Evento (31 page)

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Authors: David Lynn Golemon

Tags: #Ciencia Ficción, Intriga

El agente dio un respingo al escuchar el repentino sonido de la radio del coche patrulla, que rompió el inquietante silencio que se había instalado en el viejo fuerte. El policía miró hacia atrás, a la puerta abierta del coche; luego miró a su compañero y dejó escapar el aire que llevaba un rato reteniendo sin haberse dado cuenta. Había estado en este lugar cientos de veces, y lo máximo que le había tocado hacer había sido echar de allí a algunos chavales que venían con sus viejas motos o hacer que viniese algún equipo de mantenimiento a llevarse de allí las botellas de cerveza y la basura que dejaban.

Tom Dills, su compañero, se había quitado el sombrero y estaba de rodillas junto a una de las motos que estaban volcadas. Movió la cabeza hacia los lados, con una mezcla de incredulidad y de sorpresa ante los arañazos que había en el depósito de gasolina de la vieja Harley Davidson. Los boquetes eran irregulares y profundos, y habían atravesado las dos capas del depósito.

—¿Qué demonios ha pasado aquí, George? —le preguntó a su sargento.

El agente George Milner se quedó mirando a una de las motos que estaban tumbadas y luego se fijó en una que estaba en pie, con el caballete puesto aún en su sitio.

—Algo muy raro, sin duda —contestó.

Un remolino de polvo surgió de pronto en medio de los viejos cimientos y provocó que los dos agentes se sobresaltaran. Dills sacó rápidamente la pistola de su funda y los dos hombres se quedaron mirando cómo el remolino avanzaba hacia un muro, se partía, se volvía a juntar y se perdía en dirección al desierto. Milner enfundó su Stetson dudando de si su compañero le dispararía al torbellino. Hubo algo muy raro que también le llamó la atención, así que se acercó a ver qué era aquel montón de tierra que había alrededor de un agujero bastante grande. Daba la impresión de haber sido excavado recientemente. La tierra parecía haber sido removida hacía muy poco; dándole una patada, comprobó que el sol del desierto solo había secado la capa más superficial.

—¿Qué te parece, tendrían alguna trifulca con otro grupo de motoristas? —preguntó Dills, quieto donde estaba, mientras enfundaba la pistola.

—Solo hemos visto sus huellas llegar hasta aquí, Tom. —Milner siguió observando el agujero—. Ven a echar un vistazo a esto.

Dills se acercó y se detuvo en aquel hoyo. Algo líquido había mojado el montón de tierra que se había secado luego al sol y se había endurecido.

—¿Qué es eso, gasolina? —preguntó, mirando a su alrededor con cierto nerviosismo.

—O sangre. —Milner enfundó el arma y se agachó apoyándose tan solo en una rodilla. Extendió la mano y palpó un terrón de arena seca. Se frotó las yemas de los dedos y apareció una mancha roja brillante—. Maldita sea. —Se quedó allí de pie sin pensar en nada, frotándose los dedos con más fuerza para quitarse la sangre—. Mira, está por todas partes. —Señaló hacia otros lugares donde la sangre había sido derramada y se había secado al sol—. Será mejor que informemos de esto —dijo mientras se dirigía hacia el coche patrulla.

—Nos hemos quedado sin fin de semana —dijo Dills, con toda la bravuconería de la que fue capaz, aunque también deseaba que vinieran más efectivos.

Dills miró una de las matrículas que había sobre el parachoques de una de las motos.

—Estos tíos eran de California, a lo mejor han sido tan idiotas que se han ido andando por el desierto —habló nuevamente y sonrió, pero luego se puso serio al ver que su sargento no parecía tener ganas de hacer bromas sobre los de California, y mejor así, porque Dills solo lo había dicho para que no se le notara lo nervioso que estaba empezando a ponerse.

—¿Te has dado cuenta de otra cosa? —preguntó Milner, deteniéndose en medio de los muros de adobe devorados por los gusanos.

—¿De qué? contestó Dills, mirando a su alrededor algo nervioso.

—No se ve ni se oye a ningún maldito animal, ni siquiera a los malditos grillos.

El agente más joven escupió su palillo en la arena.

—Muy bien, ahora sí que me estás acojonando, sargento. Podía haber seguido perfectamente sin reparar en ese pequeño detalle.

Los dos agentes del estado se quedaron mirando el desierto, buscando cualquier atisbo de movimiento. El hecho de no ver ni oír nada intensificó su ya de por sí activada imaginación. Los dos habían oído las historias que ese viejo de Gus Tilly contaba en el Cactus Roto y, junto con el resto de clientes habituales, se habían reído al escuchar los cuentos acerca de los fantasmas que había en el viejo fuerte, se habían reído en su cara hasta que Julie, la propietaria, había acabado por golpearles con un trapo húmedo. Pero ahora mismo, mirando por entre los restos de los viejos muros de adobe, a plena luz del día, era posible creer en cualquier cosa, incluso en fantasmas.

—Bueno, más vale que informemos de esto, sea lo que sea lo que haya sucedido.

Milner pasó por encima del pequeño muro y cuando estaba a unos tres metros del coche patrulla, delante de él se produjo algo parecido a una explosión de arena y de polvo, que luego se dirigió hacia donde estaba Dills. Milner siguió con la mirada cómo la tierra iba saltando por el suelo hasta que desapareció por debajo de la pared de adobe e hizo saltar por los aires un pedazo de muro de tres metros de alto.

—¡Cuidado, Tom! —gritó asustado, desenfundando el arma con la mano derecha.

Dills estaba de espaldas al coche patrulla cuando el suelo y el viejo muro que había detrás de él saltó por los aires. Se dio la vuelta rápidamente y los dos agentes se quedaron mirándose en silencio mientras el polvo, la arena y las rocas salían disparadas, de forma que les era difícil verse el uno al otro. Milner oyó que su compañero gritaba algo, pero no pudo entender lo que decía. Cuando la arena y el polvo se evaporaron, el agente Tom Dills había desaparecido. En su lugar solo quedaba su sombrero, dando vueltas sobre el suelo.

Milner seguía apuntando con su arma automática en la dirección en la que había visto por última vez a su compañero; echó a correr hacia el punto exacto donde Tom estaba hasta hace un momento. Dio unos pasos y cayó en la cuenta de que tenía que informar enseguida, porque nadie sabía que estaban allí. Se dio la vuelta y corrió hacia el coche, tratando de no resbalarse sobre la arena con sus botas de vaquero.

La tierra volvió a explotar en el lugar donde Tom había desaparecido. Ahora, fuera lo que fuera, aquella cosa se movía más deprisa de lo que lo había hecho antes. La ola que formaba volvió a chocar contra los ruinosos cimientos y de nuevo hizo saltar el viejo muro de adobe en todas direcciones. Milner profirió un grito e intentó avanzar más rápido mientras esquivaba los pedazos de muro que caían del cielo, consciente de que su vida estaba en peligro. Echó la vista atrás, apuntó con el arma por encima del hombro y efectuó dos disparos a la desesperada sobre la ola de tierra que se le aproximaba.

Vio impactar las dos balas, pero la ola no hizo sino acelerar. Cuando estaba a punto de chocarse con el capó del coche se dio la vuelta. La puerta del conductor estaba abierta; Milner se agarró a ella y se metió en el coche, casi cerrándola con la inercia. Se lanzó hacia el asiento delantero, cogió la radio, y a punto estuvo de dispararse en la cabeza con el nerviosismo y las prisas. Mientras tanto, los trozos de adobe caían sobre el capó y el techo del coche patrulla.

—¡Aquí la unidad treinta, aquí la unidad treinta, joder! —gritó por el micrófono, sin obtener respuesta. Estaba a punto de repetir su desesperada llamada cuando sobre el capó y el parabrisas cayó más polvo y tierra.

El polvo salía despedido en círculo alrededor del vehículo cada vez a más velocidad. Primero estaba a un metro del coche, luego a metro y medio, luego a dos metros. El polvo que impregnaba el aire no dejaba pasar la luz alrededor del coche patrulla, y Milner intentaba en vano ver lo que pasaba. El coche empezó a agitarse de lado a lado, subiendo y bajando sobre los amortiguadores. El micrófono se le escapó de las manos, mientras intentaba sujetarse cogiéndose del cinturón de seguridad y del salpicadero. Algo tiró del coche y el vehículo cayó sobre el suelo provocando un atronador estruendo. Cuando miró por la ventanilla, entre el polvo y las piedras que saltaban por el aire, vio que el coche estaba enterrado más de un metro bajo el suelo. Volvió a gritar y a tientas buscó la radio del coche, hasta que dio con el micrófono e intentó desesperadamente pulsar el botón de transmisión. De pronto, el coche patrulla fue lanzado por el aire. La puerta golpeó con tanta fuerza que el cristal se partió en pedazos. La puerta cerrada amortiguaba parte del ruido que provenía de fuera. Cuando el polvo fue cayendo sobre el coche, Milner pudo sentir que este se hundía todavía más en el suelo. Las piedras y la tierra cubrieron las ventanas y supo que había sido enterrado vivo. De nuevo, intentó ponerse en contacto por radio, pero los dedos le temblaban tanto que no conseguía coger el micrófono. En su apresurado intento por alcanzarlo, accionó las luces rojas y azules de emergencia, y estas se pusieron en marcha.

El interior del coche patrulla se quedó a oscuras al mismo tiempo que otro brusco movimiento lo lanzaba primero contra el asiento y luego hacia arriba. Se golpeó con el techo y empezó sangrar por el labio y por la parte superior de la cabeza. A tientas, intentó encender la luz de dentro del coche y, después de algunos intentos, sus temblorosos dedos consiguieron encontrar la palanca de las luces. Encendió los faros y luego giró el mando hacia la derecha haciendo que el interior se iluminara. Se pasó la mano por la cabeza y vio que estaba manchada de sangre. Luego se palpó el cuerpo, intentando ver si estaba herido. Fue entonces cuando se percató de que había algo fuera del coche. Los faros atravesaban la oscuridad y se reflejaban después sobre el polvo.

El efecto estroboscópico de los faros contra la roca hacía que aquello pareciera algún tipo de extraño espectáculo de juegos de luces. El polvo en el aire impedía que la luz entrara por los agujeros que había en la superficie.

Se dio cuenta de que no estaba enterrado, sino que había caído en una especie de pozo o de túnel, quizá algún tipo de cueva. Alargó la mano hasta hacerse con la linterna de emergencia que llevaba bajo el salpicadero y la encendió. Luego apuntó hacia delante a través del parabrisas tanto con la linterna como con el revólver. El polvo seguía formando remolinos mientras la luz se abría paso a través de la oscuridad.

—¿Qué demonios ha pasado? —se preguntó a sí mismo, y su voz sonó lejana y amortiguada en el viciado aire del coche. Sobre el techo golpearon más rocas, Milner se sobresaltó y gritó.

Fue consciente de que no habían podido caer de mucha altura, porque si no, el golpe le habría causado más daño tanto a él como al coche patrulla, así que quizá pudiera subirse al techo y auparse hasta alcanzar la superficie. Echó un vistazo hacia arriba a través de la ventana y vio la luz del atardecer, que entraba en el agujero de unos once metros por el que había caído.

—Tampoco está tan lejos —murmuró.

Con la linterna, iluminó la pared que tenía más próxima. Le dio la impresión de que tenía un tacto suave, como si fuera fruto de un descomunal mordisco, o como si estuviera hecha de cemento de color negro que hubiese sido pulido hasta quedar reluciente. Vio también las viejas raíces pertenecientes a árboles que habían desaparecido hacía mucho, y los arbustos enterrados en la parcialmente iluminada superficie, que se asomaban como si fueran los brazos y las manos de un antiguo esqueleto. Milner estaba ya preparado para abrir la puerta como fuera, cuando una sombra cubrió el espacio que había entre la luz y la pared.

Sus ojos intentaron adaptarse a la repentina oscuridad y acertar a ver qué era lo que había causado aquel cambio en el extraño túnel. El agente dio un grito cuando sintió que algo impactaba contra el polvoriento parabrisas y dejaba el vidrio de seguridad cubierto de una tela de araña hecha de grietas. Su segundo grito reverberó en el interior del coche tras rebotar en el cristal.

La luz iluminó los ojos helados y llenos de polvo, y Milner descubrió el maltrecho cuerpo de Dills cubierto de sangre; parecía que algo le hubiese dado un enorme mordisco entre la cabeza y la parte izquierda del pecho.

Milner gritó una vez más mientras echaba mano a la pistola y conseguía abrir la puerta y salir del coche.

El agente saltó del vehículo en el mismo instante en que la bestia surgía de entre la tierra y hacía volcar el coche patrulla. Milner escuchó el crujido del metal mientras el vehículo era lanzado por el aire con cada nueva embestida. Las luces delanteras se apagaron y una oscuridad casi total cubrió el túnel; solo algunos rayos de sol entraban desde arriba a través del polvo. Gracias a la luz de la linterna, Milner pudo ver unos inmensos brazos que impactaban una y otra vez en la parte inferior del coche patrulla. Luego, aquella cosa que embestía contra el motor cambió ligeramente el ángulo de ataque y fue moviéndose alrededor del vehículo, que estaba boca abajo, arremetiendo, retrocediendo y buscando un nuevo flanco por donde atacar. Milner intentó retroceder, clavando talones y codos sobre el suelo y desplazándose hacia atrás como si fuera un cangrejo, mientras respiraba entrecortadamente, aterrorizado.

El animal se giró al escuchar el ruido. El hombre pudo ver que aquellos maléficos ojos reparaban en él. Aquella cosa se desplazaba de forma suave y fluida, sus alargados brazos atravesaban el aire produciendo un fuerte silbido mientras balanceaba una larga cola (con el extremo en punta) que acabó de aterrorizar por completo al agente.

Milner intentó levantar la mano izquierda y disparar el arma que llevaba. Pero mientras intentaba retroceder, esta se había quedado atrapada debajo de su pierna derecha. El animal se quedó quieto, con la vista fija en el agente. Dio un paso adelante, luego otro, las garras de las patas traseras se hundían en la tierra oscura, la enorme cola hacía silbar el aire a su espalda. Luego una lengua ennegrecida salió de su boca y la bestia dio un alarido y movió la cabeza hacia los lados, desplegando los apéndices blindados que tenía alrededor del grueso cuello.

Un poco más arriba, sobre la superficie del desierto, un halcón sobrevoló la llanura a baja altura y se detuvo un momento en la boca del agujero por el que había caído el coche patrulla. Tras el alarido triunfal del animal y el sonido de un disparo, comenzaron a oírse los gritos del agente del estado de Arizona, George Milner. La pequeña ave de presa ladeó la cabeza y se alejó volando a toda prisa; la calma absoluta volvió a reinar en el desierto.

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