Espadas contra la muerte (15 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Fantástico

»Cuando el cordel estaba en el pulgar izquierdo de Larlt, las enormes olas y la espuma salobre cedieron el paso a un gran mar negro e hinchado, cuyas aguas rizaba el viento aullante, pero sin blanquearlas. Cuando llegó el alba y lo vimos por primera vez, Ouwenyis gritó que algún hechizo nos hacía navegar por un mar de arena negra, y Larlt aseguró que durante la tormenta habíamos caído en el océano de aceite azufrado que, según algunos, se encuentra debajo de la tierra, pues Larlt ha visto los lagos negros y burbujeantes del Lejano Este. Y yo recordé lo que Teevs había dicho y me pregunté si nuestra extensión de agua no habría sido llevada a través del aire y arrojada en un mar totalmente diferente de un mundo por entero distinto. Pero el hombrecillo de gris oyó nuestra conversación, llenó un cubo de agua por encima de la borda y nos lo arrojó, por lo que supimos que el casco de nuestra embarcación estaba aún en el agua y que ésta era salada, al margen del lugar donde estuviera aquel agua.

»Entonces nos ordenó que remendáramos las velas y pusiéramos en orden la chalupa. A mediodía volábamos hacia el oeste a una velocidad todavía mayor que aquella con la que avanzábamos durante la tormenta, pero tan largas eran las olas y tan rápidamente se movían con nosotros que sólo pudimos remontar cinco o seis en toda una jornada. ¡Por los Ídolos Negros, qué largas eran!

»Y así el cordel fue pasando de uno a otro de los dedos de Ouwenyis. Pero las nubes eran oscuras como el plomo en lo alto y el extraño mar muy denso alrededor del casco, y no sabíamos si la luz que se filtraba entre las nubes era la del sol o la de alguna luna mágica, y cuando avistamos las estrellas parecían extrañas. Aun así la mano blanca del nórdico aferraba el remo que servía de timón, y tanto él como el hombrecillo de gris seguían mirando hacia delante. Pero el tercer día desde que iniciáramos la travesía de aquella negra extensión, el nórdico rompió el silencio. Una sonrisa fría, terrible, contorsionó sus labios, y le oímos musitar: "La Costa Sombría". Nada más que eso. El hombrecillo de gris asintió, como si aquellas palabras encerrasen alguna magia portentosa. Cuatro veces oí las palabras en labios del nórdico, por lo que me quedaron impresas en la memoria.

»Los días se hicieron más oscuros y fríos, y las nubes estaban cada vez más bajas y amenazantes, como el tejado de una gran caverna. Y cuando el cordel estaba en el dedo índice de Ouwenyis, vimos una extensión plomiza e inmóvil ante nosotros, que tenía el aspecto de las oleadas pero se alzaba por encima de ellas, y supimos que habíamos llegado a la Costa Sombría.

»Aquella costa ascendió más y más, hasta que pudimos distinguir los altos peñascos de basalto, redondeados como las olas marinas y cuya superficie presentaba aquí y allá cantos rodados grises, blanqueados en algunos lugares como por excrementos de aves gigantescas..., aunque no vimos ningún pájaro, ni grande ni pequeño. Por encima de los acantilados se extendían las nubes oscuras, y por debajo había una franja de arena pálida, y nada más. Entonces el nórdico hizo girar el timón y nos dirigimos en línea recta hacia la costa, como si se propusiera nuestra destrucción; pero en el último momento pasamos a la distancia de un mástil ante un arrecife redondeado que apenas se alzaba por encima de las crestas del oleaje, y encontró un lugar donde atracar. Echamos el ancla y flotamos a salvo.

»Entonces el nórdico y el de gris, moviéndose como en un sueño, se aviaron con una cota de malla ligera y un casco, y tanto unas como otros estaban blancos de sal depositada en ellos por la espuma y el rocío de las olas durante la tormenta. Y cada uno se pendió la espada al costado y se cubrió con un gran manto negro; tomaron un poco de alimento y agua y nos hicieron desembarcar el botecillo auxiliar. Yo les llevé remando hasta la orilla y ellos saltaron a la playa y caminaron hacia los acantilados. Entonces, aunque estaba muy asustado, les grité:

»—¿Adónde vais? ¿Hemos de seguiros? ¿Qué hemos de hacer?

» Durante algún tiempo no obtuvimos respuesta. Luego, sin volver la cabeza, el hombrecillo de gris replicó en un susurro bajo y áspero, pero que podía oírse desde lejos:

»—No nos sigáis. Somos hombres muertos. Volved si podéis.

»Me estremecí e incliné la cabeza al oír estas palabras, y regresé remando a la embarcación. Ouwenyis, Larlt y yo observamos cómo trepaban por los altos y redondeados riscos. Las dos figuras fueron haciéndose más y más pequeñas, hasta que el nórdico no fue más que un escarabajo diminuto y delgado y su compañero de gris casi invisible, salvo cuando cruzaban un espacio blanqueado. Bajó entonces un viento de los riscos que se llevó las oleadas de la orilla y supimos que podíamos zarpar. Pero nos quedamos, pues, ¿no habíamos jurado ser esclavos para siempre? ¿Y no soy acaso un mingol?

»A medida que oscurecía el viento iba haciéndose más fuerte, y nuestro deseo de partir, aunque sólo fuera para ahogarnos en el mar desconocido, se hizo mayor, pues no nos gustaban los riscos basálticos extrañamente redondeados de la Costa Sombría; no nos gustaba la ausencia de gaviotas, halcones o aves de cualquier clase en el aire plomizo, ni algas en la orilla. Y los tres empezamos a atisbar algo que brillaba en lo alto de los acantilados. Sin embargo, aguardamos hasta la tercera hora de la noche para alzar el ancla y dejar atrás la Costa Sombría.

»Se entabló otra gran tormenta cuando llevábamos varios días de navegación, y quizá nos arrojó de nuevo a los mares que conocemos. Ouwenyis cayó al agua, arrastrado por una ola, Larlt se volvió loco de sed, y hacia el final yo mismo no sabía lo que estaba ocurriendo. Sólo sé que las olas me depositaron en la costa meridional, cerca de Quarmall, y que, tras muchas dificultades, he llegado a Lankhmar. Pero en sueños me acosan aquellos negros acantilados y tengo visiones de los huesos calcinados de mis amos, y sus cráneos sonrientes miran con sus cuencas sin ojos algo extraño y mortífero.»

Inconsciente de la fatiga que ponía sus músculos rígidos, el Ratonero Gris se arrastró más allá de la última roca, encontró Pequeños asideros y estribos en la juntura del granito y el basalto negro y, finalmente, se irguió en lo alto de los riscos redondeados que amurallaban la Costa Sombría. Sabía que Fafhrd estaba a su lado, una figura vaga y voluminosa enfundada en cota de malla y cubierta con un casco. Pero veía vagamente a su compañero, como a través de muchos espesores de cristal. Las únicas cosas que veía claramente, y le parecía que había estado contemplándolas durante una eternidad, eran dos ojos negros cavernosos, como túneles, y más allá de ellos algo desolado y fatídico que estuvo otrora en la orilla opuesta del Mar Exterior y que ahora estaba muy cerca. Así había sido desde que se levantó de la mesa de juego en la taberna de techo bajo en Lankhmar. Recordó vagamente a la gente del Cabo de la Tierra que les miraban perplejos, la espuma, el furor de la tormenta, la curva de la marejada en el mar negro y la expresión de terror en el rostro de Ourph el mingol. También estos recuerdos le llegaban como a través de muchos espesores de cristal. Se daba cuenta nebulosamente de que él y su compañero estaban bajo una maldición, y que ahora habían llegado al origen de la misma.

El paisaje llano que se extendía ante ellos no presentaba signo alguno de vida. Delante, el basalto se hundía para formar una gran hondonada de arena negra, diminutas partículas de mineral de hierro. Medio empotrados en la arena se veían unos cuarenta objetos que al Ratonero Gris le parecieron cantos rodados negros como la tinta, de forma ovalada y de varios tamaños. Pero su redondez era demasiado perfecta, su forma demasiado regular, y lentamente el Ratonero tuvo conciencia de que no eran piedras, sino monstruosos huevos negros, algunos de ellos pequeños y otros tan grandes que un hombre no podría haberlos rodeado con sus brazos; uno era tan grande como una tienda de campaña. El Ratonero reconoció el cráneo provisto de un colmillo perteneciente a un jabalí, y otros dos cráneos más pequeños, de lobos. Había un esqueleto de algún gran felino depredador. Junto a él yacían los huesos de un caballo, y más allá la caja torácica de un hombre o un mono. Los huesos estaban desperdigados alrededor de los enormes huevos negros, formando un círculo blancuzco brillante.

Desde algún lugar una voz sin tono, pero clara y con acento de mando, rompió el silencio:

—Para los guerreros, un sino de guerrero.

El Ratonero conocía la voz, pues había resonado en sus oídos durante semanas, desde la primera vez que salió de labios de un hombrecillo pálido con la frente prominente, que llevaba una túnica negra y estaba sentado junto a él en una taberna de Lankhmar. Y una voz más susurrante surgió en su interior y le dijo: «Siempre quiere repetir la experiencia pasada, la cual siempre ha estado a su favor».

Entonces vio que lo que se extendía ante él no carecía totalmente de vida. Una especie de movimiento tenía lugar en la Costa Sombría. Se había abierto una grieta en uno de los grandes huevos negros y luego en otro, y las grietas se ramificaban, ampliándose a medida que los fragmentos de cáscara caían al suelo negro, arenoso.

El Ratonero supo que esto sucedía como respuesta a la primera voz, la susurrante. Supo que aquel era el fin para el que la débil voz les había llamado desde el otro extremo del Mar Exterior. Incapaz de avanzar más, observó paralizado el lento progreso de aquel nacimiento monstruoso. Bajo el cielo plomizo cada vez más oscuro contempló cómo se abrían los huevos, en los que acechaban muertes gemelas para él y su compañero.

El primer atisbo de su naturaleza llegó en forma de una larga garra en forma de espada que salió por una grieta, ensanchándola más. Los fragmentos de cáscara cayeron con más rapidez.

Las dos criaturas que emergieron en la oscuridad eran increíblemente monstruosas, incluso para la mente embotada del Ratonero. Se trataba de unos seres de paso lerdo, erectos como hombres pero más altos, con cabezas reptilianas, óseas y provistas de unas crestas a modo de yelmos, los pies con garras como los de un lagarto, los hombros terminados en astas óseas y los miembros delanteros rematados por una sola garra de una vara de largo. En la semipenumbra parecían atroces caricaturas de luchadores, provistos de armadura y espada. La oscuridad no ocultaba el color amarillo de sus ojos parpadeantes.

Entonces la voz dijo de nuevo: «Para los guerreros, un sino de guerrero».

Al oír estas palabras, la invisible tenaza que mantenía paralizado al Ratonero, desapareció. Por un instante creyó que estaba despertando de un sueño. Pero entonces vio que las criaturas recién nacidas corrían hacia ellos, y oyó que sus largos hocicos emitían un grito agudo y ansioso. Oyó a su lado el rápido sonido crujiente que hizo Fafhrd al desenvainar su espada. Entonces el Ratonero desenfundó su acero, que un instante después golpeó una garra fuerte como el metal dirigida a su garganta. Al mismo tiempo, Fafhrd paraba un golpe similar del otro monstruo.

Lo que siguió fue una pesadilla. Aquellas garras que eran como espadas repartían tajos y estocadas; no lo hacían tan rápido que fuera imposible pararlas, aunque eran cuatro contra dos. Sus estocadas resbalaban contra la impenetrable armadura ósea. De súbito, ambas criaturas giraron y atacaron al Ratonero. Fafhrd le empujó, librándole de la acometida. Lentamente, los monstruos llevaron a los dos compañeros al borde del acantilado. Parecían incansables criaturas de hueso y metal en lugar de carne. El Ratonero preveía el fin. Él y Fafhrd podrían tenerlos a raya un poco más, pero al fin se apoderaría de ellos la fatiga, sus paradas serían más lentas y débiles, y aquellas bestias les vencerían.

Como anticipando este final, el Ratonero sintió que una garra le rozaba la muñeca. Fue entonces cuando recordó los ojos oscuros, cavernosos, que les habían hecho cruzar el Mar Exterior, la voz que había derramado la condenación sobre ellos. Se apoderó de él un furor extraño, salvaje..., no contra las bestias sino contra su amo. Le parecía ver los ojos negros y muertos mirándole desde la arena negra. Entonces perdió el dominio de sí mismo. Cuando los dos monstruos intentaron de nuevo atacar a Fafhrd, no se volvió para ayudarle, sino que los esquivó y corrió a la hondonada, hacia los huevos semienterrados.

Solo ante los dos monstruos, Fafhrd luchó como un loco, y su gran espada silbaba mientras sus últimos recursos de energía estremecían sus músculos. Apenas percibió que una de las bestias se volvía para perseguir a su camarada.

El Ratonero estaba entre los huevos, ante uno de tono más brillante y más pequeño que la mayoría. Presa de un deseo de venganza, descargó contra él su espada. El golpe le dejó la mano entumecida, pero la cáscara se partió.

Entonces el Ratonero conoció la fuente del mal que habitaba la Costa Sombría, que yacía allí y enviaba su espíritu a tierras lejanas, permanecía allí agazapado y llamaba a los hombres a su perdición. Oyó tras él los pasos crujientes y el chirrido ansioso del monstruo elegido para su destrucción, pero no se volvió, sino que alzó su espada y la descargó sobre la criatura semiembriónica que se refocilaba en secreto con las criaturas a las que había convocado para morir, allá en la frente abultada del hombrecillo pálido de finos labios.

Entonces aguardó el golpe final de la garra, pero no llegó. Al volverse, vio que el monstruo estaba tendido sobre la arena negra. A su alrededor se desmoronaban los huevos mortíferos, convirtiéndose en polvo. Silueteado contra la débil luz del cielo, vio a Fafhrd que caminaba tambaleándose hacia él, sollozante y diciendo vagas palabras de alivio y asombro en una voz profunda y gangosa. La muerte había desaparecido de la Costa Sombría, la maldición había sido cortada de raíz. Se oyó en la noche el grito exultante de una gaviota, y Fafhrd y el Ratonero pensaron en el largo camino sin hitos ni señales orientadoras, de regreso a Lankhmar.

La Torre de los Lamentos

El ruido no era fuerte, pero parecía llenar toda la vasta llanura, sobre la que se extendían las sombras del crepúsculo y el cielo cóncavo, con una pálida luminosidad: era un lamento y un aullido tan débiles y monótonos que podrían haber sido inaudibles si no fuera por su subida y descenso cadenciosos; un sonido antiguo, terrible, que de algún modo armonizaba con el paisaje agreste, apenas poblado de árboles, y el atuendo bárbaro de los tres hombres que estaban abrigados en una pequeña depresión del terreno, tendidos junto a un fuego moribundo.

—Tal vez sean lobos —dijo Fafhrd—. Les he oído aullar así en el Yermo Frío, cuando me acosaban. Pero todo un océano nos separa del Yermo Frío y hay una diferencia entre los sonidos, Ratonero Gris.

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