Espadas contra la muerte (8 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Se concentraron en cada detalle del trabajo con intensidad innecesaria, sobre todo para evitar que asaltara su imaginación la imagen de un hombre muerto más de dos siglos antes. Un hombre con la frente alta, mejillas hundidas y la nariz de una calavera..., es decir, si el muerto tendido en el suelo era un verdadero miembro de la raza de Angarngi. Un hombre que de algún modo había conseguido un gran tesoro y luego lo había ocultado a todas las miradas, sin tratar de obtener ni gloria ni beneficio material de él, que decía menospreciar la envidia de los necios y que, sin embargo, escribió muchas notas provocativas en diminuta caligrafía roja a fin de informar a los necios de su tesoro y hacer que tuvieran envidia; que parecía tender las manos a través de los siglos polvorientos, como una araña que teje una tela para capturar una mosca en el otro extremo del mundo.

Y, no obstante, era un arquitecto hábil, según había dicho el santurrón. ¿Podría semejante arquitecto construir un autómata de piedra cuya altura doblara a la de un hombre alto? ¿Un autómata de piedra gris con una gran porra? ¿Podría disponer un lugar oculto del que emergería para matar y al que después retornaría? No, no, tales ideas eran infantiles, no había que perder tiempo considerándolas. Tenían que ceñirse al trabajo inmediato, descubrir primero lo que había tras la piedra con la inscripción y dejar las ideas para después.

La piedra empezaba a ceder más fácilmente a la presión del pico. Pronto podrían tener un buen punto de apoyo y apalancar hasta extraerla.

Entretanto una sensación nueva del todo crecía en el Ratonero, no de terror, en absoluto, sino de repulsión física. El aire que respiraba le parecía denso y repugnante. Descubrió que le disgustaba la textura y consistencia de la mezcla embreada extraída de las grietas, que de algún modo sólo podía comparar con sustancias puramente imaginarias, como el excremento de dragones o el vómito solidificado del Gigante. Evitaba tocarla con los dedos, y aparcó de un puntapié los pedazos y tiras que se habían acumulado alrededor de sus pies. La sensación de repugnancia se hacía difícil de soportar.

Intentó vencerla, pero no tuvo más éxito del que habría tenido luchando contra el mareo, al que en ciertos aspectos se parecía. Sentía un vértigo desagradable. La boca se le llenaba constantemente de saliva. El frío sudor de la náusea perlaba su frente. Se daba cuenta de que Fafhrd no estaba afectado, y no estuvo seguro de si debería mencionarle el asunto, pues parecía ridículamente fuera de lugar, sobre todo porque no le acompañaba ningún temor o alarma. Finalmente la misma piedra empezó a ejercer en él el mismo efecto que la mezcla alquitranosa, llenándole de una revulsión al parecer sin causa pero no por ello menos mórbida. Entonces ya no pudo aguantar más. Haciendo a Fafhrd un vago gesto de disculpa, dejó caer el escoplo y fue a la ventana baja para respirar aire fresco.

Esto no pareció arreglar mucho las cosas. Asomó la cabeza a la ventana y aspiró hondo. Sus procesos mentales estaban eclipsados por la obnubilante sensación de la náusea extrema, y todo le parecía muy lejano. En consecuencia, cuando vio que la muchacha campesina estaba en medio del claro, transcurrió algún tiempo antes de que empezara a considerar la importancia de aquel hecho. Cuando lo hizo, parte de su angustia desapareció, o, por lo menos, se vio capacitado para superarla lo suficiente y mirar a la muchacha con creciente interés.

Estaba pálida, tenía los puños cerrados y los brazos rígidos a los costados. Incluso desde lejos, el Ratonero podía percibir la mezcla de terror y decisión de su mirada fija en la gran entrada. Se obligaba a avanzar hacia aquella puerta, un trémulo paso tras otro, como si tuviera que hacer más y más acopio de valor. De repente, el Ratonero empezó a sentirse atemorizado, no por él, sino por la muchacha, cuyo terror era con toda evidencia muy intenso y, sin embargo, debía de estar haciendo lo que hacía —desafiar a su «extraño y temible gigante gris»—por su bien y el de Fafhrd. Pensó que debía impedir a toda cosa que se aproximara más. Era inicuo que estuviera sometida un solo instante más a un terror tan horriblemente intenso.

La abominable náusea confundía su mente, pero sabía lo que debía hacer. Se precipitó hacia la escalera con zancadas tambaleantes, haciendo a Fafhrd otro gesto vago. En el mismo momento en que salía de la sala, alzó casualmente los ojos y observó algo peculiar en el techo. Durante unos momentos no se dio plena cuenta de qué era.

Fafhrd apenas observó los movimientos del Ratonero y mucho menos sus gestos. El bloque de piedra cedía rápidamente a sus esfuerzos. Antes había experimentado ligeramente un atisbo de la náusea que aquejaba al Ratonero, pero tal vez debido a su mayor concentración mental, no le había molestado seriamente. Y ahora su atención se volcaba por entero en la piedra El apalancamiento persistente la había hecho salir un palmo de la pared. Cogiéndola firmemente con sus manos poderosas, tiró de uno y otro lado, adelante y atrás. La sustancia oscura y viscosa se aferraba a ella tenazmente, pero a cada tirón lateral la piedra salía un poco más.

El Ratonero bajó velozmente la escalera, luchando contra el vértigo. De un puntapié envió los huesos que yacían en los escalones contra las paredes. ¿Qué era lo que había visto en el techo? De algún modo parecía significar algo. Pero tenía que hacer salir a la muchacha del claro. No debía acercarse ni un paso más a la casa. No debía entrar.

Fafhrd empezó a sentir el peso de la piedra, y supo que casi estaba fuera— Era pesadísima..., tenía casi un pie de grosor. Dos cuidadosos tirones concluyeron la tarea. La piedra osciló. Fafhrd se echó atrás en seguida y la piedra cayó pesadamente al suelo. Un brillo de arco iris emergió de la cavidad que había quedado al descubierto. Fafhrd introdujo ansioso la cabeza.

El Ratonero se tambaleaba hacia la entrada. Lo que había visto en el techo era una mancha sangrienta. Y precisamente sobre el cadáver del santurrón. Pero ¿qué podría ser? Le habían aplastado contra el suelo, ¿no? ¿Era sangre que había salpicado durante su aporreamiento letal? Pero entonces, ¿por qué se había extendido como una mancha? No importaba. La muchacha, debía llegar hasta la muchacha. Era preciso. Allí estaba ella, casi en el umbral. Podía verla Sintió que el suelo de piedra vibraba ligeramente bajo sus pies. Pero se debía al vértigo, ¿o no?

Fafhrd también percibió la vibración, pero cualquier idea que pudiera haber tenido al respecto se perdió en su asombro ante lo que vio. La cavidad estaba llena hasta un nivel ligeramente por debajo de la superficie del boquete, con un líquido metálico pesado que parecía mercurio, pero que era negro como la noche. Descansando en este liquido había el grupo de gemas más increíble que Fafhrd pudo soñar jamás.

En el centro había un diamante titánico, tallado con unas miríadas de facetas que formaban extraños ángulos. A su alrededor había dos círculos irregulares, el interior formado por doce rubíes, cada uno un decaedro, y el exterior constituido por diecisiete esmeraldas, cada una de las cuales era un octaedro irregular. Tendidas entre estas gemas, tocando a algunas de ellas, a veces conectando unas con otras, había unas delgadas barras de aspecto frágil; eran de cristal, ámbar, turmalina verdosa y oricalco de color miel clara. Todos estos objetos no parecían flotar en el liquido metálico, sino descansar sobre él, sus pesos presionando la superficie en someras depresiones, algunas en forma de taza y otras como abrevaderos. Las varillas brillaban débilmente, mientras que cada una de las gemas relucían con una luz que la mente de Fafhrd concibió extrañamente como luz de estrellas refractada.

Su mirada pasó al mercurial fluido pesado, en los lugares donde sobresalía entre las gemas, y vio los reflejos distorsionados de estrellas y constelaciones a las que reconoció, estrellas y constelaciones que ahora serían visibles en el cielo si no fuera porque la brillantez del sol las ocultaba. Le invadió una sensación de asombro reverencial. Su mirada se posó de nuevo en las gemas. Había algo en su compleja disposición que era tremendamente significativo, algo que parecía hablar de verdades abrumadoras en un simbolismo de otro mundo. Más aun, había una precisa impresión de movimiento interno, de pensamiento lento, de conciencia inorgánica. Era como lo que ven los ojos cuando se cierran por la noche, no una negrura profunda, sino un entramado variable, fluido de muchos puntos de luz multicolores. Sintiendo que estaba penetrando profanamente en el núcleo de una mente pensante, Fafhrd tendió la mano derecha hacia el diamante grande como el cráneo de un hombre.

El Ratonero cruzó el portal con pasos vacilantes. Ahora no podía haber error. Las piedras bien ensambladas estaban temblando. Aquella mancha sangrienta.., como si el techo se hubiera abatido sobre el santurrón, aplastándole contra el suelo, o como si éste hubiera ascendido de pronto. Pero allí estaba la niña, cuya mirada llena de terror estaba fija en él, la boca abierta para emitir un grito que no exhaló. Tenía que llevársela de allí, hacerla salir del claro.

Pero ¿por qué sentía ahora que una temible amenaza se dirigía también contra él? ¿Por qué sentía que algo se cernía sobre él, amenazante? Mientras bajaba los anchos escalones, miró por encima del hombro. La torre. ¡La torre! Estaba cayendo. Caía hacia él. Se doblaba hacia él por encima de la cúpula. Pero no había fracturas en su longitud. No se estaba rompiendo. No caía. Se estaba doblando.

Fafhrd retiró la mano, aferrando la gran joya de extrañas facetas, tan pesada que le resultó difícil sostenerla. De inmediato se perturbó la superficie del fluido metálico que reflejaba la luz de las estrellas. Se movía y agitaba. Sin duda la casa También se estaba agitando. Las demás joyas empezaron a ir de un lado a otro, erráticamente, como insectos acuáticos sobre la superficie de un charco. Las diversas barras cristalinas y metálicas empezaron a girar, sus puntas atraían ahora una joya y luego otra, como si las gemas fuesen imanes y las barras agujas de hierro. Toda la superficie del fluido estaba arremolinada, en una convulsa confusión sugeridora de una mente que se ha vuelto loca por la pérdida de su parte principal.

Durante un instante angustioso, el Ratonero contempló, paralizado por el pasmo, la parte superior de la torre, como una maza pesada que se arrojaba contra él. Entonces se agachó v saltó hacia la muchacha, la cogió y, rápidamente, rodó una y otra vez con ella. La cima de la torre golpeó a la distancia de una hoja de espada de donde estaban, con una fuerza que les levantó un instante del suelo. Luego se alzó de la depresión en forma de pozo que había formado.

Fafhrd aparcó la mirada de la belleza increíble, ultramundana, de aquella confusa cavidad de las joyas. Le ardía la mano derecha. El diamante estaba caliente. No, estaba frío, más allá de lo imaginable. ¡Por Kos, la sala estaba cambiando de forma! El techo descendía en un punto determinado. Echó a correr hacia la puerta, pero se detuvo en seco. La puerta se estaba cerrando como una boca pétrea Se volvió y caminó algunos pasos sobre el suelo tembloroso hacia la ventana pequeña y baja. Esta se cerró bruscamente, como un esfínter. Trató de librarse del diamante, pero se le aferraba dolorosamente a la palma. Agitó con violencia la muñeca y se desprendió de la gema, la cual golpeó contra el suelo y empezó a rebotar, brillando como una estrella.

El Ratonero y la muchacha campesina rodaron hacia el borde del claro. La torre hizo otras dos tentativas de propinarles sus golpes tremendos, pero ambas fallaron por varias varas de distancia, como los golpes de un loco ciego. Ahora estaban fuera de su alcance. El Ratonero estaba tendido de costado, contemplando una casa de piedra que se encorvaba y levantaba como una bestia, y una torre que se doblaba para abrir en el suelo pozos profundos como tumbas. Golpeó contra unas rocas y la cima se quebró, pero el extremo mellado continuó golpeando las piedras con ira desenfrenada, convirtiéndolas en fragmentos. El Ratonero sintió el deseo impulsivo de desenvainar su daga y atravesarse el corazón. Un hombre tenía que morir cuando veía una cosa como aquella.

Fafhrd se aferraba a la cordura porque a cada momento estaba amenazado desde una nueva dirección y porque podía decirse a sí mismo: «Lo sé, lo sé. La casa es una bestia y las joyas son su mente. Ahora esa mente se ha vuelto loca. Lo sé, lo sé». Paredes, techo y suelo se estremecían y combaban, pero sus movimientos no parecían dirigirse en especial contra él. De vez en cuando, un estruendo casi le ensordecía Se tambaleaba sobre las hinchazones rocosas, esquivando los avances de la piedra que eran medio bultos y medio golpes, pero que carecían de la velocidad y precisión del primer golpe de la torre contra el Ratonero. El cadáver del santurrón se agitaba ahora con una grotesca reanimación mecánica.

Sólo el gran diamante parecía consciente de Fafhrd. Exhibiendo una inteligencia inquieta, siguió rebotando en dirección a Fafhrd, malignamente, a veces saltando hasta la altura de su cabeza. Sin pensarlo, el joven se dirigió a la puerta, que era su única esperanza y se abría y cerraba con una regularidad convulsa. Aguardó atento la ocasión y se lanzó hacia ella en el momento justo en que se abría. El diamante le siguió, golpeándole las piernas. Un movimiento arrojó el cadáver de Rannarsh en su camino. Él saltó por encima y avanzó tambaleándose, bajando la escalera que parecía agitada por un terremoto, sobre la que danzaban los huesos de los esqueletos. Sin duda la bestia debía morir, la casa se derrumbaría y le aplastaría. El diamante saltó hacia su cráneo, falló, silbó a través del aire y golpeó una pared. Entonces estalló en una gran nube de polvo iridiscente.

De inmediato aumentó el ritmo al que se movía la casa. Fafhrd echó a correr a través del suelo en movimiento, escapó por los pelos al fatal abrazo de la gran puerta, se lanzó por el claro —pasando a una docena de pies del lugar donde la torre convertía las rocas en graves, y saltó por encima de dos hoyos abiertos en el terreno. Tenía el rostro rígido y pálido, la mirada vacía. Tropezó como un toro enceguecido contra dos o tres árboles, y sólo se detuvo porque chocó frontalmente con uno de ellos.

La casa había cesado la mayor parte de sus azarosos movimientos, y su conjunto se agitaba como una enorme masa de ;alea oscura. De repente, su fachada delantera se alzó como un gigante agónico. Las dos cúpulas más pequeñas se levantaron pesadamente a una docena de pies del terreno, como si fueran las patas. La torre se convulsionó y quedó rígida. La cúpula principal se contrajo fuertemente, como su inmenso pulmón. Por un momento permaneció así, en equilibrio. Luego se desmoronó en un montón de gigantescos fragmentos de piedra La tierra se estremeció y el estruendo resonó en el bosque. El aire embravecido azotó ramas y hojas. Luego todo quedó en silencio. Sólo de las fracturas en la piedra rezumaba lentamente un líquido negro, como brea, y aquí y allá unas nubecillas iridiscentes sugerían polvo de gemas.

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