—¡Serpientes de nuevo! Bien, una cosa es cierta: todo el mundo diría que es una pura locura seguir el consejo de una serpiente, y no digamos siete.
—Con todo, él..., considera como si hubiera dicho los demás pronombres, tenía bastante razón, Ratonero. A pesar del indeterminado continente occidental, hemos viajado por todo Nehwon, dando vueltas y más vueltas en el sentido de una tela de araña. ¿Qué nos queda salvo Lankhmar?
—¡Malditos sean tus pronombres! Juramos que no regresaríamos jamás. ¿Te has olvidado de eso, Fafhrd?
—No, pero me muero de aburrimiento. Muchas veces he jurado que no volvería a beber vino.
—¡En Lankhmar me moriría de asfixia! Sus humores diurnos, sus nieblas nocturnas, su suciedad.
—En este momento, Ratonero, poco me importa vivir o morir, y dónde, cuándo o cómo.
—¡Ahora adverbios y conjunciones! ¡Bah, lo que necesitas es un trago!
—Buscamos un olvido más profundo. Dicen que para darle el reposo a un alma en pena, hay que ir al lugar donde murió.
—¡Sí, y así te obsesionarás más!
—No podría obsesionarme más de lo que ya estoy.
—¡Dejar que una serpiente nos avergüence preguntándonos si tenemos miedo!
—¿Lo tenemos, quizá?
Y así continuó la discusión, con el previsible resultado final de que Fafhrd y el Ratonero galoparon más allá de Ilthmar hasta un trecho de costa rocosa que era un precipicio bajo curiosamente excoriado, y allí aguardaron un día y una noche a que, con anómalas convulsiones acuosas, emergiera el Reino Hundido de las aguas donde convergían el Mar del Este y el Mar Interior. Rápida y cautelosamente cruzaron la humeante extensión de pedernal, pues hacía un día cálido y soleado, y volvieron a cabalgar por la carretera del Origen, pero esta vez de regreso a Lankhmar.
Distantes tormentas gemelas rugían a cada lado, al norte, sobre el Mar Interior, y al sur, por encima del Gran Pantano Salado, a medida que se aproximaban a aquella ciudad monstruosa con sus torres, chapiteles y santuarios, y la gran muralla almenada emergía de su enorme y habitual capa de humo, algo silueteada por la luz del sol poniente, al que la niebla y el humo convertían en un disco de plata apagada.
Una vez el Ratonero y Fafhrd creyeron ver una masa redondeada, de suelo plano, sobre unas patas altas e invisibles que se movía entre los árboles, y oyeron débilmente una voz áspera que decía: «Oslo dije, os lo dije, os lo dije», pero tanto la embrujada cabaña de Sheelba, como su voz, si es que eran tales, permanecieron distantes como las tormentas.
De este modo Fafhrd y el Ratonero Gris revocaron sus juramentos a la ciudad que despreciaban, pero que, al mismo tiempo, añoraban. No encontraron allí el olvido, las almas en pena de Ivrian y Vlana no tuvieron reposo, y no obstante, quizá tan sólo por el paso del tiempo, los dos hombres se sintieron menos turbados por los fantasmas de sus amadas. Tampoco volvieron a encenderse sus odios, como el que sentían hacia el Gremio de los Ladrones, sino que más bien se extinguieron. Y, en cualquier caso, Lankhmar no les pareció peor que cualquier otro lugar de Nehwon y sí más interesante que la mayoría. Así pues, permanecieron allí un período de tiempo, haciendo nuevamente de la ciudad el cuartel general de sus aventuras.
Era el año del Gigante, mes del Erizo, día del Sapo. Un sol cálido de fines del verano descendía hacia el crepúsculo sobre la sombría y fértil tierra de Lankhmar. Los campesinos que trabajaban en los interminables campos de cereales se detenían un momento, alzaban sus rostros manchados de tierra y observaban que pronto llegaría el momento de comenzar tareas menores. Las reses que pastaban en las rastrojeras empezaron a moverse en la dirección general de sus establos. Sudorosos mercaderes y tenderos decidieron esperar un poco más antes de gozar de los placeres del baño. Ladrones y astrólogos se agitaban inquietos en sus sueños, percibiendo que las horas de la noche y el trabajo se aproximaban.
En el límite más meridional de la tierra de Lankhmar, a un día de viaje a uña de caballo, más allá del pueblo de Soreev, donde los campos de cereales ceden el paso a ondulantes bosques de arces y robles, dos caballeros trotaban pausadamente a lo largo de un estrecho y polvoriento camino. Ofrecían un agudo contraste. El más alto vestía una túnica de lino sin blanquear, sujeta ceñidamente a la cintura por medio de un cinturón muy ancho. Un pliegue del manto de lino, enrollado a su cabeza, la protegía del sol. Una larga espada con pomo dorado en forma de granada se mecía a su costado. Por detrás de su hombro derecho sobresalía una aliaba de flechas. Enfundado a medias en un saco que pendía de la silla de montar había un arco de madera de tejo destensado. Los grandes y magros músculos del jinete, su piel blanca, su cabello cobrizo y sus ojos verdes, y, por encima de todo, su expresión apacible pero indomable, todo ello apuntaba a su procedencia de una tierra más fría, áspera y bárbara que Lankhmar.
Si todo en el hombre más alto sugería el origen agreste, el aspecto general del hombre más bajo y su estatura era considerablemente inferior— era el de un habitante de la ciudad. Su rostro moreno era el de un bufón. Los ojos negros y brillantes, la nariz chata y las líneas alrededor de la boca que le daban un rictus irónico. Tenía manos de prestidigitador. Algo en su constitución delgada pero fuerte revelaba una competencia excepcional en las peleas callejeras y las reyertas de taberna Vestía de la cabeza a los pies con prendas de seda gris, suaves y curiosamente holgadas. Su delgada espada, protegida por una vaina de piel de ratón, se curvaba ligeramente hacia la punta De su cinto colgaba una honda y una bolsa con proyectiles.
A pesar de sus muchas diferencias, no había duda de que los dos hombres eran camaradas, que estaban unidos por un vínculo de sutil entendimiento mutuo, en cuyo entramado había melancolía, humor y muchas otra hebras. El más pequeño cabalgaba en una yegua gris pinta; el más alto, en un caballo castrado zaino.
Se estaban aproximando a un lugar donde el estrecho camino llegaba al extremo de una elevación, se curvaba ligeramente y descendía serpenteando al valle siguiente. Verdes muros de hojas se apretujaban a cada lado. El calor era considerable, pero no opresivo. Hacía pensar en sátiros y centauros dormitando en vallecitos ocultos.
Entonces la yegua gris, que iba algo adelantada, relinchó. El hombre más pequeño sujetó con más fuerza las riendas, y sus ojos negros dirigieron rápidas y vigilantes miradas, primero a un lado del camino y luego al otro. Se oía un débil sonido, como de madera raspando sobre madera.
Sin previo aviso, los dos hombres se agacharon, aferrándose al arnés lateral de sus monturas. Simultáneamente se oyó la musical vibración de unos arcos, como el preludio de algún concierto en el bosque, y varias flechas silbaron airadas y pasaron por los espacios que los jinetes ocupaban un momento antes. Las cabalgaduras tomaron la curva y galoparon como el viento, sus cascos levantando grandes polvaredas.
Brotaron a sus espaldas gritos excitados y respuestas, al tiempo que sus perseguidores iban tras ellos. Al parecer, eran siete u ocho los hombres que habían tendido la emboscada, truhanes achaparrados y fornidos que llevaban coca de malla y cascos de acero. Antes de que la yegua y el zaino estuvieran a tiro de piedra camino abajo, fueron rebasados por sus perseguidores, un caballo negro delante y un jinete de barba negra en segundo lugar.
Pero los perseguidos no perdieron el tiempo. El hombre más alto se irguió en los estribos y extrajo el arco de tejo. Con la mano izquierda lo dobló contra el estribo, y con la derecha colocó la lazada superior de la cuerda en su lugar. Luego su mano izquierda se deslizó por el arco hasta la empuñadura, mientras la izquierda se movía ágilmente para extraer una flecha de la aljaba. Todavía guiando a su montura con las rodillas, se irguió aún más y giró en su silla para disparar un dardo provisto de plumas de águila. Entre tanto, su camarada había colocado una pequeña bola de plomo en su honda, la cual hizo girar dos veces por encima de su cabeza, de modo que zumbó con estridencia, y soltó el proyectil.
Flecha y proyectil volaron y golpearon a la vez. La primera atravesó el hombro del jinete que iba en cabeza, y el otro alcanzó al segundo en su casco de acero y lo derribó de la silla Los perseguidores se detuvieron bruscamente, en una maraña de caballos que cabeceaban y se encabritaban. Los hombres que habían causado esta confusión se detuvieron en la siguiente curva del camino y se volvieron para mirar.
—Por el Erizo —lijo el más pequeño, sonriendo maliciosamente—. ¡Pero lo pensarán dos veces antes de volver a tender emboscadas!
—Zafios imbéciles —dijo el más alto—. ¿Ni siquiera han aprendido a disparar desde la silla de montar? Te lo digo, Ratonero Gris, sólo un bárbaro puede manejar a su caballo adecuadamente.
—Excepto yo y unos pocos más —replicó el que tenía el felino sobrenombre de Ratonero Gris—. Pero mira, Fafhrd, los bandidos se retiran llevándose a sus heridos, y uno galopa muy por delante. Vaya, le he abollado la mollera al de la barba negra. Cuelga de su penco como un saco de harina. Si hubiera sabido quiénes somos, no se habría lanzado tan alegremente a la persecución.
Había cierta verdad en esta jactancia. Los nombres del Ratonero Gris y del nórdico Fafhrd no eran desconocidos en las tierras alrededor de Lankhmar, ni tampoco en esta orgullosa ciudad. Su gusto por las extrañas aventuras, sus misteriosas idas y venidas y su curioso sentido del humor eran cosas que dejaban perplejos a casi todos los hombres por igual.
Bruscamente, Fafhrd destensó su arco y se volvió hacia delante en su silla.
—Este debe de ser el mismo valle que estamos buscando —dijo—. Mira, hay dos colinas, cada una con dos morones muy próximos, a los que hacen referencia los documentos. Echemos otro vistazo, para cerciorarnos.
El Ratonero Gris metió la mano en su amplia bolsa de cuero y extrajo una gruesa hoja de vitela, antigua y de un curioso color verduzco. Tres de sus bordes estaban raídos y desgastados; el cuarto mostraba un corte limpio y reciente. Esta hoja contenía los intrincados jeroglíficos de la escritura lankhamariana, trazados con tinta negra de calamar. Pero el Ratonero no dirigió su atención a estos jeroglíficos, sino a unas líneas difuminadas de diminuta escritura roja en el margen, las cuales leyó:
Que los reyes llenen hasta el techo sus cámaras de los tesoros, y que los mercaderes hagan reventar sus sótanos a causa de las monedas acaparadas en ellos, y que los necios les envidien. Yo tengo un tesoro que supera en valor a los suyos. Un diamante tan grande como el cráneo de un hombre. Doce rubíes, cada uno de ellos tan grande como el cráneo de un gato. Diecisiete esmeraldas, cada una tan grande como el cráneo de un topo. Y ciertas varitas de cristal y barras de oricalco. Que los grandes señores se pavoneen adornados con joyas y las reinas se carguen de gemas y los necios las adoren. Tengo un tesoro que durará más que los suyos. Le he construido una cámara para albergarlo en el lejano bosque meridional, donde las dos colinas tienen jorobas dobles, como camellos dormidos, a un día de viaje a caballo más allá del pueblo de Soreev.
Una gran casa del tesoro con una torre alta, apropiada pata morada de un rey, aunque ningún rey puede morar allí. Inmediatamente debajo de la piedra angular de la bóveda central se halla mi tesoro, eterno como las estrellas resplandecientes. Durará más que yo y que mi nombre, yo, Urgaan de Angarngi. Es mi asidero en el futuro. Que los necios lo busquen. No lo encontrarán. Pues aunque mi casa del tesoro esté vacía como el aire, sin ninguna criatura mortífera en madriguera rocosa, ni centinela apostado en el exterior, ni pozo, veneno, trampa o cepo, todo el lugar desnudo de arriba abajo, sin un pelo de demonio o ser infernal, sin ninguna serpiente de letales colmillos, pero bella, sin cráneo con ojos mortales de mirada feroz..., no obstante he dejado un guardián allí. Que los prudentes lean este enigma y desistan.
—Ese hombre tiene una notable inclinación por los cráneos —musitó el Ratonero—. Debe de haber sido sepulturero o nigromante.
—O quizás arquitecto —observó Fafhrd, pensativo—, en los tiempos antiguos, cuando las imágenes grabadas de cráneos de hombres y animales servían para adornar los templos.
—Tal vez —convino el Ratonero—. Desde luego, la escritura y la tinta son bastante viejos. Por lo menos se remontan al siglo de las Guerras con el Este... Cinco largas vidas humanas.
El Ratonero era un diestro falsificador, tanto de caligrafía como de objetos artísticos. Sabía de qué estaba hablando.
Satisfechos por hallarse cerca del objetivo de su búsqueda, los dos camaradas miraron a través de una brecha en el follaje, en dirección al valle. Éste tenía la forma de una vaina, hueco, largo y estrecho. Lo estaban contemplando desde uno de los extremos estrechos. Las dos colinas con sus montecillos peculiares formaban los largos lados. El conjunto del valle verdeaba con el frondoso follaje de arces y robles, con excepción de un pequeño claro hacia el centro. El Ratonero pensó que aquel debía de ser el terreno circundante de una casa de campo.
Más allá de la brecha pudo distinguir algo oscuro y más o menos cuadrado que se alzaba un poco por encima de las copas de los árboles. Llamó la atención de su compañero, pero no pudieron decidir si aquello era una torre como la mencionada en el documento, o sólo una sombra peculiar, o quizás incluso el tronco muerto y sin ramas de un roble gigantesco. Estaba demasiado lejos.
—Casi ha transcurrido suficiente tiempo—erijo Fafhrd tras una pausa— para que alguno de esos bandidos se haya deslizado sigilosamente por el bosque para atacarnos de nuevo. La noche está cerca.
Dieron instrucciones a sus caballos y siguieron adelante con lentitud. Procuraban no desviar la vista de aquel objeto que parecía una torre, pero como estaban descendiendo, muy pronto desapareció de su campo visual, bajo las copas de los árboles. Ya no tendrían ocasión de verlo hasta que estuvieran muy cerca.
El Ratonero experimentaba una excitación contenida Pronto descubrirían si estaban en la pista de un tesoro o no. Un diamante tan grande como un cráneo de hombre..., rubíes..., esmeraldas... Sentía un placer casi nostálgico en prolongar y saborear plenamente esta última y tranquila etapa de su indagación. La emboscada reciente había servido como un condimento necesario.
Pensó en cómo había desgarrado aquella página de vitela, que tan interesante parecía, del antiguo libro sobre arquitectura que reposaba en la biblioteca del rapaz y arrogante señor de Rannarsh; en cómo, medio en broma, había buscado e interrogado a varios buhoneros del sur; en cómo había encontrado uno que recientemente había pasado por un pueblo llamado Soreev; en cómo aquel hombre le había hablado de una estructura de piedra en el bosque, al sur de Soreev, a la que los campesinos denominaban Casa de Angarngi y consideraban que estaba vacía desde mucho tiempo atrás. El buhonero había visto una alta torre que se elevaba por encima de los árboles. El Ratonero recordó el rostro enjuto y astuto del hombre y rió entre dientes. Y aquel recuerdo le evocó el rostro cetrino del avariento señor de Rannarsh, y una nueva idea acudió a su mente.