—Sí erijo el Ratonero—. Beberé. Eso no me da miedo. Pero tú beberás también.
El viejo emitió un grito ahogado y se debatió convulsamente.
—¡No, no! —exclamó—. ¡Mátame! ¡Mátame con tu cuchillo! ¡Pero la poción no! ¡No me hagas beber!
El Ratonero le inmovilizó los brazos, arrodillándose sobre ellos, y le levantó la mandíbula. De repente el viejo se quedó quieto y le miró, con una lucidez peculiar en sus ojos claros, de pupilas diminutas.
Es inútil le dijo—. He intentado engañarte, pues di a tu amigo todo lo que quedaba de la pócima. Ese liquido de la redoma es veneno. Tendremos los dos una muerte horrible, y tu amigo estará irremediablemente condenado.
Pero al ver que. estas palabras no afectaban al Ratonero, empezó a luchar de nuevo como un maniaco. El otro hombre fue inexorable: aunque recibió una mordedura profunda en la base del pulgar, abrió a la fuerza las mandíbulas del viejo, le apretó la nariz y le hizo tragar el espeso liquido púrpura. El rostro del anciano enrojeció y se le hincharon las venas. El ruido que hizo al tragar fue como un estertor de muerte. Entonces el Ratonero apuró el resto —cera salado como la sangre y tenía un olor dulzón repugnante—, y aguardó.
Lo que había hecho le llenaba de revulsión. Jamás había infligido semejante terror a un ser humano, y pensó que habría preferido darle muerte. La mirada del viejo era grotescamente similar a la de un niño sometido a tortura, pero el Ratonero se dijo que aquel pobre desgraciado conocía el pleno significado de los aullidos que ahora sonaban amenazadores en sus oídos. Casi estuvo a punto de dejarle alcanzar la daga hacia la que tendía su mano temblorosa, pero pensó en Fafhrd y la sujetó con firmeza.
Gradualmente la habitación se llenó de niebla y empezó a oscilar y girar lentamente. El Ratonero empezó a sentirse aturdido. Era como si el sonido disolviera las paredes. Algo tiraba violentamente de su cuerpo y abría a la fuerza su mente. Hubo entonces una oscuridad profunda, estremecida por un pandemónium de aullidos.
Pero no se oía sonido alguno en la vasta llanura misteriosa que sucedió de súbito a la oscuridad. Sólo veía y tenía la sensación de un frío intenso. Una luz lunar que no tenía una fuente precisa ni estaba empañada por nube alguna revelaba interminables extensiones de roca negra y delimitaba el horizonte sin ningún rasgo característico.
Se daba cuenta de que había alguien a su lado y que trataba de esconderse tras él. Entonces observó a corta distancia una forma pálida y supo instintivamente que era Fafhrd, alrededor del cual bullía una jauría de formas animales, oscuras como sombras, que saltaban y reculaban, acosando a la forma pálida, sus ojos con un brillo como la luz lunar, pero más intenso, y cuyos largos hocicos gruñían sin hacer ruido. El ser que estaba a su lado pareció encogerse más cerca de él. Y entonces el Ratonero corrió hacia su amigo.
La sombría jauría se volvió hacia él y se dispuso a resistir la acometida. Pero el animal que iba en cabeza pasó rozándole el hombro, y los restantes se dividieron y pasaron flotando junto a él como una negra y turbulenta corriente. Luego el Ratonero se dio cuenta de que la persona que había tratado de esconderse a sus espaldas ya no estaba allí. Se volvió y vio que las negras formas perseguían a otra forma pequeña y pálida, la cual huía con rapidez, pero la celeridad de los animales era mayor. Le pareció ver unas figuras más altas, con forma humana, entre la jauría. Lentamente fue disminuyendo su tamaño y se hicieron diminutas y vagas, pero aun así el Ratonero siguió percibiendo el horrible odio y el temor que emanaba de ellas.
Luego se desvaneció la luz lunar y sólo permaneció el frío, y al fin también éste se disipó y no quedó nada.
Cuando el Ratonero despertó, el rostro de Fafhrd le miraba.
—Note muevas, pequeño, no te muevas—le dijo—. No, no estoy malherido. Sólo tengo un desgarrón en una mano, nada importante; no es peor que lo tuyo.
Pero el Ratonero meneó la cabeza con impaciencia y separó del diván el hombro dolorido. La luz del sol penetraba a través de las estrechas ventanas, revelando el polvo que flotaba en la atmósfera. Entonces vio el cuerpo del anciano.
—Sí —erijo Fafhrd, mientras el Ratonero, debilitado, se recostaba. Ahora sus temores han terminado. Han acabado con él. Debería odiarle, pero ¿quién puede odiar a un cuerpo tan desgarrado? Cuando llegué a la torre me dio el bebedizo. Algo funcionaba mal en mi cabeza y creí sus palabras. Me dijo que me convertiría en un dios. Tomé la pócima y me sentí transportado a un yermo frío en el infierno. Pero ahora todo ha terminado y seguimos estando en Nehwon.
El Ratonero contempló los animales inequívocamente muertos que colgaban del techo y se sintió contento.
—¡Nací con la suerte por gemela! —rugió jovialmente Fafhrd, el nórdico, incorporándose con tanta rapidez que la frágil chalupa se balanceó un poco a pesar de los balancines—. Pesco un pez en medio del océano, le abro la panza, ¡y mira, pequeño, lo que encuentro!
El Ratonero Gris se apartó de la mano ensangrentada que se abría casi en su cara, frunció la nariz con una mueca despectiva, alzó la ceja izquierda y escudriñó. El objeto no parecía demasiado pequeño, ni siquiera en la ancha palma de Fafhrd, y aunque un poco cubierto de babaza, se veía sin lugar a dudas que era de oro. Era a la vez un anillo y una llave, la cual estaba dispuesta en ángulo recto, de modo que al usar el anillo quedase a lo largo del dedo. Tenía una especie de grabado. Instintivamente, al Ratonero Gris no le gustó el objeto. En cierto modo, en él se resumía la vaga intranquilidad que experimentaba desde hacía varios días.
Para empezar, no le gustaba el inmenso océano salado, y sólo el temerario entusiasmo de Fafhrd y su propia añoranza por la tierra de Lankhmar le habían impulsado a embarcarse en aquel largo viaje, ciertamente arriesgado, a través de profundidades inexploradas. No le gustaba el hecho de que un cardumen de peces hiciera hervir el agua a semejante distancia de la costa. Hasta el tiempo uniforme y calmo y los vientos favorables le molestaban, pues parecían indicar que ocultaban desgracias igualmente enormes, como las nubes cargadas de electricidad que se hinchan en el aire sereno. Un exceso de buena suerte era siempre peligroso. Y ahora el anillo, adquirido sin esfuerzo por un azar afortunado y sorprendente.
Lo examinaron con más detenimiento; Fafhrd le daba vueltas lentamente. El grabado del anillo, por lo que se podía descifrar, representaba un monstruo marino que hundía un barco. Sin embargo, era sumamente estilizado y tenía pocos detalles. Uno podría equivocarse. Lo que más asombraba al Ratonero, puesto que había viajado a lugares lejanos y conocía gran parte del mundo, era que no reconocía el estilo.
Pero el anillo resucitó en Fafhrd extraños recuerdos. Reminiscencias de ciertas leyendas contadas durante las largas noches nórdicas a la lumbre vacilante del fuego hecho con madera arrojada a la playa por el mar, cuentos de grandes marinos y de incursiones lejanas realizadas en las épocas antiguas; atisbos a la luz del fuego de ciertas piezas del botín logrado por algún ancestro sumamente lejano y considerado demasiado significativo por la tradición como para venderlo o trocarlo 0 incluso regalarlo; advertencias vagamente amenazadoras utilizadas para asustar a los niños que se sentían inclinados a nadar o navegar mar adentro. Por un momento, se le nublaron los ojos verdes y la expresión de su rostro torcido por el viento se volvió seria, pero sólo por un momento.
—Has de admitir que es algo hermoso —dijo riendo—. Qué puerta crees tú que abrirá? Yo diría que la de la concubina de algún rey. Es lo bastante grande como para caber en el dedo de un rey.
Lo lanzó al aire, lo cogió y lo frotó contra la tela rústica de su túnica.
Yo no me lo pondría —dijo el Ratonero—. Probablemente el pez se lo tragó al comerse la mano de un ahogado y habrá absorbido el veneno del cieno marino. Arrójalo de nuevo al mar.
—¿E intento sacar uno más grande? —inquirió Fafhrd con una sonrisa sarcástica—. No, me conformo con éste. —Se lo colocó en el dedo medio de la mano izquierda, cerró el puño y lo observó con ojo crítico—. También me servirá para atizar golpes —comentó.
Entonces, al ver que un pez enorme saltaba del agua y casi se metía en la parte baja de popa, levantó el arco, colocó en la cuerda una flecha sin plumas, cuya cabeza llevaba púas y contrapesos, y miró fijamente por encima de la borda, con un pie apoyado en el tolete. La flecha llevaba un sedal ligero y encerado.
El Ratonero le observaba, no sin envidia. Fafhrd, aquel hombre grande y esbelto, parecía adquirir una delgadez y una seguridad de movimientos del todo nuevas cuando se hallaban a bordo de una embarcación. Se volvía tan diestro como lo era el Ratonero en tierra. El Ratonero no era ningún marinero de agua dulce y podía nadar tan bien como Fafhrd, pero siempre se sentía un tanto intranquilo cuando sólo había agua a la vista, un día sí y otro no, del mismo modo que Fafhrd estaba inquieto en las ciudades, aunque le gustasen las tabernas y las peleas callejeras. A bordo, el Ratonero se volvía cauto y aprensivo; se imponía como deber el vigilar que no hubiera fisuras, ni fuegos incontrolados, ni comida envenenada ni jarcias podridas. No aprobaba que Fafhrd ensayara constantemente nuevos aparejos y esperara hasta el último momento para recoger las velas. Le molestaba un poco no poder calificarlo de audaz.
Fafhrd siguió escudriñando las aguas agitadas y veloces. Llevaba el largo cabello cobrizo recogido detrás de las orejas y atado firmemente. Vestía una túnica rústica de color marrón y calzones, y calzaba unas zapatillas ligeras de cuero, que podía quitarse fácilmente. Por supuesto, no llevaba cinto, ni la espada larga ni las demás armas, que estaban envueltas en una tela aceitada para evitar que se herrumbrasen. Tampoco llevaba joyas ni adornos, a excepción del anillo.
El Ratonero fijó la mirada en un punto lejano, donde las nubes se amontonaban un poco en el horizonte, más allá de la proa, hacia estribor. Se preguntó, casi con alivio, si no sería el mal tiempo que les tocaba ya. Se cerró un poco más la fina túnica gris a la altura del cuello, y movió un poco la caña del timón. El sol, que estaba a punto de ponerse, proyectaba su sombra agazapada contra la vela parduzca.
El arco de Fafhrd produjo un sonido vibrante y la flecha cayó en picado. El sedal siseó dentro del carrete que sostenía en la mano con que había sostenido la flecha. Lo controló con el pulgar. El sedal se aflojó un poco y luego tironeó hacia popa. El pie de Fafhrd se deslizó por el tolete hasta que frenó contra el balancín, a unos tres brazos de la borda. Dejó que el otro pie se —deslizara también y permaneció allí acostado, aferrado sin esfuerzo; el mar le bañaba las piernas, mientras él manejaba cuidadosamente al pez, riendo y gruñendo satisfecho.
—¿Y cómo ha ido tu suerte esta vez? —inquirió más tarde el Ratonero, mientras Fafhrd servía la carne blanca y tierna, ligeramente humeante, asada en la caja de fuego, dentro de la abrigada cabina de proa—. ¿Has conseguido un brazalete y un collar que hicieran juego con el anillo?
Fafhrd sonrió burlonamente, con la boca llena, y no contestó, como si en el mundo no hubiera otra cosa que hacer más que comer. Pero más tarde, cuando se tendieron bajo la oscuridad estrellada cubierta de nubes, azotada por un viento fuerte que soplaba a estribor y que hacía avanzar la embarcación a velocidad creciente, comenzó a hablar.
—Creo que le llamaban el reino de Simorgya. Se hundió bajo el mar hace siglos. Pero incluso entonces, mi gente había realizado incursiones contra aquel reino, a pesar de que fuese un viaje largo y que el regreso a casa fuera demoledor. Mis recuerdos no son muy firmes. Sólo oí retazos de conversaciones sobre el tema cuando era niño. Pero vi unos cuantos dijes grabados de un modo parecido a este anillo; sólo unos pocos. Las leyendas decían, según creo, que los hombres de la lejana Simorgya eran magos poderosos, capaces de dominar el viento, las olas y las criaturas submarinas. Pero por eso mismo el mar se los tragó. Y ahora están ahí giró la mano hasta que el pulgar apuntó al fondo de la barca—. Según cuentan las leyendas, en verano, mi gente efectuó una incursión contra ellos, y ninguna de las barcas regresó, salvo una, que volvió después de que hubiéramos perdido toda esperanza; sus tripulantes estaban medio muertos de sed. Nos dijeron que navegaron y navegaron, y que jamás llegaron a Simorgya, ni avistaron nunca su costa rocosa y chata, ni sus torres con muchas ventanas. Sólo el mar desierto. El verano siguiente y el otro partieron más barcas en busca de Simorgya, pero no lograron encontrarla.
—En ese caso —inquirió el Ratonero agudamente—, ¿no estaremos quizá navegando encima de ese reino hundido? ¿No es posible que el pez que pescaste no haya entrado y salido a nado de esas torres?
—¡Quién sabe! —repuso Fafhrd con aire soñador—. El océano es grande. Si estamos donde creemos que estamos, es decir, a mitad de camino rumbo a casa, es posible que así sea 0 quizá no. No sé si alguna vez existió de veras Simorgya. Los forjadores de leyendas son unos grandes mentirosos. De cualquier modo, es difícil que ese pescado fuera tan antiguo como para haberse comido la carne de un hombre de Simorgya.
—No obstante, yo tiraría el anillo —sentenció el Ratonero con voz apagada, apenas audible.
Fafhrd rió entre dientes. Su imaginación había despertado, veía el legendario reino de Simorgya, pero no a oscuras y cubierto por grandes oleadas de cieno marino, sino como podía haber sido hace tiempo, activo gracias al comercio y la industria, fuerte gracias a la extraña hechicería. Entonces, la visión cambió y vio una galera larga y estrecha, de veinte remos, como las que construía su pueblo, avanzando en un mar tormentoso. Un destello de oro y acero cubría al capitán que estaba en la popa, y los músculos del timonel se tensaban mientras luchaba con el remo del timón. Los rostros de los guerreros—remeros mostraban una jubilosa avidez, dominados por el deseo de saquear lo desconocido. La embarcación coda era como la punta sedienta de una lanza. Se maravilló ante la intensidad de la visión, y sintió que antiguos anhelos vibraban ligeramente en su carne. Palpó el anillo, acarició con el dedo el grabado del barco y el monstruo, y volvió a reír entre dientes.
El Ratonero buscó en la cabina una vela ancha, de grueso pabilo, y la colocó en un pequeño fanal de hueso a prueba de vientos. Colgado de la popa, hacía retroceder un poco la oscuridad. Hasta medianoche le tocaba montar guardia al Ratonero. Al cabo de un rato, Fafhrd se quedó dormido.