para evitar las ramas que invadían la senda. El aroma maduro del bosque a fines del verano era más intenso ahora que estaban por debajo del borde del valle. Se mezclaban con él los olores de las bayas silvestres y los arbustos aromáticos. Las sombras se alargaban imperceptiblemente.

—Hay nueve de diez posibilidades —murmuró el Ratonero distraídamente— de que esa cámara del tesoro de Urgaan de Angarngi haya sido saqueada hace siglos, por hombres cuyos cuerpos son ya polvo.

—Es posible —convino Fafhrd—. Al contrario que los hombres, los rubíes y las esmeraldas no reposan tranquilamente en sus tumbas.

Esta posibilidad, que habían comentado varias veces hasta entonces, no les turbó ahora ni les hizo sentirse impacientes. Más bien impartió a su búsqueda la placentera melancolía de una última esperanza. Aspiraron el aire puro y dejaron que los caballos pacieran a sus anchas con las abundantes hojas. Un grajo lanzó un agudo grito desde la copa de un árbol, y en el interior del bosque un tordo emitía su canto semejante al maullido de un gato. Los agudos trinos de las aves se imponían al constante zumbido de los insectos. La noche estaba próxima Los rayos casi horizontales del sol doraban las copas de los árboles. Entonces los oídos de Fafhrd captaron el hueco mugido de una vaca.

Unas pocas curvas más les llevaron al claro que habían atisbado. De acuerdo con su suposición, resultó contener una casita de campo, una bonita casa de madera de aleros bajos, cuyas tablas mostraban los efectos del clima, situada en medio de un campo de cereal. A un lado había una parcela de habichuelas; al otro, un montón de madera que casi empequeñecía la casa. Delante de ésta se hallaba un viejo delgado y membrudo, de piel tan marrón como la túnica casera que vestía. Era evidente que acababa de oír a los caballos y se había vuelto para mirar.

—Hola, buen hombre —dijo el Ratonero—. Hace un buen día para estar afuera y tenéis una buena casa. El campesino consideró estas afirmaciones y luego las refrendó moviendo la cabeza.

—Somos dos viajeros fatigados —continuó el Ratonero.

De nuevo el campesino asintió gravemente.

—¿Nos daríais alojamiento por esta noche a cambio de dos monedas de plata?

El campesino se frotó el mentón y luego alzó tres dedos.

—Muy bien, tendréis las tres monedas de plata —dijo el Ratonero, bajando de su caballo.

Fafhrd le siguió al momento.

Sólo después de haberle dado al viejo una moneda para cerrar el trato, el Ratonero le preguntó de manera despreocupada:

—¿ No hay un lugar antiguo y desierto cerca de vuestra casa llamado la Casa de Angarngi?

El campesino asintió.

—¿Cómo es?

El hombre se encogió de hombros.

—¿No lo sabéis?

El campesino meneó la cabeza.

—Pero, ¿no habéis visto nunca ese lugar?

En la voz del Ratonero había una nota de perplejidad que no se molestó en ocultar.

La respuesta fue otro movimiento de cabeza.

—Pero sólo está a pocos minutos de donde vivís, buen hombre, ¿no es cierto?

El campesino asintió tranquilamente, como si nada de todo aquello fuera sorprendente en lo más mínimo.

Un joven musculoso, que había salido por detrás de la casa para hacerse cargo de sus caballos, les ofreció una sugerencia:

—Podéis ver la torre desde el otro lado de la casa. Yo os la indicaré.

Entonces el viejo demostró que no era mudo, diciendo con una voz seca, inexpresiva:

—Adelante, miradla cuanto queráis.

Y acto seguido entró en la casa. Fafhrd y el Ratonero tuvieron un vislumbre de un niño que se asomaba a la puerta, una anciana que removía una perola y alguien encorvado en una gran silla, ante un parco fuego.

La parte superior de la torre apenas era visible a través de una brecha entre los árboles. Los últimos rayos del sol la envolvían en una tonalidad roja oscura Parecía estar a cuatro o cinco tiros de arco. Y entonces, mientras la contemplaban, el sol se ocultó tras ella y se convirtió en un cuadrado de piedra negra sin rasgos característicos.

—Desde luego, es una construcción vieja —explicó el joven vagamente—. He andado a su alrededor. Mi padre nunca se ha molestado en mirarla.

—¿Has estado dentro?—inquirió el Ratonero.

El joven se rascó la cabeza.

—No. Sólo es un sitio antiguo. No sirve para nada.

—Habrá un crepúsculo bastante largo —dijo Fafhrd, sus grandes ojos verdes atraídos por la torre como si fuera un imán—. Lo bastante largo para que podamos verla más de cerca.

—Os mostraría el camino —dijo el joven—, pero tengo que ir a sacar agua del pozo.

—No importa—replicó Fafhrd—. ¿Cuándo cenáis?

—Cuando aparecen las primeras estrellas.

Dejaron sus caballos al campesino y se internaron caminando en el bosque. En seguida se hizo mucho más oscuro, como si el crepúsculo, en vez de empezar, casi estuviera terminando. La vegetación era más espesa de lo que habían previsto. Había plantas trepadoras y espinos que era necesario esquivar. En lo alto aparecían y desaparecían irregulares fragmentos de cielo pálido.

El Ratonero dejó que Fafhrd fuese delante. Tenía la mente ocupada en una especie de misteriosa ensoñación acerca de los campesinos. Estimulaba su fantasía pensar en cómo habrían pasado impasibles sus trabajosas vidas, generación tras generación, sólo a pocos pasos del que podría ser uno de los mayores tesoros del mundo. Parecía increíble. ¿Cómo podía alguien dormir tan cerca de las joyas y no soñar con ellas? Pero probablemente ellos nunca soñaban.

Así pues, el Ratonero Gris fue consciente de pocas cosas durante el recorrido por el bosque, salvo que Fafhrd parecía tardar un tiempo demasiado largo en llegar a su objetivo, lo cual era extraño, ya que el bárbaro era un hombre que se encontraba a sus anchas en los bosques.

Por fin una sombra más profunda y sólida emergió por encima de los árboles, y un momento después se encontraron en el margen de un pequeño claro, sembrado de piedras, la mayor parte del cual estaba ocupado por la voluminosa estructura que buscaban. De súbito, antes incluso de que su mirada abarcara los detalles del lugar, un centenar de insignificantes perturbaciones asaltaron la mente del Ratonero. ¿No estaban cometiendo un error al dejar sus caballos en poder de aquellos extraños campesinos? ¿No podría ser que aquellos bandidos les hubieran seguido hasta la casa de campo? ¿No era aquel el día del Sapo, un día desafortunado para entrar en casas deshabitadas? ¿No deberían haberse llevado una lanza corta, por si se encontraban con un leopardo? ¿Y no era un chotacabras el ave a la que había oído gritar a mano izquierda, lo cual era un mal augurio?

La casa del tesoro de Urgaan de Angarngi era una estructura peculiar. Su característica principal era una cúpula grande y baja, la cual descansaba sobre unas paredes que formaban un octógono. Delante, y fundiéndose con ella, había dos cúpulas menores. Entre ellas se abría una gran puerta cuadrada. La torre se alzaba asimétricamente desde la parte posterior de la cúpula principal. La mirada del Ratonero se apresuró a buscar, a la luz cada vez más crepuscular, la causa de la notable peculiaridad de la estructura, y decidió que radicaba en su simplicidad absoluta. No había columnas, cornisas sobresalientes, frisos ni adornos arquitectónicos de ninguna clase, embellecidos con cráneos o no. Con excepción del portal y algunas ventanas diminutas en lugares inesperados, la Casa de Angarngi era una masa compacta de piedras uniformes gris oscuro, muy bien ensambladas.

Pero ahora Fafhrd subía por el corto tramo de escalones en forma de gradas que conducían a la puerta abierta, y el Ratonero le siguió, aunque le hubiera gustado echar un vistazo más detenido a los alrededores. A cada paso que daba sentía crecer en su interior una extraña renuencia. Su estado de ánimo anterior, de placentera expectación, se desvaneció de un modo tan repentino como si hubiera pisado arenas movedizas. Le pareció que la negra puerta bostezaba como si fuera una boca desdentada. Y entonces le recorrió un ligero escalofrío, pues vio que la boca tenía un diente..., algo de un blanco espectral que sobresalía del suelo. Fafhrd tendía la mano hacia el objeto.

—Me pregunto de quién será este cráneo —dijo el nórdico con calma.

El Ratonero contempló el cráneo y los huesos y fragmentos óseos desparramados a su lado. La sensación de inquietud avanzaba rápidamente hacia su apogeo, y tenía la desagradable convicción de que, una vez llegara a un punto culminante, ocurriría algo. ¿Cuál era la respuesta a la pregunta de Fafhrd? ¿Qué clase de muerte había tenido el intruso anterior? El interior de la casa del tesoro estaba muy oscuro. ¿No mencionaba el manuscrito algo acerca de un guardián? Era difícil pensar en un guardián de carne y hueso que estuviera en su sitio durante trescientos años, pero había cosas que eran inmortales o casi inmortales. Se daba cuenta de que a Fafhrd no le afectaba en absoluto ninguna inquietud premonitoria y era capaz de iniciar la búsqueda inmediata del tesoro. Era preciso evitarlo a toda costa. Recordó que el nórdico odiaba a las serpientes.

—Esta piedra húmeda y fría... —observó en tono despreocupado—. Es el lugar idóneo para que aniden serpientes escamosas de sangre fría.

—Nada de eso —replicó Fafhrd, irritado—. Estoy seguro de que no hay una sola serpiente en el interior. La nota de Urgaan decía: «Ninguna criatura mortífera en madriguera rocosa», y para postres: «Ninguna serpiente de colmillos letales pero bella».

—No estoy pensando en serpientes guardianas que Urgaan pueda haber dejado aquí —explicó el Ratonero—, sino en reptiles que quizás hayan entrado por la noche. Del mismo modo que el cráneo que sostienes no es uno que haya dejado ahí Urgaan, «con ojos mortales de mirada feroz», sino simplemente el estuche cerebral de algún desgraciado viajero que murió aquí por casualidad.

—No sé—dijo Fafhrd, mirando sosegadamente el cráneo.

—Sus órbitas podrían tener un brillo fosforescente en la oscuridad absoluta.

Un instante después convino en que harían bien en posponer la búsqueda hasta que llegara la luz del día, puesto que ya habían localizado la casa del tesoro. Dejó cuidadosamente el cráneo donde lo había encontrado.

Al internarse de nuevo en el bosque, el Ratonero oyó una vocecita interior que le susurraba: «justo a tiempo. justo a tiempo». Entonces la sensación de inquietud desapareció con tanta rapidez como le había sobrevenido, y empezó a sentirse un poco ridículo. Esto le llevó a entonar una balada obscena de su invención, cuya letra ridiculizaba groseramente a los demonios y otros agentes sobrenaturales. Fafhrd le secundaba de buen humor en el estribillo.

Cuando llegaron a la casa de campo, la oscuridad no era tan profunda como habían esperado. Fueron a ver sus caballos, constataron que los habían atendido bien y entonces se pusieron a comer el sabroso yantar de alubias, potaje y hierbas aromáticas que les sirvió la esposa del campesino en cuencos de madera. En unas copas de roble minuciosamente talladas les sirvieron leche fresca para hacerlo bajar todo. La comida era satisfactoria y el interior de la casa pulcro y limpio, a pesar del suelo de tierra con sus huellas de pisadas y sus vigas can bajas que Fafhrd había de inclinarse para no tocarlas con la cabeza.

Seis miembros en total componían la familia. El padre, su esposa igualmente delgada y de piel curtida, el hijo mayor, un muchacho, una hija y un abuelo murmurador, cuya edad provecta le tenía confinado en una silla ante el fuego. Los dos últimos eran los más interesantes.

La muchacha, en plena adolescencia, era más bien desgarbada, pero había una gracia silvestre, de potranca, en su forma de mover las largas piernas y los delgados brazos de codos prominentes. Era muy tímida, y daba la impresión de que en cualquier momento podría echar a correr e internarse en el bosque.

A fin de divertirla y ganar su confianza, el Ratonero empezó a realizar pequeñas proezas de prestidigitación: sacaba monedas de cobre de las orejas del pasmado campesino y agujas de hueso de la nariz de su risueña esposa; convertía judías en bocones y éstos de nuevo en judías; se tragó un gran tenedor, hizo bailar a un diminuto muñeco de madera en la palma de su mano y causó profundo asombro al gato al extraer de su boca lo que parecía un ratón.

Los viejos observaban todo aquello entre boquiabiertos y sonrientes. El chiquillo se puso frenético de excitación. Su hermana lo miraba todo con interés concentrado y hasta sonrió cálidamente cuando el Ratonero le ofreció un pañuelo de bello lino verde que había hecho aparecer en el aire, aunque su persistente timidez le impedía hablar.

Entonces Fafhrd entonó canciones marineras que hicieron estremecerse el tejado y entonó canciones picantes que encantaron al abuelo, el cual gorjeaba de placer. Entretanto el Ratonero fue a buscar un pequeño pellejo de vino que guardaba en el zurrón de la silla de montar, lo ocultó bajo su manto y llenó las copas de madera de roble como por arte de magia. El vino afectó rápidamente a los campesinos, que no estaban acostumbrados a una bebida tan fuerte, y cuando Fafhrd terminó de contarles sus espeluznantes anécdotas sobre el gélido norte, todos estaban dormitando, excepto la muchacha y el abuelo.

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