—¡Ríndete! —le conminó.
Sólo entonces percibió el repugnante olor a polvo, se dio cuenta de que se había hecho un profundo silencio en la estancia, que llegaba del corredor un viento cálido, y oyó el sonido de huesos crujientes que andaban por el pavimento de piedra. Vio que Slevyas miraba por encima del hombro, y un temor mortal reflejado en su rostro. Entonces se hizo una profunda oscuridad, como una vaharada de humo negro, pero antes pudo ver que unos brazos esqueléticos aferraban la garganta de Slevyas y, mientras el Ratonero le hacía retroceder, vio que el umbral del corredor estaba ocupado por negras formas esqueléticas cuyos ojos tenían un brillo verde y rojo y de color zafiro. Siguió la intensa oscuridad, poblada por los horribles gritos de los ladrones que trataban de penetrar en el estrecho túnel de la alcoba. Y por encima de los gritos se oían voces finas y agudas, como chillidos de murciélago, frías como la eternidad. Fafhrd oyó claramente uno de aquellos gritos:
—Asesino de Ohmphal, esta es la venganza de sus hermanos.
Entonces Fafhrd notó que el Ratonero le empujaba de nuevo hacia delante, en dirección a la entrada del corredor. Cuando pudo ver bien, descubrió que huían a través de una Casa de Ladrones vacía.. él, el Ratonero, Ivlis y el único guardaespaldas que estaba en pie.
La sirvienta de Ivlis, que había cerrado el otro extremo del corredor, asustada al oír los ruidos que se aproximaban, estaba agazapada, temblando, al otro lado, escuchando horrorizada, incapaz de huir, los gritos ahogados, las súplicas y los débiles lamentos en los que, no obstante, vibraba una nota de triunfo terrible. El gatito negro arqueó el lomo, con el pelo erizado, al tiempo que babeaba y gruñía. Entonces cesaron todos los sonidos.
Más tarde se observó en Lankhmar que el número de ladrones había disminuido, y se rumoreó que el Gremio de Ladrones llevaba a cabo extraños ritos a la luz de la luna, que descendían a unos sótanos profundos y adoraban a ciertos dioses antiguos. Incluso se decía que entregaban a esos dioses, quienesquiera que fuesen, un tercio de todo lo que robaban.
Pero Fafhrd, que estaba bebiendo en compañía del Ratonero, Ivlis y una moza de Tovilyis en un reservado de la .Anguila de Plata», se quejaba de que los hados eran injustos.
—¡Tantas peripecias y ninguna compensación! Los dioses nos guardan un rencor duradero.
El Ratonero sonrió, abrió su bolsa— y depositó tres rubíes sobre la mesa.
—Las puntas de los dedos de Ohmphal —se limitó a decir.
—¿Cómo puedes atreverte a quedártelas? —inquirió Ivlis—. ¿No temes a esos huesos pardos a medianoche?
Se estremeció y miró al Ratonero con cierta ansiedad.
Él le devolvió la mirada y replicó, a pesar de que el espectro de Ivrian le censuraba:
—Me gustan más los dedos rosados, apropiadamente revestidos de carne.
—Así pues, ¿crees que un hombre puede engañar a la muerte y burlar al destino? preguntó el hombrecillo pálido, cuya frente prominente estaba ensombrecida por una capucha negra.
El Ratonero Gris, que sostenía un cubilete de dados y estaba a punto de arrojarlos, hizo una pausa y miró de soslayo al hombre que le interrogaba.
—Digo que un hombre astuto puede engañar a la muerte durante largo tiempo.
Había un alegre bullicio en la «Anguila de Plata». Entre el público predominaban los hombres de armas y el ruido de espadas y atavíos mezclado con los sonidos sordos de las grandes jarras al chocar contra las mesas ponían un fondo musical a las risas agudas de las mujeres. Jactanciosos guardianes apartaban a codazos a los insolentes matones de los señores jóvenes. Sonrientes esclavos que llevaban jarras de vino les esquivaban ágilmente. En un rincón danzaba una muchacha esclava, y el tintineo de sus ajorcas de plata era inaudible entre aquel estrépito. Al otro lado de las pequeñas ventanas, herméticamente cerradas, un viento seco y silbante del sur llenaba el aire de polvo que se arremolinaba entre los guijarros y empañaba las estrellas. Pero allí dentro todo era una confusión jovial.
El Ratonero Gris era uno de los doce jugadores sentados ante una mesa de juego. Vestía totalmente de gris: jubón, camisa de seda y gorro de piel de ratón, pero sus ojos oscuros y brillantes le hacían parecer más vivo que cualquiera de los demás, con excepción del enorme bárbaro de cabello cobrizo que se sentaba a su lado, el cual reía sin contención y bebía jarras del vino áspero de Lankhmar como si fueran de cerveza.
—Dicen que eres un hábil espadachín y que has estado cerca de la muerte muchas veces —siguió diciendo el hombre pequeño y pálido enfundado en su túnica negra; sus labios muy delgados apenas se despegaban al hablar.
El Ratonero había lanzado los dados, y aquellos curiosos dados de Lankhmar se habían detenido con los símbolos aparejados de la anguila y la serpiente en alto, por lo que estaba recogiendo las monedas de oro triangulares. El bárbaro respondió por él:
—Sí, el gris maneja la espada con finura, casi tan bien como yo. También es un gran tramposo con los dados.
—¿Y tú, Fafhrd? —inquirió el otro—. ¿También tú crees que un hombre puede engañar a la muerte, aunque sea muy astuto para hacer trampas con los dados?
El bárbaro sonrió, mostrando sus dientes blancos, y miró algo perplejo al hombrecillo pálido cuyo aspecto y maneras sombríos contrastaban de un modo tan extraño con los juerguistas que llenaban la taberna de bajo techo con sus vapores de vino.
—Vuelves a estar en lo cierto —erijo en tono de chanza—. Soy Fafhrd, un nórdico, dispuesto a oponer mi ingenio contra cualquier hado. —Dio un codazo a su compañero—. Oye, Ratonero, ¿qué opinas de este ratoncillo vestido de negro que ha salido de una grieta en el suelo y quiere hablar con nosotros de la muerte?
El hombre de negro no pareció encontrar la chanza insultante. De nuevo sus labios exangües apenas se movieron, pero el ruido que les rodeaba no afectó a sus palabras, las cuales llegaron a oídos de Fafhrd y el Ratonero Gris con una claridad peculiar.
—Dicen que vosotros dos estuvisteis cerca de la muerte en la Ciudad Prohibida de los ídolos Negros, y en la trampa de piedra de Angarngi, y en la isla nebulosa del mar de los Monstruos. Se dice también que habéis caminado con la muerte por el Yermo Frío y a través de los Laberintos de Klesh. Pero quién puede estar seguro de tales cosas, y de si la muerte y el sino fatal estuvieron realmente cerca? ¿Quién sabe si no sois más que unos fanfarrones que se jactan a menudo? Pero he oído decir que a veces la muerte llama a un hombre con una voz que sólo él puede oír. Entonces ha de levantarse, abandonar a sus amigos e ir dondequiera que le ordene la muerte, para encontrar allí su sino. ¿Os ha llamado alguna vez la muerte de ese modo?
Fafhrd podría haberse echado a reír, pero no lo hizo. El Ratonero tenía una réplica ingeniosa en la punta de la lengua, pero se oyó a sí mismo decir:
—¿Con qué palabras podría llamarle a uno la muerte?
—Eso depende —dijo el hombrecillo—. Podría mirar a dos como vosotros y decir «La Costa Sombría». Nada más que eso. La Costa Sombría. Y cuando lo dijera tres veces, tendríais que ir.
Esta vez Fafhrd intentó reír, pero la risa no salió de su garganta. Los dos jóvenes sólo podían devolver la mirada del hombrecillo de frente pálida y prominente, contemplar estúpidamente sus ojos fríos y cavernosos. A su alrededor, los gritos de júbilo y las chanzas llenaban el ambiente de la taberna Un guardián borracho entonaba una canción a voz en grito. Los jugadores llamaron impacientes al Ratonero para que hiciera su siguiente apuesta Una risueña mujer vestida de rojo y oro pasó tambaleándose junto al hombrecillo pálido, casi derribándole la capucha negra que cubría su cabellera, pero él no se movió. Y Fafhrd y el Ratonero Gris continuaron mirando, fascinados, sin poder evitarlo, los ojos negros y fríos de aquel personaje, que ahora les parecían dos túneles gemelos que conducían a un lugar lejano y maligno. Algo más profundo que el miedo les atenazó y permanecieron rígidos, como si sus miembros se hubieran vuelto de hierro. La taberna se difuminó, los ruidos se apagaron, y les pareció que veían su entorno como a través de muchos grosores de cristal. Sólo veían los ojos y lo que estaba más allá de ellos, algo desolado, terrible y mortífero.
—La Costa Sombría —repitió.
Entonces, los que estaban en la taberna vieron que Fafhrd y el Ratonero Gris se levantaban y, sin ningún gesto ni palabra de despedida, se dirigían juntos a la puerta baja de roble. Un guardián soltó un juramento cuando el enorme nórdico le apartó ciegamente de su camino. Hubo algunas preguntas a gritos y comentarios burlones, pues el Ratonero había estado ganando a los dados, pero esto cesó pronto, pues todos percibieron algo extraño y misterioso en la actitud de los dos jóvenes. Nadie reparó en el hombrecillo pálido embozado en una túnica negra. Vieron la puerta abierta, oyeron el seco lamento del viento y un aleteo hueco, probablemente de los toldos. Luego vieron un remolino de polvo que giraba en el umbral. Entonces se cerró la puerta y Fafhrd y el Ratonero desaparecieron.
Nadie les vio camino de los grandes muelles de piedra que se extienden en el lado este del río Hlal, desde un extremo de Lankhmar al otro. Nadie vio la chalupa de Fafhrd, con aparejos nórdicos y vela roja, que zarpaba por la corriente que se desliza hasta el tempestuoso Mar Interior. La noche era oscura y el polvo mantenía a los hombres bajo techo. Pero al día siguiente los dos amigos se habían ido, y la barca con ellos, y su tripulación mingola, formada por cuatro hombres, prisioneros esclavos que habían jurado servir durante toda su vida, a los que Fafhrd y el Ratonero habían traído tras otra incursión sin éxito contra la Ciudad Prohibida de los ídolos Negros.
Unos quince días después llegaron noticias a Lankhmar desde Cabo de la Tierra, la pequeña ciudad portuaria que es la más lejana de cuantas están al oeste, en el mismo margen del Mar Exterior, por el que no navega barco alguno. Decían que una chalupa con aparejo nórdico había recalado para cargar una cantidad exagerada de alimentos y agua..., exagerada porque su tripulación era de sólo seis personas: un hosco bárbaro nórdico de piel blanca, un hombrecillo de expresión seria, vestido de gris y cuatro robustos e impasibles mingoles de negra cabellera. Después la embarcación había zarpado en línea recta hacia donde se pone el sol. Las gentes de Cabo de la Tierra contemplaron la vela roja que se alejaba hasta que anocheció, meneando sus cabezas ante aquella audacia. Cuando este relato se repitió en Lankhmar, hubo otros que menearon también sus cabezas, y algunos hablaron de un modo significativo acerca del comportamiento peculiar de los dos compañeros la noche de su partida. Y a medida que las semanas se convertían en meses y éstos se sucedían lentamente, muchos se refirieron a Fafhrd y el Ratonero Gris como a dos hombres muertos.
Entonces apareció Ourph, el mingol, y contó su curioso relato a los obreros portuarios de Lankhmar. Hubo cierta diferencia de opinión acerca de la veracidad de la historia, pues aunque Ourph hablaba el suave lenguaje de Lankhmar con moderada corrección, era un forastero, y, cuando se hubo ido, nadie pudo demostrar que él era uno de los cuatro mingoles que zarparon en la chalupa con aparejo nórdico. Además, su relato no daba respuesta a varias preguntas desconcertantes, lo cual es una de las razones por las que pensaron que podía ser falso.
—Esos dos hombres, el grande y el pequeño, debían de estar locos —dijo Ourph—, o bien bajo los efectos de una maldición. Lo sospeché cuando nos perdonaron la vida bajo las mismas murallas de la Ciudad Prohibida. Lo supe con certeza cuando zarparon hacia el oeste y siguieron en esa dirección, sin recoger nunca las velas, sin cambiar jamás de rumbo, siempre con la estrella de los campos helados a nuestra derecha Hablaban poco, dormían poco y no se reían en absoluto. ¡No hay duda de que estaban malditos! En cuanto a nosotros cuatro, Teevs, Larlt, Ouwenyis y yo, nos hacían caso omiso, pero no nos maltrataban. Teníamos nuestros amuletos para mantener la magia a raya. Juramos ser esclavos hasta la muerte. Éramos hombres de la Ciudad Prohibida. No nos amotinamos.
»Navegamos durante muchos días. El mar estaba desierto, sin tormentas, y pequeño, muy pequeño; parecía como si se doblara hasta perderse de vista al norte, el sur y el terrible oeste, como si el mar terminara a una hora de navegación de donde estábamos. Y luego también empezó a parecer así hacia el este. Pero la manaza del nórdico descansaba en el timón como si estuviera maldita, y la mano del hombrecillo gris era igual de firme. Nosotros cuatro estábamos casi siempre sentados en la proa, pues el manejo de las velas nos daba poco trabajo; mañana y noche nos jugábamos nuestros destinos a los dados, nos jugábamos amuletos y ropas... De no haber sido esclavos, nos habríamos jugado nuestros huesos y pellejos.
»A fin de llevar la cuenta de los días, me até un cordel al pulgar derecho y cada día lo pasaba a otro dedo, hasta que pasó del meñique derecho al izquierdo y llegó al pulgar izquierdo. Entonces lo coloqué en el pulgar derecho de Teevs. Cuando el cordel llegó a su pulgar izquierdo se lo di a Larlt. Así contamos los días y supimos cuántos habían transcurrido. Y cada día el cielo estaba más vacío y el mar se hacía más pequeño, hasta que pareció que el fin del mar estaba a tiro de flecha de nuestra roda y los costados y la popa. Teevs dijo que seguíamos un camino de agua encantado, trazado a través del aire hacia la estrella roja que es el Infierno. Sin duda Teevs debía de estar en lo cierto. No es posible que haya tal cantidad de agua hacia el oeste. He cruzado el Mar Interior y el Mar de los Monstruos... y puedo afirmarlo.
»Cuando el cordel estaba alrededor del dedo anular de Larlt, se desencadenó una gran tormenta desde el sudoeste. Durante tres días sopló con intensidad creciente, levantando las aguas en grandes oleadas hirvientes de espuma que llegaban hasta lo alto del mástil. Ningún otro hombre ha visto tales olas y nadie volverá a verlas; no son para nosotros ni para nuestros océanos. Entonces tuve una prueba más de que nuestros amos se hallaban bajo una maldición. Ni se dieron cuenta de la tormenta y dejaron que ésta arriara las velas por ellos. No se percataron de que Teevs era arrastrado por encima de la borda, ni de que estábamos a punto de zozobrar y llenos de agua hasta las bordas, ni que nuestros cubos para achicar estaban llenos de espuma como jarras de cerveza. Permanecían en la popa, ambos aferrados al timón, empapados por las continuas olas, mirando hacia delante, como si sostuvieran una conversación con criaturas a las que sólo los embrujados pueden oír. ¡Ay, estaban malditos! Algún demonio maligno preservaba sus vidas por alguna oscura razón. ¿Cómo si no salimos a salvo de la tormenta?