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Authors: David Lynn Golemon

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

—Lo siento, Lee, para eso debo decantarme por los chicos que ganaron la guerra. Tengo que suponer que saben bien lo que se llevan entre manos. —La última frase fue casi interrumpida por las puertas del ascensor que se cerraban.

Lee se quedó allí de pie y vio iluminarse la flecha que indicaba hacia arriba. Sintió que lo dejaban a un lado del mayor Evento desde el nacimiento de Jesucristo y que no había nada que pudiese hacer al respecto.

Garrison Lee llevaba casi cinco días sin tener noticias del presidente. Estaba organizando unas asignaciones para algunas misiones sobre el terreno cuando Alice entró en su despacho y abrió el cajón inferior derecho del escritorio, en su interior había un voluminoso teléfono de color rojo. Alice cogió con la
mano
la pequeña asa y sacó todo el aparato de su soporte de seguridad. Luego descolgó el auricular y se lo dio a Lee.

—Es el presidente, y no parece que esté de muy buen humor —informo Alice.

—Señor presidente, Lee al habla.

—Señor Lee, quiero que usted, junto con sus mejores científicos y su personal de seguridad, salgan de ahí zumbando y se hagan cargo de ese maldito lío que hay montado en Roswell.

—¿Qué es necesario que sepa?

—¿Que sepa, Lee? ¿Es que no ha leído los periódicos?

—He estado muy ocupado, señor.

—Maldita sea, el Ejército del Aire acaba de emitir un comunicado de prensa afirmando que tienen en su poder un maldito platillo. Acabo de tener al teléfono al general LeMay, al general Ramey y a Allan Dulles y han intentado tomarme el pelo. Esos hijos de puta no saben con quién se la están jugando.

—LeMay y Dulles intentarán lo que sea en cuanto crean que está usted pisando su terreno. —Lee conocía bien a Allan Dulles y sabía que siempre tenía motivos ocultos para todo lo que hacía. Cada uno de sus movimientos lo había calculado en función de los beneficios que él y el grupo para el que trabajara pudiesen obtener.

—Escúcheme bien, señor Lee —dijo Truman alargando la palabra «señor» durante un espacio de tiempo que pareció un mes entero—, este es mi maldito terreno, ¿queda entendido, hijo?

—Sí, señor presidente, entendido, estoy completamente de acuerdo. Es su pedazo de tierra.

—Mío y de la gente de este país, que es la que nos paga el sueldo. No se lo tome a mal, pero de vez en cuando hace falta poner en su sitio a todos estos generales y demás fantasmas. Supongo que tiene a su disposición algún aeroplano.

—Tenemos doce, señor: cuatro Dakotas C-41, tres Mustang P-51 y varias naves de reconocimiento.

—¿P-51? ¿Quién demonios se los ha dado? En fin, da igual. Como le iba diciendo, quiero que usted y el equipo de científicos y sabiondos que necesite, se trasladen al desierto y se hagan cargo de todo ese desastre cuanto antes.

—Sí, señor.

—Lee, una cosa. —Daba la sensación de que el presidente estuviese afilándose los dientes—. Le he enviado una carta firmada por mí, autorizándole a hacer cuanto considere oportuno; cuenta con todo mi respaldo. Si hace falta ahorcar a alguien, yo le facilitaré la soga.

—Enseguida nos pondremos en marcha, señor presidente, y gracias, señor.

—Nada de gracias, vaya y averigüe qué está pasando. Y dígales que si es necesario que acuda yo personalmente a pegarle a alguien un tiro en el trasero, lo haré.

—Se lo comunicaré a quien haga falta, señor presidente —contestó Lee, antes de darse cuenta de que del otro lado ya habían cortado la comunicación.

Alice le dio un sobre sellado.

—Acaba de llegar procedente de la Casa Blanca —dijo.

Lee lo abrió y lo leyó por encima. En efecto, excepto al asesinato, le autorizaba a recurrir a cualquier método para conseguir la cooperación de la Fuerza Aérea y del Ejército.

—¿Qué ocurre, Garrison?

—Me parece que voy a tener que volar hasta Nuevo México para descubrirlo.

Capítulo 15

Roswell, Nuevo México

8 de julio de 1947, 20.00 horas

Los cuatro Dakotas C-41 que habían sobrevivido a la última guerra tomaron tierra en la pista de aterrizaje del aeródromo militar de Roswell a las ocho de la tarde de aquel mismo día. Cruzaron filas y filas de bombarderos B-29 que bordeaban la pista hasta llegar a un pequeño hangar, controlados en todo momento por la atenta mirada de los ocupantes de los cuatro jeeps de la policía del Ejército del Aire que los escoltaban.

A Lee no le preocupaba lo más mínimo su presencia. Mirando por la ventanilla vio los inmensos bombarderos y pensó que, pese a lo envejecido de su aspecto, aquellos bichos seguían pareciendo tremendamente letales. El grupo combinado 509 de Bombarderos era famoso en todo el mundo por haber contado entre sus filas con un avión llamado Enola Gay.

El oficial de Inteligencia del grupo de Bombarderos, el coronel William Blanchard, los esperaba a los pies de la escalera, una vez esta fue colocada por el personal de tierra de la base. El fuerte viento agitaba los bajos del pantalón del oficial y lo obligaba a sostener su gorra con la mano mientras esperaba a que Lee descendiera.

—General Lee, tenía entendido que había vuelto a la vida civil después de la guerra. —El coronel le tendió la mano, pero Lee hizo caso omiso del ofrecimiento. Detrás de él bajaron hombres cargados con cajas y bolsas. Del segundo, tercer y cuarto Dakotas descargaron piezas de equipamiento más voluminosas y, por las puertas laterales de carga, salieron los integrantes del equipo de seguridad del Grupo Evento. A Garrison no le sorprendió que el oficial de Inteligencia de la base supiese quién era él y para quién había trabajado.

Lee miró la lista del organigrama de la base que había estudiado durante el vuelo.

—Usted debe de ser el coronel Blanchard.

—Sí, señor.

—Coronel, ¿dónde está el oficial al mando?

—El comandante de la base…

—No necesito al comandante de la base, coronel, me refiero al hombre que está al mando de… —Lee volvió a mirar en su carpeta, buscando entre las hojas que le habían enviado desde Washington—. De la operación Salvia Purpúrea.

Aquello pareció coger por sorpresa a Blanchard.

—Me parece, señor, que desconoce la actual forma de proceder de la Inteligencia Militar.

Lee sonrió y se quitó el sombrero, con lo que el parche que le cubría parte del rostro quedó al descubierto.

—Coronel, hace dos años estaba en activo como general de brigada de la Oficina de Servicios Estratégicos. En la actualidad ostento un rango civil equivalente a general de cuatro estrellas, así que no se atreva a decirme cómo funciona el Ejército o su aparato de Inteligencia. ¡Johnson! ¡Bridewell! —gritó luego a su espalda.

Dos hombres pertenecientes al equipo de seguridad del Grupo se acercaron corriendo al lugar donde estaban Lee y el coronel. Todos llevaban uniformes del Ejército y armas colgando del cinturón.

—Si el coronel dice cualquier cosa que no sea «Sí, señor» o no nos conduce hasta el lugar donde están guardados los restos del accidente y la persona al mando de esta investigación, arréstenlo bajo las acusaciones de desobedecer una orden directa del presidente de los Estados Unidos y de obstruir una investigación presidencial.

Los dos hombres se colocaron a los lados del coronel Blanchard en posición de firmes.

—Muy bien, si el presidente quiere a aficionados al mando de esto, él solo se está cavando su propia tumba —dijo el coronel mientras el viento seguía dándole en la cara; luego se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada del hangar.

Todos siguieron a Blanchard como si formaran parte de un desfile. Garrison había reunido al equipo más numeroso desde la expedición Lincoln al monte Ararat en 1863. Contaba con metalúrgicos, lingüistas, paleontólogos, científicos e investigadores médicos y atómicos, teóricos cuánticos, ingenieros de estructuras, expertos en maquinaria y sesenta miembros de su equipo. Los teóricos de física cuántica eran un préstamo de un amigo suyo en Princeton llamado Albert Einstein. Un P-51 los había traído desde Nueva Jersey hasta la polvorienta pista de Las Vegas, y no es que estuvieran demasiado contentos con el asunto. Albert le pediría algún favor dentro de poco a cambio de aquello.

Blanchard entró en uno de los imponentes hangares del aeródromo militar de Roswell. De lado a lado, era lo suficientemente grande para dar cabida a dos B-29. La policía militar había rodeado el edificio y todos sus efectivos portaban carabinas MI o metralletas Thompson. El coronel echó un vistazo atrás, por encima del hombro, y miró con rabia a Lee al tiempo que veía cómo el personal de seguridad del Grupo se acercaba a los miembros de la policía militar y les daba instrucciones. Blanchard frunció el ceño y abrió una pequeña puerta situada a la izquierda de las gigantescas puertas del hangar. Lee lo siguió hasta una espaciosa oficina llena de humo donde había varios hombres. El coronel Blanchard se acercó a un hombre de camisa blanca y gesto sorprendido, y le dijo algo en voz baja.

Lee examinó las caras de los presentes en la oficina mientras su equipo de seguridad hacía también su entrada en el despacho. Una vez dentro, cerraron la puerta, de forma que el ruido del viento se redujo; inmediatamente rodearon a los militares que había en la oficina.

Los hombres que estaban allí de pie, ligeramente sorprendidos, eran personal de Inteligencia que Lee había conocido durante su tiempo de servicio en la Oficina de Servicios Estratégicos. Pero toda la atención de Lee se fijó en un hombre que estaba sentado solo en una de las mesas y que daba toda la impresión de no encajar para nada allí. La potente luz que lo enfocaba lo hacía sudar abundantemente. Estaba despeinado; miró a Lee con gesto cansado y luego volvió la vista hacia otro lado. Garrison se fijó en un hombre que estaba apoyado contra la pared enfrente de él. Lo reconoció como uno de los que aparecía en los listados e informaciones que había recibido, entre las cuales iban incluidas algunas fotos. Se trataba del comandante Jesse Marcel. El comandante le sostuvo la mirada y luego hizo un gesto de hastío con la cabeza.

—¿Puedo ayudarle en algo…? ¿General Lee, verdad? —dijo el hombre con el que había hablado Blanchard. Dio un paso adelante, le ofreció la mano y dijo—: Soy Charles Hendrix, de Inteligencia Militar, consejero especial del general LeMay.

Lee continuó mirando al hombre que llevaba un mono y una camisa vaquera sudada y que agachaba la cabeza hacia la mesa. En vez de estrechar la mano de Hendrix, le dio la carta del presidente sin ni siquiera dedicarle una mirada.

Hendrix leyó la carta, con gesto contrariado primero, y luego se encogió de hombros.

—El presidente no debería preocuparse tanto por esto que tenemos aquí.

Lee sabía qué tipo de persona que tenía delante. Se había encontrado con unos cuantos así durante la guerra. Su frase favorita era «Es por el bien del país», y la utilizaban para justificar cualquier acción, desde la tortura al asesinato.

—Señor Hendrix, a lo mejor tendría que decirle usted mismo y en persona al presidente eso de que no debería preocuparse tanto. Y por cierto, si no tiene muy claro qué tratamiento darme al hablar conmigo, pruebe con «el hombre al mando».

—Lo que quiero decir es que me da la impresión de que el presidente no tiene un conocimiento suficientemente claro de lo sucedido en este lugar —opinó Hendrix, sacando un cigarrillo del paquete de Camel que llevaba en el bolsillo de la camisa.

Lee sonrió.

—Se sorprendería al saber las cosas que él sabe, y si no tiene bastante conocimiento de la situación es porque alguien no está transmitiendo la cantidad necesaria de inteligencia. No vuelva a hacer juegos de palabras conmigo. —Lee cogió una silla al lado del hombre que había en la mesa y se sentó sin prisa. Se quitó el sombrero y lo dejó sobre la mesa. Sonrió al hombre, con la intención de tranquilizarlo, aun siendo consciente de que su cicatriz podía provocar el efecto contrario.

—Este hombre está retenido y lo estamos interrogando —dijo Hendrix con calma, con la cerilla a un centímetro del cigarrillo.

Garrison se volvió y miró al hombre de Inteligencia Militar, luego volvió a llevar la vista hasta el asustado caballero que seguía con la cabeza gacha.

—Sargento Thompson, apague esa luz, por favor.

Uno de los hombres de seguridad caminó hasta la pared y desconectó uno de los enchufes. Toda la zona de la mesa se oscureció hasta convertirse en un espacio más agradable, iluminado solamente por las luces fluorescentes del techo.

—No sé a usted, pero a mí me molesta mucho la luz fuerte.

El hombre que había en la mesa no respondió, tan solo llevó una temblorosa mano hasta un moratón que tenía en la mejilla.

—¿Quién es usted, señor? —preguntó Lee.

—Bra… Bra… Brazel —contestó.

Lee buscó las notas que había reunido a partir del teletipo procedente de Washington. El nombre le resultaba familiar.

—Usted trabaja en un rancho a unos… ciento diez kilómetros de aquí, ¿no es cierto?

El hombre delgado miró al senador y luego echó una rápida mirada a Hendrix, que estaba de pie detrás de Lee, observándolo con calma. Lee comprendió la rápida mirada del hombre y pensó:
Este hombre está muerto de miedo
.

—No se equivoque, señor Brazel, yo soy el jefe aquí. Le hablo en nombre del presidente de los Estados Unidos. —Lee le puso una mano sobre la rodilla y le dio unas palmaditas.

De pronto, el brazo derecho del hombre se alzó y señaló a Hendrix.

Eso mismo me dijo él, que el presidente quería que dijera que era mentira lo que encontré. Brazel agacho la vista—. Y lo que encontré es verdad —farfulló en un suspiro casi inaudible.

Lee miró a Hendrix, que le sostuvo la mirada con arrogancia.

—Eso sí era una mentira, señor Brazel. El presidente nunca le pediría eso. Quizá podría pedirle que mantuviera silencio al respecto, pero no que mintiese.

—¿No? alcanzó a preguntar el hombre. Miraba a Lee fijamente a los ojos, intentando dilucidar si lo que le decía era la verdad.

—No, señor Brazel. Ese hombre de ahí le dijo eso, no el presidente Truman.

—Dijo que algo malo me podría ocurrir a mí y a los míos, y que nunca nadie nos encontraría.

Lee cerró el único ojo que le quedaba e intentó no volverse a mirar a Hendrix. En vez de eso, volvió a darle unas palmaditas a Brazel en la pierna.

—Nadie va a hacerle daño ni a usted ni a su familia, eso se lo prometo. —Se acercó un poco más y miró al hombre a la cara.

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