Espadas contra la muerte (2 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

Una araña salina, del tamaño de un plato grande, pasó cerca de su oreja, en alas del viento, agitando sus patas gruesas y blancas, de palidez cadavérica, y giró más allá de la choza, pero el Ratonero no se sobresaltó lo más mínimo y no hubo interrupción alguna en sus palabras.

—Sabe, ser de negrura —continuó—, espectro de la oscuridad, que matamos al repugnante mago que asesinó a nuestras amadas, así como a sus dos parientes roedores, y apaleamos y aterrorizamos a sus patronos en la Casa de los ladrones. Pero la venganza está vacía, no puede devolver a los muertos, no puede mitigar ni un átomo del dolor y la culpa que sentiremos eternamente por nuestros amores.

—No puede, en efecto —le secundó sonoramente Fafhrd—, pues estábamos borrachos cuando nuestras amadas murieron, y por eso no tenemos perdón. Hurtamos un pequeño tesoro en piedras preciosas a los ladrones del Gremio, pero perdimos las dos joyas que no tenían precio ni posible comparación. ¡Y nunca jamás regresaremos a Lankhmar!

Más allá de la choza brilló un relámpago y restalló el trueno. La tormenta avanzaba tierra adentro, al sur de la carretera.

La capucha que contenía oscuridad se echó hacia atrás un poco y lentamente se movió de un lado a otro, una, dos, tres veces. La áspera voz entonó, más débilmente, porque Fafhrd y el Ratonero estaban aún ensordecidos por aquel trueno tremendo:

Nunca y eternamente no son para los hombres,

Regresaréis una y otra vez.

Entonces la choza se movió también tierra adentro, con sus cinco patas largas y delgadas. Se dio la vuelta, de modo que la fachada quedó oculta a los dos jóvenes, y aumentó su velocidad. Las patas se movían ágilmente, como las de una cucaracha, y pronto se perdió entre la maraña de espinos y árboles.

Así concluyó el primer encuentro del Ratonero y su camarada Fafhrd con Sheelba del Rostro Sin Ojos.

Más tarde, aquel mismo día, los dos espadachines detuvieron a un mercader que no iba bastante protegido y se dirigía a Lankhmar, despojándole de los dos mejores de sus cuatro caballos de tiro (pues robar era algo muy natural para ellos), y en estas pesadas monturas salieron del Gran Pantano Salado y cruzaron el Reino Hundido hasta llegar a la siniestra ciudad central de Ilthmar, con sus pequeñas y traicioneras posadas y sus innumerables estatuas, bajorrelieves y otras representaciones de su dios en forma de rata. Allí cambiaron sus corees caballos por camellos y pronto avanzaron bamboleándose por el desierto, siguiendo la costa oriental del Mar del Este color turquesa. Cruzaron el río Tilth en la estación seca y continuaron a través de las arenas, en dirección a los Reinos Orientales, adonde ninguno de ellos había viajado con anterioridad. Buscaban distracción en lo exótico y deseaban visitar primero Horborixen, ciudadela del Rey de Reyes y la segunda ciudad, sólo después de Lankhmar, en tamaño, antigüedad y esplendor barroco.

Durante los tres años siguientes, los años de Leviatán, la Roca y el Dragón, vagaron por los cuatro puntos cardinales del mundo de Nehwon, tratando de olvidar sus primeros amores y sus primeras grandes culpas, sin conseguir ni una cosa ni otra. Se aventuraron más allá de la mística Tisilimilit, con sus chapiteles esbeltos y opalescentes, que siempre parecía como si acabaran de cristalizar en el cielo húmedo y perlino, hasta tierras que eran leyendas en Lankhmar e incluso en Horborixen. Una de estas leyendas, entre muchas otras, era la del esqueléticamente mermado Imperio de Eevamarensee, un país tan decadente, tan avanzado en el futuro, que las ratas y los hombres son todos calvos y hasta los perros y gatos carecen de pelo.

Cuando regresaban por una ruta septentrional a través de las Grandes Estepas, estuvieron a punto de ser capturados y esclavizados por los crueles mingoles. En el Yermo Frío buscaron el Clan de la Nieve de Fafhrd, pero descubrieron que el año anterior habían sido vencidos por una horda de Gnomos del Hielo, los cuales, según se rumoreaba, habían matado basca la última persona, lo cual, de ser cierto, significaba que Fafhrd había perdido a su madre, Mor, la novia a la que abandonó, Mara, y su descendencia, si es que había tenido.

Durante algún tiempo estuvieron al servicio de Lithquil, el Duque Loco de Ool Hrusp, ideando para él emocionantes duelos fingidos, asesinatos simulados y otros entretenimientos. Luego avanzaron por la costa hacia el sur, a través del Mar Exterior, a bordo de un mercante de Sarheenmar, hasta el tropical Klesh, donde se aventuraron un poco en los bordes de la jungla. Se dirigieron de nuevo al norte y rodearon el secretísimo Quarmall, aquel reino sombrío, y llegaron a los lagos de Pleea que son la cabecera del río Hlal. Llegaron a la ciudad de los mendigos, Tovilyis, donde el Ratonero Gris creía haber nacido, pero no estaba seguro, y cuando abandonaron aquella humilde metrópolis no estaba más seguro de ello. Cruzaron el Mar del Este en una barcaza para transporte de grano, pasaron algún tiempo dedicándose a la prospección de oro en las Montañas de los Mayores, pues sus últimas gemas robadas las habían perdido hacía tiempo en el juego o gastado en otras cosas. La búsqueda de oro se reveló infructuosa, y entonces se pusieron en camino de nuevo hacia el Mar Interior e Ilthmar.

Vivían del robo, el atraco, sus servicios como guardaespaldas, breves encargos como correos y agentes —comisiones que siempre, o casi siempre, llevaban a cabo escrupulosamente— y haciendo actuaciones: el Ratonero hacía juegos malabares, prestidigitación y bufonadas, mientras que Fafhrd, con su don de lenguas y su adiestramiento como Bardo Cantor, sobresalía en las artes juglarescas y traducía las leyendas de su gélida patria a muchos idiomas. Jamás trabajaban como cocineros, empleados, carpinteros, podadores de árboles o criados corrientes, y nunca, jamás, se enrolaron como soldados mercenarios... Su servicio a Lithquil había sido de una naturaleza más personal.

Recibieron nuevas cicatrices y adquirieron otras habilidades, comprensiones y compasiones, cinismos y secretos, una risa sutilmente burlona y un frío aplomo, como un caparazón que encerraba herméticamente todas sus aflicciones y ocultaba casi constantemente al bárbaro que había en Fafhrd y el chico de los bajos fondos que era el Ratonero. Se volvieron externamente alegres, despreocupados y simpáticos, pero no les abandonó su pesar y su sentimiento de culpa; los espectros de Ivrian y Vlana acosaban su sueño y sus ensueños diurnos, por lo que tenían escasa relación con otras muchachas, y la poca que tenían les causaba más incomodidad que alegría. Su camaradería se hizo más firme que una roca, más fuerte que el acero, pero todas sus demás relaciones humanas eran huidizas. La melancolía era su estado de ánimo más corriente, aunque solían ocultárselo mutuamente.

Llegó el mediodía del día del Ratón, en el mes del León, el año del Dragón. Estaban haciendo la siesta en la frescura de una cueva, cerca de Ilthmar. En el exterior hacía un tórrido calor que horneaba el suelo y la escasa hierba marrón, pero allí dentro la temperatura era muy agradable. Sus caballos, una yegua gris y un macho castrado de color castaño, estaban a la sombra a la entrada de la caverna. Fafhrd había inspeccionado someramente el lugar, por si había serpientes, pero no descubrió ninguna. Odiaba a los fríos ofidios escamosos del sur, tan diferentes de las serpientes de sangre caliente y provistas de pelaje del Yermo Frío. Se adentró un poco en el estrecho corredor rocoso que partía del fondo de la cueva, bajo la pequeña montaña en la que se abría, pero regresó cuando la falta de luz le impidió ver más allá y no había encontrado ni reptiles ni el final del corredor.

Descansaron cómodamente sobre sus esteras sin desenrollar. No podían conciliar el sueño, por lo que se pusieron a charlar de cosas intrascendentes. Lentamente, en sucesivas etapas, esta conversación se volvió seria. Finalmente, el Ratonero Gris resumió sus últimos tres años.

—Hemos recorrido el ancho mundo de cabo a rabo sin encontrar el olvido.

—No estoy de acuerdo —replicó Fafhrd—. No la última parte, puesto que aún estoy tan acosado por los fantasmas como tú, pero no hemos cruzado el Mar Exterior ni buscado el gran continente que, según la leyenda, se encuentra en el oeste.

—Creo que sí lo hemos hecho —adujo el Ratonero—. No la primera parte. Estoy de acuerdo, pero, ¿qué objeto tiene registrar el mar? Cuando fuimos al extremo oriental y llegamos a la orilla de aquel gran océano, ensordecidos por su inmenso oleaje, creo que estábamos en la costa occidental del Mar Exterior, sin que hubiera entre Lankhmar y nosotros nada más que agua embravecida.

—¿Qué gran océano? —inquirió Fafhrd—. ¿Y qué inmenso oleaje? Era un lago, un simple charco con algunas ondas en su superficie. Se podía ver perfectamente la orilla opuesta.

—Entonces veías espejismos, amigo mío, y languidecías en uno de esos estados de ánimo en que todo Nehwon sólo te parece una pequeña burbuja que podrías hacer estallar con el rasguño de una uña.

—Tal vez —convino Fafhrd—. Oh, qué cansado estoy de esta vida.

Se oyó una tosecita, apenas un carraspeo, en la oscuridad a sus espaldas, pero se les erizó el cabello, tan cercano e íntimo había sido aquel leve sonido y tan indicador de inteligencia más que de mera animalidad, pues era indudable su mesurada solicitud de atención.

Los dos jóvenes volvieron sus cabezas al mismo tiempo y miraron la negra boca del corredor rocoso. Al cabo de un rato les pareció que podían ver unos débiles resplandores verdes que flotaban en la oscuridad y cambiaban perezosamente de posición, como siete luciérnagas cernidas en el aire, pero con una luz más firme y mucho más difusa, como si cada luciérnaga llevara un manto constituido por varias capas de gasa.

Entonces una voz melosa y untuosa, una voz de anciano, aunque aguda, como el sonido de una flauta trémula, habló desde el centro de aquellos mortecinos resplandores, y dijo:

—Oh, hijos míos, dejando de lado la cuestión de ese hipotético continente occidental, sobre el cual no tengo intención de ilustraros, hay todavía un lugar en Nehwon donde no habéis buscado el olvido de las muertes crueles de vuestras amadas.

—¿Y cuál podría ser ese lugar? —preguntó en voz baja el Ratonero, y tras un largo momento añadió con un leve tartamudeo—: ¿Quién eres?

—La ciudad de Lankhmar, hijos míos. Quien sea yo, aparte de vuestro padre espiritual, es un asunto privado.

—Hemos hecho un solemne juramento de no regresar jamás a Lankhmar gruñó Fafhrd al cabo de un rato; habló con ronca voz contenida, un poco a la defensiva y quizás incluso intimidado.

—Los juramentos han de mantenerse hasta que se ha cumplido su finalidad —respondió la voz aflautada—. Toda imposición se levanta al final, toda norma impuesta por uno mismo se deroga. De otro modo, el sentido del orden en la vida se convierte en una limitación al crecimiento. la disciplina encadena; la integridad esclaviza y hace mal. Habéis aprendido lo que podéis del mundo. Os habéis graduado en el conocimiento de esa enorme parte de Nehwon. Ahora es necesario que hagáis vuestros estudios de posgraduado en Lankhmar, la mejor universidad de la vida civilizada.

—No regresaremos a Lankhmar —replicaron al unísono Fafhrd y el Ratonero.

Los siete resplandores se desvanecieron. Tan débilmente que los dos hombres apenas podían oírlo —aunque cada uno de ellos lo oyó—. La voz aflautada inquirió: «¿Tenéis miedo?». Entonces oyeron un ruido como de raspaduras en la roca, un sonido muy débil, pero, de algún modo, pesado.

Así finalizó el primer encuentro de Fafhrd y su camarada con Ningauble de los Siete Ojos.

Al cabo de una docena de latidos de corazón, el Ratonero Gris desenvainó su delgada espada, de brazo y medio de largo, «Escalpelo», con la que estaba acostumbrado a verter sangre con precisión quirúrgica, y blandiendo el arma de punta reluciente, entró en el corredor rocoso. Caminaba pausadamente, con una comedida determinación. Fafhrd fue tras él, manteniendo la punta de su espada «Varita Gris», más pesada pero que manejaba con la mayor agilidad en combate, cerca del pétreo suelo y moviéndola de un lado a otro. Los siete resplandores, con sus perezosos balanceos y movimientos breves le habían sugerido vivamente las cabezas de grandes cobras levantadas para atacar. Razonó que las cobras de cueva, si existía tal especie, muy bien podrían ser fosforescentes como anguilas abisales.

Habían penetrado un poco más en el flanco de la montaña de lo que había ido Fafhrd en su primera inspección —la lentitud de su avance permitía a sus ojos acomodarse mejor a la oscuridad relativa—, cuando con una ligera y sonora vibración, «Escalpelo> tocó roca vertical. Sin decir palabra, permanecieron donde estaban y su visión de la cueva mejoró hasta el punto de que resultó evidente, sin necesidad de seguir probando con las espadas, que el corredor terminaba donde ellos estaban, y no había ningún agujero lo bastante grande ni siquiera para permitir el deslizamiento de una serpiente habladora, para no hablar de un ser correctamente dotado de habla. El Ratonero empujó la pared y Fafhrd lanzó su peso contra la roca en varios puntos, pero resistió como la más pura entraña del monte. Tampoco les había pasado por alto ningún camino lateral, ni siquiera el más estrecho, o cualquier hoyo o agujero en el techo, lo cual volvieron a comprobar al salir.

Regresaron junto a sus esteras de dormir. Los caballos seguían comiendo hierba marrón a la entrada de la caverna. Entonces Fafhrd dijo de improviso:

—Lo que hemos oído, ha sido un eco.

—¿Cómo puede haber un eco sin una voz? —preguntó el Ratonero con malhumorada impaciencia—. Es como si tuviéramos una cola sin gato. Quiero decir una cola viva.

—Una pequeña serpiente de nieve se parece mucho a la cola en movimiento de un gato doméstico blanco —replicó Fafhrd, imperturbable—. Sí, y emite un grito agudo y trémulo, parecido a esa voz.

—¿Acaso estás sugiriendo...?

—Naturalmente que no. Como imagino que te ocurre a ti, supongo que había una puerta en algún lugar de la roca, tan bien encajada que no hemos podido discernir las junturas. La oímos cerrarse. Pero antes de eso, él... o ella, ellos, ello... pasó a través de la abertura.

—¿A qué viene entonces esa cháchara de ecos y serpientes de nieve?

—Es bueno considerar todas las posibilidades.

—Él... ella, etcétera, nos llamó hijos —reflexionó el Ratonero.

—Algunos dicen que la serpiente es la más sabia, la más vieja y hasta la madre de todos —observó Fafhrd juiciosamente.

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