Fabulosas narraciones por historias (5 page)

—Cristóbal Heado, alias Temario, escúchame bien porque no voy a volver a repetírtelo: no seas tonto y no te comprometas. Deja que el tipo este, Giménez o como se llame, viva aquí o haga lo que le salga de los cojones. Ni a ti ni a mí nos importa un carajo. Es una cuestión de dinero, de mucho dinero, y hay gente gorda metida por medio. Me han dicho que te pegue un tiro si sigues jugando al rebelde, así de claro. Hemos sido muy amigos, y tú sabes, Cristóbal, que me jodería que te cagas el matarte.

Dicho lo cual, le machacó la boca de tres taconazos.

Después de cenar aún les dio tiempo a pasarse por la última sesión de
El Príncipe Carnaval,
una revista musical que hacía furor entonces y que tenía un estribillo tan pegadizo que Santos no pudo dejar de cantarlo en toda la noche: «El Príncipe Carnaval, ¡Carnaval!, no es ningún carcamal, ¡carcamal! Yo lo quiero para mí, ¡tararí! Su cuerpo lleno de sal. ¡Entra y sal!».

—Tu mecanismo de autocensura sólo funciona por saturación —le recriminó Marcelino mientras se dirigían al Fortín, un baile con chicas-taxi, para que Santos, que estaba, según dijo, un poco bravo, tocara alguna cinturita. No perdió nuestro amigo mucho tiempo en seleccionar: se acercó a la primera que vio y le preguntó que si bailaba.

—No, que estoy sudada —le contestó—. Pero una limonada sí que me tomaría, sí.

Y tuvo que invitarla. Marc y Pátric se rieron mucho; pero a Santos le supo mal el desparpajo de la bailarina y quiso marcharse. Se pasaron por La Parisina, un casino muy popular cuyas croupieres eran hermosas mujeronas alemanas que tenían los pechos descubiertos para distraer, se decía, la mirada de los jugadores y, de ese modo, hacer trampas. Estuvieron jugándose los cuartos hasta entrada la madrugada, hasta que se dieron cuenta de que tenían una mala noche. Entonces decidieron tomarse tranquilamente unas copas en Chicote, pero antes se pasaron por las races de autos ilegales que Teuco Salas, el hijo del embajador argentino, organizaba viernes y sábados, a partir de las tres, al final de la Castellana. Aquel acontecimiento congregaba a toda la juventud de Madrid. Allí se habían encontrado Pátric y Marc cuando sólo se conocían de vista, y se habían hecho amigos; y allí había conocido Patricio a María Catarata, una novia que tuvo hacía algunos años.

Terminaron, como se ha dicho, en Chicote. El club tenía una larga planta rectangular que al fondo se abría en un gran salón, tenuemente iluminado, donde giraban lentas las aspas de los ventiladores y donde la vista tropezaba siempre con conocidos rostros de toreros, cantantes y actrices, y con mujeres de aspecto distinguido, acompañantes de señoritos que habían venido de La Mancha para cerrar un trato de mulas.

Como era la última noche, Marc se puso sentimental y rememoró el día en el que Pátric y él intimaron, hacía ya seis años por lo menos, en las races ilegales del Teuco. Se conocían, pero no mucho, de la tertulia del Bellas Artes, a la que ambos solían acudir. Una tarde Marc leyó en público su primera obra de teatro,
Entelequia azul,
y Patricio le dijo que le había encantado. Luego, volvieron a encontrarse por casualidad en las carreras del Teuco, un poquito borrachos ya. Bebieron más, hablaron y se dieron cuenta de que estaban hechos el uno para el otro, dijo Marc poniéndose, según observó Pátric, demasiado melodramático.

—Pues si mi primo no te hubiera conocido, yo las hubiera pasado canutas cuando llegué a la Residencia. Así que brindo por ser primo de mi primo Marcelino proclamó Santos levantando su vaso. Patricio le imitó; no así Marc, quien prefirió mirarle fijamente.

—Tú y yo no somos primos, Santos; no llevamos la misma sangre; ya va siendo hora de que lo sepas —le soltó Marcelino de repente. Santos se rió y le preguntó que cómo era eso. Pero su primo no contestó inmediatamente, ni mucho menos. A Santos se le congeló la risa, y empezó a resultarle insoportable la manía de su primo. Marc se había quedado con los codos apoyados en la mesa y la mirada clavada en el fondo de su vaso, como si le hubiese parecido ver a alguien conocido dentro de su combinado. Finalmente, levantó la mirada y dijo con voz trémula que sus padres no habían tenido hijos. Hubo un silencio, porque al principio ni Santos ni Patricio entendieron lo que quería decir. Si sus padres no habían tenido hijos, entonces él no existía, dedujo Santos. Eso debía de ser terrible, mucho peor que estar deprimido, bromeó Patricio. A Marc no le gustó que trivializaran el asunto y dijo que él sí existía, que Carmen y Marcelino no podían tener hijos y que le habían adoptado. ¿Estaba diciendo el primo Marc que él no era quien había sido durante dieciocho años? Marc asintió, y la vida de Santos se desplomó como un castillo de naipes. Anda, Santos, no exageres, le dijeron. No era que su universo se hubiera construido alrededor del hecho de que Marc fuera su primo, eso era un naipe más; pero si lo quitaba todo lo demás se venía abajo. Ni Pátric ni Marcelino tomaron muy en serio esta tragedia interior de Santos. Pátric preguntó por qué Carmen y Marcelino no podían tener hijos, pero Marc no quiso contestar. ¿No era para ponerse enfermo la actitud de su primo?, pensó Santos. Pátric insistió y entonces Marc puso cara de circunstancias, dio un largo trago de combinado y a continuación una prolongada calada al cigarrillo rubio. Santos se revolvió en su silla. Marcelino es impotente, dijo Marc, y, acto seguido, expulsó el humo. Dijo también que había oído quejarse de ello a Carmen miles de veces. Bajó la mirada y permaneció con su cara de circunstancias. Santos, en cambio, abrió los ojos, las orejas, los orificios de la nariz, los esfínteres y todos los poros de su cuerpo para absorber cada palabra de su primo. Marc bebió prolongadamente del combinado y aseguró que Carmen era una mujer desesperada; dijo textualmente que Carmen vivía en el filo del abismo, del abismo de la locura; y les confesó que por primera vez ella se había dado cuenta de que podía morir virgen tras veinticinco años de matrimonio. Él, Marc, la había visto probarlo todo. ¿Qué?, preguntó Santos. Todo, contestó Marc (cara de circunstancias, larga calada al cigarrillo, prolongado trago de combinado). Se hizo un silencio, un silencio que a Santos le hubiera gustado romper con el sonido de una estaca golpeando la cabeza de su primo. ¿Qué cojones era «todo»? Pero Marc no quiso contestar. Aún bebieron unas copas más hasta que Marcelino anunció que él se tenía que marchar a Oxford dentro de unas horas y que le gustaría descabezar un sueñecito. Caminaron borrachos, cogidos de los brazos, entonando canciones regionales. La noche olía deliciosamente, y algunas personas de bien les insultaron a su paso. Se despidieron de Marcelino en el portal de su casa con una cierta solemnidad, garantizando ambas partes fortaleza de memoria y cartas corroboradoras. Vendrás en navidades, ¿no? Por supuesto. Bueno, Marc, aprende mucho inglés. Venga, dame un abrazo, Marcelino; cuídate mucho. Y tú también, cuídate mucho. Abrazos sostenidos. Marcelino se quedó un instante en la puerta, contemplando cómo atravesaban la plaza de Santa Ana, muerto de celos y con lágrimas en los ojos. Pero antes de desaparecer del todo, Santos y Patricio se volvieron y le gritaron adiós.

Bajaron abrazados por la calle del Prado; y, al pasar por las Cortes, Santos se empeñó en tomar el arranque, como él llamaba a la copa de antes de irse a casa. Patricio le llevó al Rector's Club, un nuevo local, selecto y refinado, en los bajos del Palace, donde se escuchaba una música muy moderna, llamada jazz, hasta entrada la mañana, en un ambiente distinguido y a media luz.

Pidieron scotch, y Santos se empeñó en jugar al juego de la verdad, sólo para poder preguntarle si lo que Marc les había contado era verdad o mentira.

—Tengo los mismos datos que tú, Santos. Yo creo que es verdad. ¿Por qué otra razón iba a hacer una narración tan fabulosa? Es muy triste, pero debe de ser verdad.

—Pátric, ¿tú eres marica? —le preguntó Santos a bocajarro.

—No.

—¿Y mi primo? ¿Mi primo es marica?

—Supongo que sí, pero ¿tan importante es eso para ti?

—¡Ay, qué coño! ¿Cómo no va a ser importante? ¡El caso es que lo sabía, lo sabía! —exclamó Santos, y apuró el whisky de un trago. Pidió otro y, sin respetar el turno, preguntó de nuevo:

—¿Te ha pedido Marc alguna vez que le des por culo?

—Me parece que me toca preguntar —le advirtió Pátric.

—Contéstame sólo a ésta, y luego preguntas tú dos veces: ¿te ha pedido Marc alguna vez que le des por culo? —suplicó Santos.

—Sí.

—¡Me cago en la madre que le parió! ¿Y tú qué hiciste?

—Es mi turno, Santos —volvió a recordarle Pátric.

—Luego preguntas tú todas las que quieras, pero dime lo que hiciste, por tus muertos.

Patricio se hizo de rogar. Fumó, bebió, volvió a fumar, y finalmente dijo:

—¿Qué podía hacer? Marc es mi amigo, entiéndelo.

—¡No me jorobes, Patricio, no me jorobes que le diste por culo! exclamó Santos abrumado, pero la explosiva carcajada de Patricio disolvió todas sus dudas. Santos se relajó, y le dijo que ya podía preguntar, que era su turno.

—¿Cuántas veces has cruzado tú un puente horrible? —le interrogó Patricio, y a Santos le sorprendió semejante pregunta.

—No sé, Pátric. Muchas, supongo.

—Seguro que esos puentes horribles, pese a serlo, unían los puntos imaginarios A y B, ¿verdad? Cruzaste esos puentes y los volverás a cruzar tantas veces como necesites trasladarte del punto A al punto B. ¿Has pensado alguna vez que por cada puente horrible que tú cruzaste hubo un ingeniero que dedicó su tiempo a diseñarlo? ¿Has pensado que lo diseñó horrible, y que sin embargo se lo construyeron, y que le pagaron por ello? ¿Y sabes por qué? Porque el punto A y el punto B necesitaban imperiosamente ser unidos por un puente.

Patricio hizo un gesto con las manos como diciendo ahí lo tienes, y se quedó en silencio, dejando a Santos con la incómoda sensación de que su amigo no había dicho nada, de que había llegado exactamente al lugar del que había partido. Como no sabía qué decir, pidió otros dos whiskies.

—Pátric, estás muy borracho. ¿Con qué fin me cuentas esta historia de los puentes?

—Porque aunque las novelas no unan puntos, creo que puede encontrarse alguna similitud entre el oficio de ingeniero y el de novelista: ambos sufrimos trabajando en nuestras obras. A partir de aquí, sin embargo, todo es diferente. ¿En cuánto tiempo se dibujan los planos de un puente? ¿En un mes? ¿En un año? Yo he necesitado tres para hacer algo que todavía no estoy seguro de que sea aceptable. Y como mi novela no une dos puntos, todos mis esfuerzos caerán en saco roto si no encuentro alguien que me la publique, tarea que me puede llevar tantos años como he empleado en escribirla. Y cuando la publique, de nada me habrá servido lo anterior si no consigo que sea un éxito.

—Pátric, tienes que meterte en la cabeza que para tener éxito tienes que tener padrinos. Quien tiene un amigo, tiene un tesoro, dice el poeta.

—Más me valdría tener talento.

—Talento tienes.

—Eso dice mi tío.

Santos le miró sin entender.

—¿No te he dicho nunca que mi tío, el inmortal Pereda, se me aparece todas las noches un poquito? Es acojonante. Ven, vámonos a dormir, y por el camino te lo cuento.

Y abrazado a Santos, de vuelta a la Residencia, mientras clareaba el cielo a sus espaldas, por Vallecas, Patricio le confió la historia de las apariciones y predicciones del tío José María:

—Resulta que don Galo, mi maestro en la escuela primaria, nos leía en voz alta historias mitológicas, fábulas de Esopo y leyendas de Bécquer, y luego nos pedía que escribiéramos un discurso, simulando ser uno de los protagonistas. Por ejemplo, si nos leía la fábula de la zorra y las uvas, nos mandaba que hiciéramos un discurso como si fuéramos las uvas. El caso es que mis ejercicios siempre tenían mucho éxito, y ninguno de mis compañeros podía escribir nada semejante. Mi tío José María, que era ya entonces un novelista de fama mundial, me había insistido desde muy pequeño en la importancia de redactar bien y de dominar la técnica de la descripción, usando gran variedad de adjetivos sencillos, pero exactos. Por eso era normal que mis discursos le gustaran sobre todo a él, a quien se los enseñaba después del colegio. El tío José María me los hacía repetir una y otra vez, diciéndome que tenía madera de escritor. De todos los discursos, el que más le impresionó fue el que puse en boca de la hormiga dirigiéndose a la cigarra. Escucha. Oh tú, que los trabajos abominas, vil chicharra, piensa en los frutos de tu canto y dime, odioso hemíptero, qué gloria esperas alcanzar, qué altas cumbres, qué inmemorial destino. Mírame, oh tú, regalado homóptero, y figúrate que cada grano que transporto es un vergel donde la fama germinará indómita y bestial como la verdura que nace orillica el Eufrates y el fiero Tigris.

—Sí es bonito, sí.

—Me lo hizo leer varias veces, mientras él lo escuchaba con los ojos llenos de lágrimas. Dos meses más tarde volví a leer la pieza, pero el tío José María no pudo escucharla porque estaba muerto.

—También es mala pata. ¡Menuda impresión para un chaval!, ¿no?

—No, no es que yo fuera a leérsela y que él estuviera muerto. Es que la leí en público el día de su entierro. España entera de luto me oyó por la radio recitar el discurso de la hormiga a la cigarra. Parece ser que hubo gente humilde y sin estudios, muy aficionada a los libros de mi tío, que pensó que yo llamaba chicharra a mi tío, y protestó en los periódicos. Me han dicho que Ortega y Gasset se reía, el gilipollas, a mandíbula batiente. Desde entonces, mi tío se me ha ido apareciendo periódicamente para darme ánimos o para sugerirme soluciones, siempre muy acertadas, en párrafos de cierta complicación.

Y así, llegaron a la Residencia a las siete de la mañana. Con los ojos como antorchas se cruzaron con Juan Ramón Jiménez, que a esas horas paseaba por el jardín de las adelfas en busca de inspiración. Buenos días, le saludaron, y él respondió con una inclinación de cabeza. Se metieron en sus cuartos; y al poco rato, cuando Santos estaba a punto de quedarse dormido, se abrió la puerta, y la tía Carmen entró en su habitación bailando para él la rumba de
El Príncipe Carnaval.
Llevaba un vestido muy fresquito y tenía el cabello recogido. No, recogido no, suelto. Suelto y húmedo, porque acababa de tomar un baño. Estaba desnuda. No, no estaba desnuda. Tenía un camisón y una toquilla sobre los hombros, pero había olvidado abrocharse los botones del pecho. No, no, no. Llevaba un vestido Liberty Charpe de talle bajo y escote cuadrado, con bullones y largos flecos muy divertidos. Movía el tronco con los brazos en cruz, y las dos tetas temblaban como flanes. Santos notó todos los síntomas. La tía Carmen se fue acercando con paso rumboso hacia la cama, donde él permanecía tapado hasta la barbilla.

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