—¡Eres un hombre! —le espetó de repente, y añadió enfurecida—: ¡Te ha enviado Slevyas!
Y diciendo esto, extrajo una de las agujas largas como dagas con las que se sujetaba el cabello y se lanzó contra él, con la intención de clavársela en un ojo. El Ratonero la esquivó, le cogió la muñeca con la mano izquierda y con la derecha le tapó la boca. La lucha fue breve y casi sin ruido, gracias al grosor de la alfombra sobre la que rodaron. Cuando la mujer estuvo bien atada y amordazada con jirones arrancados de las altas colgaduras, el Ratonero cerró la puerta que daba a la escalera y luego tiró del panel de piedra, el cual se abrió y reveló el estrecho pasadizo que el joven había esperado encontrar. Mis le dirigió miradas incendiarias llenas de odio, mientras se debatía en vano. Pero el Ratonero sabía que carecía de tiempo para explicaciones. Se subió las sayas de bruja y saltó ágilmente hacia la lámpara, afianzándose en el borde superior. Las cadenas resistieron, y el joven se alzó hasta que pudo ver por encima del borde. En el hueco de la lámpara estaba el cráneo de color pardo apagado con sus gemas deslumbrantes y los huesos terminados en joyas.
La ampolla superior de la clepsidra estaba casi vacía. Fafhrd observaba impasible cómo se formaban las gotas brillantes y caían en la ampolla inferior. Estaba tendido en el suelo, de espaldas a la pared, tenía las piernas atadas desde las rodillas hasta los tobillos y los brazos también estaban atados a la espalda con una cantidad innecesaria de cuerdas, de modo que se sentía totalmente paralizado. A cada lado permanecía en cuclillas un ladrón armado. Cuando se vaciara la ampolla superior sería medianoche.
De vez en cuando su mirada se posaba en los rostros oscuros, desfigurados que se alineaban ante la mesa sobre la que descansaba el reloj y ciertos extraños instrumentos de tortura. Los rostros pertenecían a los aristócratas del Gremio de Ladrones, hombres de mirada taimada y mejillas hundidas, los cuales competían entre sí en riqueza y untuosidad de sus atavíos. La luz oscilante de las antorchas hacía centellear los rojos y púrpuras sucios, el paño de plata y oro descolorido. Pero detrás de sus expresiones semejantes a máscaras, Fafhrd percibía incertidumbre. Sólo Slevyas, sentado en el lugar del difunto Krovas, parecía realmente sosegado y en posesión de sí mismo. Su tono era casi despreocupado cuando interrogó a un ladrón de rango inferior, el cual estaba abyectamente arrodillado ante él.
—¿Eres de veras un cobarde can grande como quieres hacernos creer? ¿Quieres en serio que nos creamos eso de que te asustaba un sótano desierto?
—No soy un cobarde, señor dijo el ladrón en tono de súplica. Seguí las huellas del nórdico en el polvo a lo largo del estrecho corredor y casi hasta el pie de la antigua escalera, olvidada hasta hoy. Pero ningún hombre vivo podría escuchar sin sentir terror esas voces extrañas y agudas, esos ruidos crujientes de huesos. El aire seco me sofocaba, una ráfaga de viento apagó mi antorcha. Había ciertas cosas que se reían con disimulo de mí. Señor, yo intentaría extraer una joya del interior de una cobra despierta si me lo ordenarais. Pero ahí abajo, en ese lugar oscuro, pierdo el dominio de mí mismo.
Fafhrd vio que Slevyas apretaba los labios y esperó a que pronunciara su sentencia contra el desgraciado ladrón, pero le interrumpieron las observaciones de los notables sentados alrededor de la mesa.
—Debe de haber algo de verdad en sus palabras —dijo uno—. Al fin y al cabo, ¿quién sabe lo que puede haber en esos sótanos descubiertos casualmente por el nórdico?
—Hasta anoche desconocíamos su existencia —dijo otro—. En el polvo amontonado por los siglos pueden acechar cosas extrañas.
—Anoche —añadió un tercero—, nos burlamos del relato de Fissif. No obstante, en la garganta de Krovas encontramos las marcas de garras o de huesos descarnados.
Era como si los miasmas del miedo se hubieran alzado desde los sótanos profundos. Las voces eran solemnes. Los ladrones de rango inferior que estaban cerca de las paredes, portando antorchas y armas eran presa, con toda evidencia, de un temor supersticioso. Slevyas vaciló de nuevo, aunque, al contrario que los demás, parecía más perplejo que atemorizado. En el silencio resonaba el chapoteo monótono de las gotas de agua en la clepsidra. Fafhrd decidió pescar en aguas revueltas.
—Os diré lo que descubrí en los sótanos erijo en voz grave—, pero primero decidme dónde enterráis los ladrones a vuestros muertos.
Los ladrones le dirigieron miradas inquisitivas. No respondieron a su pregunta, pero le permitieron hablar. Hasta Slevyas, aunque tenía el ceño fruncido y jugueteaba con unas empulgueras, no puso objeciones. Y las palabras de Fafhrd eran intrigantes. Tenían una calidad cavernosa, sugeridora de las tierras del norte y el Yermo Frío, un timbre dramático como el que tiene la voz de un bardo. Contó en detalle su descenso a las oscuras regiones inferiores. Incluso añadió nuevos detalles para darle más efecto e hizo que toda la experiencia pareciera una gesta épica aterradora. Los ladrones de menor rango, desacostumbrados a esta clase de conversación, le miraban boquiabiertos. Los que estaban alrededor de la mesa permanecían muy quietos. Alargó su relato tanto como se atrevió a hacerlo, a fin de hacer tiempo.
Durante las pausas en su conversación dejó de oírse el goteo de la clepsidra. Entonces Fafhrd oyó un débil sonido chirriante, como de piedra sobre piedra. Sus oyentes no parecieron darse cuenta, pero Fafhrd lo reconoció como la apertura del panel de piedra en la alcoba, ante el cual todavía colgaban los cortinajes negros.
Había llegado al punto culminante de sus revelaciones.
—Allí, en esos sótanos olvidados —dijo en un tono más profundo—, están los huesos vivos de los antiguos Ladrones de Lankhmar. Durante mucho tiempo han yacido allí, odiándoos por haberlos olvidado. El cráneo enjoyado era el de su hermano, Ohmphal. ¿No os dijo Krovas que los planes para robar el cráneo le fueron dictados desde el remoto pasado? Se pretendía que Ohmphal fuese restituido a sus hermanos. Pero Krovas profanó el cráneo, arrancándole las joyas. Debido a ese ultraje, las manos esqueléticas hallaron una fuerza sobrenatural con la que matarle. Ignoro dónde está ahora el cráneo, pero si no se lo han devuelto ya, esos de ahí abajo vendrán a por él ahora, esta misma noche. Y no tendrán piedad.
Y entonces las palabras de Fafhrd se extinguieron en su garganta. Su argumento final, que tenía que ver con su propia liberación, quedó sin formular, pues, suspendido en el aire, delante de las negras cortinas de la alcoba estaba el cráneo de Ohmphal y sus ojos enjoyados brillaban con una luz que no era un mero reflejo. Los ojos de los ladrones siguieron a los de Fafhrd y los murmullos de temor se multiplicaron, un temor tan intenso que por un momento impidió que echaran a correr presa del pánico. Un temor como el que les había inspirado su amo y señor cuando vivía, pero aumentado muchas veces.
En aquel momento una voz aguda y quejumbrosa salió del cráneo.
—¡No os mováis, cobardes ladrones de hoy! Temblad y guardad silencio. Quien os habla es vuestro antiguo señor. ¡Mirad, soy Ohmphal!
El efecto de aquella voz fue peculiar, y la mayoría de los ladrones retrocedieron, apretando los dientes y los puños para contener su temblor. Pero el alivio exudó de Fafhrd junto con el sudor que se deslizaba por su rostro, pues reconoció al Ratonero. Y en el orondo rostro de Fissif la perplejidad se mezcló con el temor.
—En primer lugar —siguió diciendo la voz del cráneo—, estrangularé al nórdico para daros un ejemplo. Cortad sus ataduras y traédmelo aquí. Daos prisa, si no queréis que yo y mis hermanos os demos muerte a todos.
Con manos temblorosas, los ladrones que estaban a derecha e izquierda de Fafhrd le libraron de sus ligaduras. El nórdico tensó sus grandes músculos, tratando de desentumecerlos. Entonces se puso en pie y avanzó tambaleándose hacia el cráneo. De repente, una conmoción sacudió los cortinajes negros. Se oyó un grito agudo, casi animal, de furor, y el cráneo de Ohmphal se deslizó por el terciopelo negro y rodó fuera de la estancia, mientras los ladrones se echaban a un lado y gritaban, como si temiesen que les mordieran los tobillos unos dientes venenosos. Del agujero de la base del cráneo se desprendió una vela cuya llamase extinguió. Los cortinajes corrieron a un lado y dos figuras enzarzadas en una lucha entraron tambaleándose en la sala. Por un momento incluso Fafhrd creyó que iba a volverse loco ante la visión inesperada de una vieja bruja vestida de negro, con las faldas subidas por encima de sus robustas rodillas, y una mujer pelirroja que sujetaba una daga. Entonces la capucha y la peluca de la bruja se desprendieron y el nórdico reconoció, bajo la capa de grasa y ceniza, el rostro del Ratonero. Fissif se abalanzó más allá de Fafhrd, daga en mano. El nórdico, repuesto de su sorpresa, le cogió por el hombro, arrojándole contra la pared, arrebató una espada de entre los dedos de un ladrón asustado y avanzó con paso vacilante, pues aún tenía los músculos ateridos.
Entretanto Ivlis, al reparar en la presencia de los ladrones reunidos, cesó de repente en sus intentos de ensartar al Ratonero. Fafhrd y su compañero se volvieron hacia la alcoba, donde estaba la única escapatoria posible, y casi les derribaron los tres guardaespaldas de Ivlis que aparecieron súbitamente para rescatar a su señora. Los guardaespaldas atacaron de inmediato a Fafhrd y el Ratonero, dado que estaban más cerca, persiguiéndolos por la habitación y atacando también a los ladrones con sus espadas cortas y pesadas.
Este incidente asombró aún más a los ladrones, pero les dio tiempo para recobrarse de su temor sobrenatural. Slevyas percibió lo esencial de la situación y rápidamente despachó a un grupo de sicarios para que bloquearan la alcoba, galvanizándolos para que se pusieran en acción mediante golpes con la hoja plana de su espada. Hubo entonces un caos y un pandemónium. Entrechocaron las espadas, relucieron las dagas. Carreras atolondradas, suscitadas por el pánico, derribaban a los hombres. Las cabezas chocaban y fluía la sangre. Algunos agitaban las antorchas y las lanzaban como si fueran porras, y al caer al suelo chamuscaban a los caídos, arrancándoles aullidos. En medio de la confusión, unos ladrones lucharon contra otros, y los notables que habían estado sentados ante la mesa formaron una unidad para protegerse. Slevyas reunió a un pequeño grupo de seguidores y se lanzó contra Fafhrd. El Ratonero le hizo la zancadilla, pero Slevyas giró en redondo sobre sus rodillas y con su larga espada desgarró el manto negro del hombrecillo y estuvo a punto de ensartarle. Fafhrd se tendió a su lado con una silla, que lanzaba contra sus atacantes; entonces derribó la mesa, que quedó de lado, y la clepsidra se rompió en mil pedazos.
Gradualmente Slevyas consiguió dominar a los ladrones. Sabía que la confusión les daba desventaja, por lo que su primer movimiento consistió en llamarles y organizarles en dos grupos, uno en la alcoba, de la que se habían arrancado los cortinajes, y el otro alrededor de la puerca Fafhrd y el Ratonero estaban agazapados detrás de la mesa volcada, en el ángulo contrario de la habitación, y su gruesa superficie les servía como barricada. El Ratonero se sorprendió un poco al ver a Ivlis agachada a su lado.
—He visto que has tratado de matar a Slevyas —le dijo sombríamente—. En cualquier caso, estamos obligados a unir nuestras fuerzas.
Con Ivlis estaba uno de los guardaespaldas. Los otros dos yacían, muertos o inconscientes, junto con la docena de ladrones que estaban desparramados por el suelo, entre las antorchas caídas que iluminaban la escena con una débil luz fantasmal. Los ladrones heridos gemían y se arrastraban, o los arrastraban sus camaradas, fuera del comedor. Slevyas pedía a gritos redes para atrapar hombres y más antorchas.
Tendremos que apresurarnos —susurró Fafhrd entre los dientes apretados, con los que anudaba una venda alrededor de un corte en el brazo.
De súbito, alzó la cabeza y husmeó. De algún modo, en medio de aquella confusión y el leve olor dulzón de la sangre, había aparecido un olor que le puso la carne de gallina, un olor a la vez extraño y familiar; un olor más débil, cálido, seco y polvoriento. Por un momento los ladrones quedaron en silencio, y Fafhrd creyó oír el sonido de unos pies esqueléticos que avanzaban, crujiendo, a lo lejos.
Entonces un ladrón gritó:
—¡Señor, señor, el cráneo, el cráneo! ¡Se mueve! ¡Aprieta los dientes!
Hubo un ruido confuso de hombres que retrocedían, seguido por la maldición de Slevyas. El Ratonero se asomó por el borde de la mesa y vio que Slevyas daba un puntapié al cráneo enjoyado, enviándolo hacia el centro de la sala.
—¡Estúpidos! gritó a sus seguidores que reculaban—. ¿Todavía creéis esas mentiras, esos chismes de viejas comadres?
Creéis que los huesos muertos pueden andar? ¡Yo soy vuestro señor y nadie más! ¡Y que todos esos ladrones muertos se condenen eternamente!
Tras decir estas palabras descargó la hoja silbante de su espada contra el cráneo de Ohmphal, el cual se partió como un huevo. Los ladrones prorrumpieron en gritos de terror. La habitación se hizo más oscura, como si estuviera llena de polvo.
—¡Ahora seguidme! gritó Slevyas—. ¡Muerte a los intrusos!
Pero ahora los ladrones retrocedieron, sombras más oscuras en la penumbra. Fafhrd percibió su oportunidad y, dominando su pavor, se abalanzó contra Slevyas. El Ratonero le siguió. El nórdico trató de matar al jefe de los ladrones con su tercer golpe. Primero asestó un fuerte golpe a la espada más larga de Slevyas para desviarla, luego un golpe más rápido en el costado para ponerle fuera de guardia y, finalmente, un tajo de revés dirigido a la cabeza.
Pero Slevyas era un espadachín demasiado bueno para dejarse vencer con tanta facilidad. Paró el tercer golpe, de cal modo que la hoja silbó inocua por encima de su cabeza y lanzó una estocada a la garganta del nórdico. Aquel golpe hizo que los flexibles músculos de Fafhrd se despertaran del codo; cierto que la hoja le rozó el cuello, pero su parada, golpeando la espada de Slevyas cerca de la empuñadura, dejó entumecida la mano del ladrón jefe. Fafhrd supo entonces que era suyo, y le hizo retroceder con un ataque implacable. No se dio cuenta de que el ambiente se oscurecía ni se preguntó por qué los desesperados gritos de Slevyas en demanda de auxilio no tenían respuesta; por qué los ladrones se apiñaban alrededor de la alcoba y por qué los heridos se arrastraban hacia la habitación desde el corredor. Condujo a Slevyas hacia el umbral del pasillo, de modo que el ladrón se silueteó contra la luz mortecina. Finalmente, cuando Slevyas estuvo en la puerta, le desarmó de un golpe que hizo salir girando la espada del ladrón, y aplicó la punta de la suya contra la garganta de Slevyas.