La intención de Fafhrd era cambiar rápidamente de posición y atacar con violencia al más próximo antes de que el otro se pusiera a su lado. Se las ingeniaba así para mantenerlos juntos, donde podía controlar sus aceros mediante rápidas fintas y tajos transversales. El sudor perlaba su rostro y la sangre goteaba de un rasguño que se había hecho en el muslo izquierdo. Una temible sonrisa mostraba sus dientes blancos, que en ocasiones se separaban para dejar escapar un insulto soez y primitivo.
El Ratonero comprendió la situación de una ojeada, descendió con rapidez a una rama inferior y tomó posición, apuntando una daga a la espalda de uno de los adversarios de Fafhrd. Sin embargo, estaba demasiado cerca del tronco grueso, y alrededor de ese tronco se deslizó una mano callosa provista de una espada corta. El tercer sicario también había creído más prudente subirse a los árboles. Por fortuna para el Ratonero, el hombre carecía de un apoyo firme, por lo que su estocada, aunque bien dirigida, pasó un poco baja El hombrecillo vestido de gris sólo pudo esquivarla saltando.
Entonces sorprendió a su contrario haciendo una modesta pirueta acrobática. No cayó al suelo, pues sabía que entonces estarían a merced del hombre encaramado al árbol, sino que se aferró a la rama en la que había estado subido, se columpió airosamente, subió de nuevo y trató de asir al otro. Afirmándose ahora con una mano, luego con la otra, se buscaron las gargantas respectivas, golpeándose con rodillas y codos a la menor ocasión. A la primera embestida cayeron daga y espada, y esta última se clavó en el suelo entre los dos sicarios que acosaban a Fafhrd, de modo que éste casi ensartó a uno.
El Ratonero y su hombre avanzaron oscilantes por la rama, alejándose del tronco, infligiéndose escaso daño, puesto que era difícil mantener el equilibrio. Finalmente resbalaron al mismo tiempo, pero se agarraron de la rama. El jadeante esbirro dirigió a su contrario un violento puntapié. El Ratonero lo esquivó retirando el cuerpo hacia arriba y doblando las piernas, las cuales lanzó entonces con violencia, alcanzando al esbirro en pleno pecho, justo donde terminan las costillas. El desgraciado paniaguado de Rannarsh cayó al suelo, donde se quedó sin aliento por segunda vez.
Al mismo tiempo uno de los contrincantes de Fafhrd probó una estratagema que podría haberle salido bien. Cuando su compañero acosaba al nórdico más de cerca, arrancó la espada corta clavada en el suelo, con la intención de arrojarla con disimulo como si fuera una jabalina. Pero Fafhrd, cuya resistencia superior le proporcionaba rápidamente ventaja en celeridad, previó el movimiento y, simultáneamente, efectuó un brillante contraataque contra el otro hombre. Hubo dos estocadas, ambas rápidas como el relámpago, la primera un tajo en el vientre; la segunda atravesó la garganta hasta la espina dorsal. Entonces giró sobre sus talones y, con un rápido golpe, derribó ambas armas de las manos del primer hombre, el cual alzó la vista asombrado y se dejó caer al suelo, sentado, jadeante, exhausto, aunque con el aliento suficiente para suplicar: «¡Piedad!».
Para coronar la situación, el Ratonero saltó del árbol y apareció como caído del cielo. Con gesto automático, Fafhrd empezó a levantar la espada, para una acometida de revés. Entonces se quedó mirando al Ratonero, durante tanto tiempo como el hombre sentado en el suelo tardó en proferir tres gritos tremendos, y se echó a reír, primero con disimulo y luego a carcajadas resonantes. Era una risa en la que se mezclaban la locura engendrada por el combate, la ira completamente aplacada y el alivio por haber escapado de la muerte.
—¡Uh, por Giaggerk y por Kos! —rugió—. ¡Por el Gigante! ¡Por el Yermo Frío y las entrañas del Dios Rojo! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! —De su garganta brotaron de nuevo los gritos demenciales—. ¡Oh, por la Ballena Asesina y la Mujer Fría y su descendencia!
La risa se extinguió poco a poco en su garganta. Se frotó la frente con la palma y su rostro adquirió una expresión seria. Entonces se arrodilló junto al hombre que acababa de matar, le enderezó los miembros, le cerró los ojos y empezó a llorar del modo mesurado que habría parecido ridículo e hipócrita a cualquiera excepto a un bárbaro.
Entretanto las reacciones del Ratonero no eran ni mucho menos tan primitivas. Sentía preocupación, ironía y cierta repugnancia. Comprendía las reacciones de Fafhrd, pero sabía que aún tardaría algún tiempo en sentir plenamente las suyas, y por entonces estarían amortiguadas y en cierto modo reprimidas. Miró inquieto a su alrededor, temeroso de un ataque que pondría fin a aquella emoción y sorprendería desprevenido a su compañero. Hizo la cuenta de sus oponentes. Sí, le salían los seis sicarios. Pero Rannarsh, ¿dónde estaba Rannarsh? Hurgó en su bolsa para cerciorarse de que no había perdido sus talismanes y amuletos de buena suerte. Sus labios se movieron rápidamente mientras musitaba dos o tres plegarias y votos. Pero durante todo el tiempo tuvo la honda a punto, y sus ojos no cesaron de mirar de un lado a otro.
Oyó una serie de doloridos quejidos procedentes de un espeso grupo de arbustos: el hombre que había caído del árbol empezaba a recobrar el sentido. El sicario al que Fafhrd había desarmado, el rostro ceniciento más de fatiga que de miedo, retrocedía lentamente hacia el bosque. El Ratonero le miró despreocupado, observando la manera cómica en que su casco de acero se había deslizado sobre la frente y descansaba en el puente de la nariz. Entretanto los gemidos del hombre entre los arbustos adoptaban una cualidad menos quejumbrosa. Casi al mismo tiempo, los dos se levantaron y fueron tambaleándose hacia el bosque.
El Ratonero escuchó su torpe retirada. Estaba seguro de que no había nada más que temer de ellos. No volverían. Y entonces una leve sonrisa se dibujó en su rostro, pues oyó los sonidos de una tercera persona que se les unía en su huida. Pensó que debía de ser Rannarsh, un hombre que en el fondo era un cobarde e incapaz de arreglárselas por sí solo. No se le ocurrió pensar que la tercera persona podría ser el hombre al que había dejado fuera de combate con el mango de la honda.
Más que nada con la intención de hacer algo, les siguió lentamente a lo largo de un par de tiros de flecha por el interior del bosque. Era imposible perder sus huellas, señaladas por los arbustos pisoteados y los jirones de tela prendidos de los espinos. Iban en línea recta fuera del claro. Satisfecho, regresó y se desvió de su camino para recoger el mazo, el pico y la palanca.
Encontró a Fafhrd atándose un vendaje en el muslo rasguñado. Las emociones del nórdico habían llegado a su cénit y volvía a ser dueño de sí mismo. El hombre muerto por cuyo sino tanta congoja haber mostrado, ahora no significaba para él más que carroña en la que se cebarían escarabajos y pájaros, mientras que para el Ratonero seguía siendo un objeto algo temible y repugnante.
—¿Vamos a proceder ahora con nuestro asunto interrumpido? —preguntó el Ratonero.
Fafhrd asintió flemáticamente y se puso en pie. Juntos entraron en el claro rocoso. Les sorprendió comprobar el poco tiempo que había durado la pelea. Cierto que el sol estaba un poco más alto, pero la atmósfera era todavía la de la mañana temprana. El rocío aún no se había secado. La casa del tesoro de Urgaan de Angarngi se alzaba maciza, sin rasgos distintivos, grotescamente impresionante.
—La muchacha campesina predijo la verdad sin saberlo —dijo el Ratonero con una sonrisa—. Hemos jugado al juego de «rodea el claro y no cruces el círculo mágico», ¿verdad?
Aquel día no le atemorizaba la casa del tesoro. Recordó sus perturbaciones de la noche anterior, pero era incapaz de comprenderlas. La misma idea de un guardián parecía algo ridícula. Había otras cien maneras de explicar la presencia del esqueleto a la entrada.
Así pues, esta vez fue el Ratonero quien entró en la casa del tesoro delante de Fafhrd. El interior era decepcionante, carecía de todo mobiliario y estaba tan vacío y sin adornos como los muros externos. No era más que una sala grande y de techo bajo. A cada lado, unas aberturas cuadradas daban acceso a las cúpulas más pequeñas, mientras que al fondo se veía vagamente un largo corredor y el inicio de una escalera que conducía a la parte superior de la cúpula principal.
Con una sola mirada despreocupada al cráneo y el esqueleto fragmentado, el Ratonero avanzó hacia la escalera.
—Nuestro documento —le dijo a Fafhrd, que ahora estaba a su lado—, se refiere a la piedra angular de la cúpula principal, bajo la cual descansa el tesoro. En consecuencia, debemos buscar en la sala o en las habitaciones de arriba.
—Cierto—respondió el nórdico, mirando a su alrededor—. Pero me pregunto, Ratonero, qué finalidad tenía esta estructura. Un hombre que construye una casa con el único propósito de esconder un tesoro, le está gritando al mundo que tiene un tesoro. ¿Crees que podría haber sido un templo?
El Ratonero retrocedió de súbito, al tiempo que emitía una exclamación sibilante. Tendido en medio de la escalera había otro esqueleto, cuyos huesos principales estaban encajados como lo estarían en vida Toda la parte superior del cráneo estaba aplastada, convertida en astillas óseas más pálidas que las de un recipiente de loza.
—Nuestros anfitriones son demasiado viejos y están indecentemente desnudos —dijo entre dientes el Ratonero, molesto consigo mismo por haberse sobresaltado.
Entonces subió con rapidez los escalones para examinar el macabro hallazgo. Su aguda mirada se fijó en varios objetos entre los huesos. Una daga herrumbrosa, un anillo de oro bruñido que rodeaba un nudillo, un puñado de botones de cuerno y un cilindro delgado de cobre recubierto de verdín. Esto último despertó su curiosidad. Lo recogió, dislocando los huesos de la mano al hacerlo, por lo que se desprendieron y produjeron un ruido seco. Abrió la tapa del cilindro con la punta de su daga y extrajo una hoja de pergamino antiguo muy enrollada, la cual desenrolló cautelosamente. Los dos hombres descifraron las líneas de caligrafía diminuta en tinta roja, a la luz de un ventanuco sobre el descansillo.
El mío es un tesoro secreto. Tengo oricalco, cristal y ámbar rojo como la sangre. Rubíes y esmeraldas por cuya posesión guerrearían los demonios, y un diamante tan grande como el cráneo de un hombre. Sin embargo, nadie lo ha visto excepto yo. Yo, Urgaan de Angarngi, desprecio la adulación y la envidia de los necios. He construido una casa del tesoro solitaria, adecuada para mis joyas. Allí, ocultas bajo la piedra angular, pueden soñar sin que nadie los perturbe hasta que la tierra y el cielo se consuman. A un día de viaje a lomo de caballo, pasado el pueblo de Soreev, en el valle de las dos colinas con jorobas dobles, se alza la casa, con tres cúpulas y una sol torre. Está vacía. Cualquier necio puede entrar. Que lo haga. No me importa.
—Los detalles varían algo —murmuró el Ratonero— pero las frases tienen el mismo tono que las de nuestro documento.
—Ese hombre debía de estar loco —afirmó Fafhrd, con el ceño fruncido—. De lo contrario, ¿por qué habría ocupado cuidadosamente un tesoro y luego, con idéntico cuidado, dejaría instrucciones para encontrarlo?
—Creíamos que nuestro documento era un comunicado 0 una nota dejada con descuido —dijo pensativo el Ratonero. Esa idea difícilmente puede explicar la existencia de dos documentos.
Absorto en la especulación, se volvió hacia el tramo restante de la escalera... y descubrió otro cráneo que le sonreía desde un rincón sombrío. Esta vez no se sobresaltó, pero tuvo la misma sensación que debe de experimentar una mosca cuando, prendida en una telaraña, ve los cadáveres colgantes y consumidos de una docena de congéneres. Empezó a hablar con rapidez.
Tampoco esa idea puede explicar tres, cuatro o quizás una docena de tales documentos. Pues, ¿cómo llegaron hasta aquí estos otros buscadores, a menos que cada uno encontrara un mensaje escrito? Puede que Urgaan de Angarngi estuviera loco, pero quería expresamente atraer aquí a la gente. Una cosa es cierta: esta casa oculta, u ocultaba, alguna trampa mortal, algún guardián. Tal vez una bestia gigantesca, o tal vez las mismas piedras destilen un veneno. Puede que unos muelles ocultos suelten hojas de espadas que salen a través de grietas en las paredes y luego retornan a su escondrijo.
—Eso es imposible —replicó Fafhrd—. A estos hombres los mataron unos golpes tremendos dados con objetos pesados. Las costillas y la columna vertebral del primero estaban astilladas. El segundo tenía el cráneo abierto. Y ese tercero de ahí.,. ¡Mira! Los huesos de la parte inferior del cuerpo están aplastados.
El Ratonero empezó a responder, pero entonces apareció en su rostro una sonrisa inesperada. Podía ver la conclusión a la que llevaban inconscientemente los argumentos de Fafhrd, y sabía que era una conclusión ridícula. ¿Qué objeto mataría con aquellos golpes tremendos? ¿Qué cosa sino el gigante gris del que les había hablado la muchacha campesina? El gigante gris, que tenía el doble de altura que un hombre, con su gran porra de piedra, un gigante apto sólo para cuentos de hadas y fantasías.
Y Fafhrd le devolvió la sonrisa al Ratonero. Le parecía que estaban haciendo demasiadas alharacas por nada. Desde luego, aquellos esqueletos eran bastante sugerentes, pero ¿no pertenecían a hombres que habían muerto muchos, muchos años atrás, siglos incluso? ¿Qué guardián podía durar tres siglos? ¡Pardiez, aquel era un tiempo lo bastante largo para agotar la paciencia de un demonio! Y, de todos modos, los demonios no existían. Era inútil seguir dando vueltas a antiguos temores y horrores que estaban tan muertos como el polvo. Fafhrd se dijo que todo el asunto se reducía a algo muy sencillo. Habían entrado en una casa deshabitada para ver si contenía un tesoro.
Ambos amigos se pusieron de acuerdo en este punto y subieron el restante tramo de escalera que conducía a las regiones más oscuras de la Casa de Angarngi. A pesar de su confianza, avanzaron cautamente sin perder de vista las sombras que les aguardaban más adelante. Fue una medida prudente.
Cuando llegaban a lo alto, un brillo de acero surgió de la oscuridad y rozó un hombro del Ratonero al tiempo que éste se echaba a un lado. Se oyó el estrépito metálico del arma al chocar con el suelo de piedra. Presa de un súbito espasmo de ira y temor, el Ratonero se agachó y cruzó rápidamente la puerta de donde había salido el arma, derecho hacia el peligro, fuera el que fuese.
—Lanzando dagas en la oscuridad, ¿eh, gusano de vientre viscoso?
Fafhrd oyó estas palabras de su compañero y también él se precipitó a través de la puerta.