Bajo la superficie del desierto, el Destructor ingirió su alimento.
Chato's Crawl. Arizona. 32 kilómetros al este de Apache Junction
8 de julio. 19.00 horas
Billy Dawes contemplaba un pedazo del desierto y del valle a través del ventanal del comedor del bar-asador de su madre, pero por primera vez en su corta vida, la vista no le sugería aventuras ni historias que alimentaran su imaginación. Ahora parecía albergar un oscuro secreto que permanecía oculto para él y para la gente que tenía alrededor. No podía decir exactamente lo que era, pero el mundo ahí fuera parecía un lugar distinto en aquel momento y hubiera preferido vivir en algún sitio donde no hubiese desierto, ni valle, ni montañas rocosas.
Dejó de mirar por el ventanal y se fijó en la pareja de turistas; uno era un hombre con pantalones cortos de cuadros escoceses y calcetines oscuros; la otra, una mujer muy bronceada que debía de ser su esposa. Los dos estaban sentados en la barra comiendo unas hamburguesas y bebiendo unas Coca-Colas. Se habían pasado la última media hora discutiendo alrededor del mapa que acababan de comprar en la gasolinera de Phil. En el bar también estaba Tony Amos, haciendo todo lo posible por no caerse de uno de los altos taburetes. Se había acabado la cerveza que tenía delante hacía veinte minutos. También se encontraba allí la madre de Billy, secando los restos de los vasos con un trapo mientras miraba hacia donde él estaba, y sonreía.
Julie Dawes había adquirido el bar un año después de que el padre de Billy muriera en un accidente en la mina. Billy se sentía orgulloso de su madre, de la forma en que llevaba el bar-asador y de cómo se zafaba de las continuas insinuaciones de los mineros y obreros de la construcción que paraban en el Cactus Roto. Tenía treinta y ocho años y seguía conservando buena parte de su atractivo. Julie le guiñó un ojo cuando Billy pasó detrás de la barra y se puso a cortar limas y limones para el turno de la noche.
Luego se le acercó por la espalda y se echó encima del hombro el trapo que llevaba en la mano.
—¿No quieres dar una vuelta antes de que se haga de noche, cariño? Ya hago esto yo.
Billy cortó en cuatro cuñas la lima que había sobre la tabla y suspiró.
—Gus está en las montañas —contestó, confiado en que no se diera cuenta de su gesto preocupado, ya que no tenía ganas de explicar por qué las montañas le provocaban esa sensación.
Julie levantó la ceja izquierda con gesto de sorpresa.
—Eso nunca ha sido un impedimento. Pensaba que te gustaba.
Billy dejó el cuchillo y volvió a mirar a través del ventanal. Secó el ácido que había salido disparado de la fruta con el trapo que llevaba sobre la muñeca y se echó hacia atrás el pelo que le caía sobre la frente.
—No quiero salir hoy. —Se quedó dudando un momento—. Creo que mejor me espero a que vuelva el viejo Gus.
A Julie no le gustaba que Billy no tuviese más que un amigo; y que ese único amigo fuese Gus Tilly, que tenía edad suficiente como para ser su bisabuelo, le gustaba todavía menos. No es que no le cayera bien el viejo, pero pensaba que no podía ser bueno para Billy estar solo con Gus. Justamente por ese motivo estaba pensando en vender el Cactus Roto y volver a mudarse a los alrededores de Phoenix. El chico necesitaba estar rodeado de gente de su edad.
—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó.
Billy se dio la vuelta y miró a su madre, luego vio a los dos turistas que se habían montado en una de esas caravanas del tamaño de un acorazado y que estaban estudiando el mapa. Seguían enfrascados en una discusión acerca de si ir a la reserva de San Carlos o si ir a Nuevo México, a las cavernas de Carlsbad, así que no les estaban escuchando; pese a eso, Billy bajó el tono de voz.
—Hay algo… no sé lo que es, mamá. —Billy agachó la vista y se
quedó
mirando sus zapatillas de tenis—. Desde ayer hay alguna cosa extraña, no sé por qué.
Julie miró por el ventanal y le dio unas palmaditas en la cabeza.
—¿Por qué no vas arriba un rato a ver la tele? Ahora te subo yo un par de hamburguesas con queso.
Billy puso la mejor sonrisa que fue capaz y asintió con la cabeza.
—Sí, eso estaría genial.
Julie Dawes observó a su alicaído hijo subir las escaleras. Luego miró por el ventanal a la calle. No sabía muy bien qué era lo que le pasaba a su hijo, pero por alguna extraña razón tenía ganas de que los clientes llegaran algo más pronto hoy y de que les hicieran compañía. Tony, el bebedor solitario del pueblo, dio unos golpes en el vaso.
—Una cerveza más y ya —dijo el borracho arrastrando las palabras mientras levantaba la vista.
Julie se volvió hacia él y le dijo que no con la cabeza.
—De momento, no. Túmbate en tu camioneta un rato, luego más tarde ya veremos.
Él levantó otra vez la cabeza y, entrecerrando los ojos, se quedó mirando a Julie.
—¿Yo tengo una camioneta? —preguntó balanceándose un poco.
Julie lo vio bajarse del taburete y salir por la puerta. Luego se puso a escudriñar el desierto más allá del ventanal y se quedó pensando en lo que Billy había dicho acerca de que algo raro pasaba en el valle.
Montañas de la Superstición, Arizona
8 de julio, 19.30 horas
Gus se sentó en la destartalada mesa de la cocina que había en la cabaña de una sola estancia y echó un trago de café frío que había quedado en una taza vieja y desportillada. La silla en la que estaba sentado crujió cuando se incorporó para ver mejor a su invitado, que estaba casi íntegramente cubierto por la vieja manta del Ejército que Gus le había puesto para cubrir su dolorido cuerpo. Aparte de algunos temblores y espasmos, no se movía en absoluto. Un sentimiento de profunda impotencia volvió a invadirle mientras estaba allí sentado mirándolo.
Gus comprendió que, por alguna extraña razón que escapaba a su entendimiento, él había estado sintiendo las cosas que pensaba aquel extraño ser. Esas ideas fragmentadas le habían guiado a la hora de vendarle las heridas, indicándole dónde poner las vendas y cómo debía hacerlo: una muy grande en medio del cuerpo, haciendo presión en lo que él confiaba que fuesen solo un par de costillas rotas. En cuanto le puso alcohol por toda la zona y le colocó las vendas, el animal dio la sensación de respirar mejor.
La herida de la cabeza parecía más sencilla. Le puso Bactine y luego un poco de yodo, momento en el que el pequeño ser se estremeció de dolor. Luego le envolvió la protuberante cabeza con una gasa del botiquín que tenía en el cuarto de baño.
Gus hizo un gesto de cansancio mientras colocaba la taza de café sobre la vieja mesa de cocina, que evidenciaba haber conocido tiempos mejores, y después se puso de pie, estiró los brazos y bostezó. Mientras bostezaba, vio los enormes ojos que lo observaban desde debajo de la manta.
—¿Ya te has despertado, muchacho? —preguntó, dando un vacilante paso en dirección a la cama.
Gus había recorrido los once kilómetros que había hasta su casa con él en brazos y dando gritos para ver si su mulo Buck aparecía. Estaba molido de cansancio.
El viejo dio otro paso indeciso en dirección al viejo catre que había pertenecido al Ejército. Desplegó su nudosa mano en la mejilla y se rascó la barba que llevaba unos días sin afeitarse.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó mientras inclinaba la cabeza hacia un lado y se fijaba en cada uno de sus movimientos.
Muy lentamente, la manta se deslizó un poco hacia abajo. Los dedos que agarraban el áspero material del que estaba hecha la manta de color verde eran finos y largos. Las manos aún estaban sucias, ya que de momento Gus había dejado dormir a la pequeña criatura en vez de limpiarla frotándola con agua y una toalla.
El viejo buscador pudo ver cómo los grandes ojos almendrados se abrían y se cerraban con un gesto de dolor al mismo tiempo que los párpados se replegaban hacia los lados de la cabeza. Le iba a costar acostumbrarse a eso, pensó. Luego, muy lentamente el visitante levantó la cabeza.
—Y a era hora de que te levantaras, me estaba empezando a preocupar —dijo Gus, con la sonrisa más amplia de la que fue capaz, teniendo en cuenta las circunstancias.
Luego dio un paso atrás al oír que la criatura emitía un sonido lloriqueante.
—Venga, muchacho —dijo Gus al mismo tiempo que lo ayudaba a levantarse con las manos—. Te he traído de la montaña y te he curado. Lo primero que te toca es aprender a confiar. —Giró la cabeza y vio la vieja cocina eléctrica donde había un bote con sopa de pollo recién calentada—. Puedes comer un poco de sopa Campbell's calentita. —Le había echado tres pastillas de Tylenol a la sopa, con la esperanza de que el pequeño alienígena comiera.
Se acercó hasta donde estaba la placa eléctrica y cogió el bote humeante. Comprobó la temperatura introduciendo el índice. Satisfecho con el resultado, se limpió el dedo en los vaqueros sucios y llenó una taza con el humeante líquido. De uno de los cajones cogió una cuchara y volvió a lo que siempre le decía de broma a Billy que era el salón-dormitorio-estudio-biblioteca. Arrastró la vieja silla donde se había sentado y se acercó hasta la litera. La cosa seguía metida debajo de la manta, sin moverse ni un ápice. Continuaba mirando fijamente a Gus, otro gimoteo se le escapó de la boca.
—Venga, tienes que comer algo o si no me va a tocar llevarte al pueblo a que te vea el médico, si es que ese cabrón no está borracho otra vez. —Gus puso la silla junto a la cama y esperó un poco.
Muy lentamente, la mano estiró la manta hacia abajo. Los dos grandes ojos negros se quedaron mirando a Gus, entonces parpadearon mientras aquellos dos charcos oscuros descendían hasta ver lo que el viejo tenía en la mano. Una pequeña arruga recorrió la verdosa frente.
Menuda frente, pensó Gus. No hizo ningún movimiento, se quedó mirando a la criatura intentando sonreír en todo momento. El alienígena sacó la pequeña mano de debajo de la manta y se frotó con ella la cabeza, mientras miraba a Gus. Se dio cuenta de la gasa que el viejo le había puesto alrededor de la herida, la toqueteó e hizo un gesto de dolor. Luego miró a Gus, como acusándole de sus heridas. Los ojos se entrecerraron todavía más.
Gus seguía sin moverse, concentrado en mantener la estúpida sonrisa.
El pequeño ser volvió a llevar la mano a la herida y gruñó. Bajó luego la mano y miró a Gus un momento. Ladeó la cabeza hacia la derecha y echó un vistazo a la cabaña. Se quedó mirando un cuadro de Charles Russell en el que unos vaqueros guiaban al ganado. En la copia de la famosa pintura se podía ver el ganado y los jinetes en una larga procesión por la pradera. Los grandes ojos se quedaron un momento fijos en la imagen y luego volvieron a mirar a Gus. El visitante parpadeó e insistió en mirar la reproducción. Debajo de ella, Gus tenía un viejo pollo de porcelana que había encontrado en el desierto hacía algún tiempo. No estaba del todo seguro, pero pensaba que era una hucha para niños.
Su mirada se posó entonces en un montón de libros ordenadamente colocados encima de un estante y descendió luego hasta otra reproducción. Era uno de esos cuadros cursis en los que aparecen perros de diferentes razas jugando al póquer y fumando puros sentados alrededor de una mesa cubierta con un tapete de color verde. El pequeño alienígena abrió los ojos de par en par y también la boca, sorprendido mientras miraba el extraño cuadro.
Gus miró hacia el cuadro, luego se giró y se encogió de hombros.
—Me lo regaló el pequeño Billy Dawes por Navidad. He tenido que mirarlo más de mil veces para empezar a acostumbrarme —dijo, mientras en la boca se le dibujaba una sonrisa de tristeza.
Los ojos de la criatura abandonaron la imagen, luego volvieron y se centraron en otra. Era una antigua foto en blanco y negro en la que se veía a Gus con el uniforme del Ejército. Había sido tomada en San Pedro, California, justo antes de embarcar rumbo a Corea. En ella aparecía un hombre joven, y esa juventud irradiaba de cada rasgo de su rostro. Mostraba un gesto desafiante, parecía dispuesto a emprender cualquier aventura. Gus observó la imagen y vio al muchacho alocado que no sabía nada del mundo ni de la vida en
general
. Había aprendido entonces que en la inmensa mayoría de los casos, lo que sucedía en este planeta no tenía ningún sentido.
El alienígena se quedó mirando fijamente la foto, luego miró a Gus. Muy despacio señaló con la mano la foto y después señaló a Gus.
—Sí, ya lo sé, no hace falta que lo señales, estaba hecho un chaval. —Entonces bajó la mirada—. Hay cosas que le hacen a uno envejecer más de lo que debiera.
El pequeño ser ladeó la cabeza. Las pequeñas fosas nasales se ensancharon, seguidamente se relajaron y al poco se volvieron a ensanchar. Los grandes ojos se quedaron fijos en la taza de sopa que Tilly llevaba en la mano.
—¿Tienes hambre?
Gus levantó la cuchara y la sumergió en la taza. Luego la sacó y sopló suavemente. La criatura lo miraba mientras abría la boca todo lo posible, se echaba hacia delante y olfateaba otra vez.
—Sopa de pollo —dijo mientras apuntaba al desconchado pollo de porcelana que había encima de la cajonera—. Como ese pollo de ahí.
—Suuupadepolo.
Aquella voz cogió a Gus por sorpresa. Las palabras parecían llegar a través de algodones húmedos. Del susto, parte de la sopa se le cayó encima de la mano, pero a pesar de eso aún consiguió sonreír.
—No, supa de polo, no. Sopa de pollo —volvió a decir, pronunciando las palabras con la mayor claridad posible.
Los oscuros ojos parpadearon. Luego miraron a la taza, y después de nuevo a Gus.
—Soooopa de poooolloo.
—Eso es, muchacho, sopa de pollo. —Sonrió y luego soltó una risotada aunque no acabara de sentir la jovialidad de la situación.
La criatura lo miró y volvió a ladear la cabeza. De su garganta surgió un gruñido, hasta que se dio cuenta de que la risa no era un gesto de hostilidad por parte de Gus.
Lentamente, Gus levantó la cuchara y la acercó a la boca de la criatura, que estaba allí quieta, sentada con un gesto de pánico en la mirada. Entonces, estiró la mano y con uno de sus extraños y alargados dedos, tocó la punta de la cuchara hasta que esta se inclinó y la sopa se derramó encima de la cama. Con los ojos abiertos de par en par, vio cómo la sopa amarillenta caía sobre la manta del Ejército y la empapaba.
Gus sonrió y sumergió otra vez la cuchara en la sopa; luego la volvió a sacar y la acercó a la pequeña boca. Los grandes ojos oscuros volvieron a abrirse de par en par, luego parecieron tranquilizarse y la criatura se tragó la sopa. Gus intentó sacar después la cuchara, pero tuvo que tirar con fuerza porque el alienígena la tenía bien sujeta.