Fabulosas narraciones por historias (7 page)

—Da gusto entrar en un lugar de la Residencia que huele a tabaco.

—Ya sabe que a mí me gusta que las cosas huelan, no como a ese loco de Jiménez. Ahora que han esterilizado La Casa y que viven ustedes en un pabellón tan aséptico, yo me refugio aquí, en este reducto oloroso que tanto molesta a muchos de mis colegas.

—No sabía.

—A Blas Cabrera, por ejemplo, le pone malo entrar aquí. No me importa; yo también me pongo enfermo cuando almuerzo en el inodoro comedor de La Casa: me siento como en un sanatorio de tuberculosos.

Santos escuchó con una sonrisa las palabras de don Homero, y después se sorprendió de ellas; eso dijo. Al margen de olores, Santos pensaba que todos los profesores apoyaban como un solo hombre la visita de Juan Ramón; que, en este punto, no había fisuras en el cuerpo docente de la Residencia.

—No sé de dónde se ha sacado usted esa idea. Bajo su apariencia de armonía, de modelo intelectual y de investigación, la Residencia es una empresa como otra cualquiera, con sus rencillas personales, con sus venganzas cicateras; con su jefe, que es un tirano, y con sus subordinados, que son unos holgazanes. En cuanto a lo de Jiménez, a mí, que esté él o que no esté, me da igual; pero creo que no puede obligarse a jóvenes de quince o veinte años a que guarden silencio a partir de las nueve de la noche. En fin, supongo que habrá dinero de por medio, como siempre. Aunque también hay a quienes les parece útil que venga otra vez y quien suspira con esa poesía para tuberculosos que escribe, y que, por lo tanto, se siente sinceramente honrado con su presencia. ¿Le sucede algo, Santos?

—No, no, nada, ¿por qué?

—No sé, le noto inquieto. En fin, a lo que vamos: le he mandado llamar para recordarle que este año es el último; que debe poner fin a su anarquía académica; y debe usted elegir área de especialización.

Homero Mur le miraba por encima de su expediente con los lentes en la punta de la nariz. La Residencia tenía, como las universidades británicas y modernas, un plan de estudios muy flexible que permitía al estudiante matricularse en todo género de asignaturas hasta que decidía su área de especialización, más o menos hacia el segundo año. A partir de ese momento, para licenciarse, debía cursar un grupo predeterminado de asignaturas relacionadas con su área. En teoría, el método era un cúmulo de ventajas. En la práctica, producía víctimas como Santos, quien después de cinco años matriculándose en las más variadas materias, aún no había descubierto su vocación, se ahogaba en un mar de confusión y vagaba por el plan de estudios como un alma en pena.

—Desde que llegó a la Residencia ha seguido usted cursos de Medicina, Educación Física, Matemática, Percusión, Ciencias Naturales, Historia de las Religiones, Agricultura, Filología Hispánica, Derecho y Arquitectura —recitó Homero Mur frente a un Santos avergonzado que se miraba la punta de los zapatos. Homero Mur se permitió alguna ironía:

—Le resta matricularse en Música, Tauromaquia, Arqueología y Filosofía, para convertirse en el primer residente que lo ha cursado todo.

Aunque Homero Mur le miraba fijamente y con gesto severo, Santos sabía que el enfado de su tutor era una pose, y que, en el fondo, le apreciaba y le tenía cariño. Lo que Santos temía y lo que le avergonzaba era su propia incompetencia.

—Santos, serénese. Este año se va a ver usted negro para completar los cursos. Últimamente no he tenido mucho tiempo, y le he prestado poca atención. Si me hubiera preocupado un poco más, tal vez usted no se encontraría en esta lamentable situación. Santos no le oyó.

—¿En qué áreas he seguido más cursos? —quiso saber. Homero Mur examinó con detalle el expediente y concluyó:

—Yo diría que… Botánica… ¡No!, perdón, Derecho. Ha cursado usted muchísimas asignaturas de Derecho. ¿Está usted interesado en el Derecho?

—No, pero ya está decidido: voy a ser abogado. Ya verá lo contento que se pone mi padre cuando se lo diga —atajó Santos expeditivo. Quería marcharse.

Homero Mur le manifestó sus inquietudes: el área de especialización no podía elegirse como se elegía una corbata. Había que pensar que ésa iba a ser la ocupación de toda la vida, etcétera, etcétera, etcétera. Pero Santos gastaba en esto de los estudios un maduro y saludable cinismo que doblegó a su tutor:

—Yo no tengo vocaciones, don Homero. Mi meta es la tranquilidad. No creo que ejerza de abogado en mi vida. Los cerdos dan mucho dinero y, como sabe, mi familia los tiene a porrones. Lo que ellos quieren es que yo me saque una carrera; lo de menos es cuál. Así que ya está decidido.

Homero Mur porfió:

—Santos, vamos a ver: ¿no hay nada por lo que sienta especial predilección, algo que le excite?

¡Ay, qué coño! ¡Pues claro que había cosas que le excitaban!, pero cómo iba a decirle a don Homero, mire, don Homero, a mí lo que más me excita son las cartas, las estampas y las daguerrohistorias de
La Pasión,
¿conoce esa revista? A mí me vuelve loco; llevo tres meses sin ella, y no puedo más. Lo primero que he hecho hoy ha sido comprar el último número, y lo que más deseo en este momento es encerrarme en mi cuarto con él.

—¿Le sucede algo, Santos?

—No, no, nada, ¿por qué?

—No sé, le noto inquieto. ¿De verdad que no quiere hacerme partícipe de alguna experiencia o hacerme alguna consulta?

—No. Lo único es que tengo una cita ahora…

—¡Ah! No sabía… En fin, en ese caso no quiero entretenerle más. Le repito: medite, no se apresure y, haga lo que haga, haga siempre lo que más desee, y hágalo con entusiasmo y pasión.

Y así lo hizo: salió del despacho con una sonrisa de cardenal y, en cuanto cerró la puerta de don Homero, corrió a su cuarto y se lanzó sobre la cama. Bajo la almohada esperaba fiel su vocación, su refugio, su consuelo,
La Pasión.
Se sumergió en sus páginas: contempló mujeres de ojos cerrados que se parecían a la tía Carmen, y mujeres de labios entreabiertos que le recordaban a la tía Carmen; mujeres de cabeza desmayada como Cristos crucificados, idénticas a la tía Carmen; y mujeres sin rostro, pero con vulvas como la llaga de la Santa Lanzada, que ocupaban toda la página, con sus pliegues dilatados por la penetración de un miembro hinchado, en el que asimismo se dibujaba el contorno de las venas llenas de sangre; había mujeres que ofrecían su pecho como masa de pan o pellejo de vino; que lo sujetaban como si fuera demasiado pesado para poderlo llevar sin ortopedia; mujeres con pollas como estacas en la boca (la comisura de los labios de estas mujeres había adquirido el punto de máxima elasticidad, pero sus ojos permanecían cerrados); mujeres que abrían sus ingles al máximo y exhibían un coño como una almendra a punto de germinar o como un ombligo anudado hacia afuera; mujeres que se agarraban a erecciones como a clavos ardiendo, formando con la mano un puño que tenía algo de masculino; mujeres con la boca abierta, pero con los ojos cerrados, esperando que sobre sus lenguas cayeran gotas de lluvia que nunca acertaban entre los labios y terminaban resbalando por sus mejillas como lágrimas de cocodrilo. Y había también hombres, hombres que no tenían una cara, hombres que tenían una polla brillante y rosada como un cerdo recién nacido, hombres ridículos como la sota de bastos, hombres asidos a sus erecciones con el mismo gesto de fatalidad que presentan los heridos de lanza. Y algunos de estos hombres, era el colmo, también se daban un aire a la tía Carmen.

«Estimado Dr. Moore:

»Me dirijo a usted para hacerle partícipe de mi experiencia y, de paso, algunas consultas. Soy una mujer de cincuenta años, casada y con hijos, pero, eso sí, tengo un sobrino. La gente cree normalmente que las mujeres de mi edad ya no tienen vida sexual, pero no hay nada más lejos de la realidad. A mis cincuenta años estoy viviendo una segunda juventud, y tengo las mismas ganas que tenía a los quince, sólo que la sociedad me reprime y no permite la satisfacción de mis deseos. Son los hombres, nuestros maridos, y no las mujeres, los que van para abajo a esta edad. Con mi marido concretamente ya no puedo contar para nada. Pero como he dicho anteriormente, no sólo tengo un marido, sino también un sobrino que está haciendo el campamento aquí, en Santa Cruz de Tenerife. Se llama Elpidio. Resulta que un día le dieron pase pernocta, y se presentó en mi casa sin avisar. Mi marido, que es tratante de calzado y viaja mucho, estaba fuera.

»—No vas a poder ver al tío Teodosio —le dije.

»—No importa —me contestó el muy ladrón.

»Le ofrecí dos copitas de jerez, y, mientras bebía, empezó a mirarme el pecho y todo lo demás de un modo que me hizo estremecer, como dicen ahora los jóvenes. Se conoce que no le habían puesto suficiente bromuro aquella mañana en el cuartel. Muchos hombres deberían saber que una mujer puede ponerse como una perra si se la mira adecuadamente. Yo no decía nada porque las condiciones sociales y la represión sexual que padecemos las mujeres me impedían declarar abiertamente mis deseos. Cenamos una tortilla francesa y nos fuimos a la cama. Me acosté completamente desnuda, como suelo hacerlo, y a los dos minutos me quedé dormida. Al cabo de un rato, algo me despertó. Se puede usted imaginar mi sorpresa al notar que mi sobrino se había metido en mi cama y me había penetrado. Yo me hice la dormida debido a que la sociedad, como he dicho, no permite a las mujeres el desarrollo de su sexualidad. Me cabalgó como un salvaje, pero yo simulé todo el tiempo que dormitaba, aunque tuve varios orgasmos. A la mañana siguiente me comporté como si no me hubiera enterado de nada. El pobre estaba colorado como un tomate. Por la noche, cuando creyó que estaba dormida, volvió a venir a mi cuarto. Yo simulé tener un sueño inquieto y me moví mucho, hasta que mi boca estuvo a la altura de sus partes. Durante un instante Elpidio no supo qué hacer, pero enseguida reaccionó y me las introdujo en ella sin pensárselo dos veces. Yo mantuve en todo momento los ojos cerrados e incluso llegué a simular algún ronquido. Desde entonces, viene todos los fines de semana que su tío Teodosio está fuera. ¡No sabe nada el muy ladrón! Mi pregunta es: ¿debo despertar cuando me cabalgue? ¿Qué va a pensar de su tía Matilde? ¿Es posible conciliar el sueño durante la penetración anal?

Libra. Tenerife.

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»OPINA EL DR. MOORE:

»La carta de nuestra amiga Libra, de Tenerife, plantea a mi juicio varios problemas. En primer lugar, derriba un mito milenario: cuál es la edad límite de las mujeres para el amor. En un siglo que acaba de nacer hace veintitrés años, el siglo XX, asistimos a una glorificación exagerada de la juventud. Incluso nuestra amiga, que reivindica el disfrute sexual para las mujeres de su edad, niega el de su marido y cae en el tópico de la potencia juvenil. La juventud es hoy para todos nosotros un valor metafísico y no una simple característica de los tejidos humanos. No siempre ha sido de este modo. En otras épocas de la civilización occidental, la juventud era considerada una enfermedad que se curaba con el tiempo. Los lacedemonios ingresaban a sus jóvenes en una especie de residencia juvenil en cuanto daban muestras de adolecer de este mal. Allí estaban encerrados hasta los treinta años. La juventud no es el paraíso de la sexualidad. Ahí tenemos a nuestra amiga tinerfeña con más deseo que nunca, como ella misma dice. Se ha de tener en cuenta, para entender cabalmente el fenómeno, que a esta edad muchas mujeres se han liberado de la carga de los hijos y han perdido las convicciones religiosas que las inhibieron durante su juventud. Si a esto unimos un marido impotente, el resultado es el perfil dibujado por la carta que hoy nos ocupa. Sin embargo, las presiones sociales siguen siendo fuertes e impiden de una u otra manera el disfrute sexual de la mujer, obligándola, por ejemplo, a hacerse la dormida mientras copula. En cuanto a tus preguntas, déjame contestarte primero a la que planteas en último lugar. Te diré que la penetración anal obliga a una tensión muscular tal, que hace imposible conciliar el sueño. Mi consejo y así contesto a tus primeras cuestiones es que te desinhibas y dejes de simular. Abre los ojos, querida amiga, y muéstrale a tu legionario que estás muy despierta. Él nunca pensará que su tía Matilde es una cualquiera.»

«Historias»,
La Pasión,
25 (septiembre de 1923), págs. 23-25.

El Jute era un viejo café que estaba en la esquina de la Ronda de Vallecas que luego fue de Menéndez Pelayo y la calle del Doctor Castelo. Tenía un piso de dos niveles, unidos por cinco escalones, y una clientela variopinta pero fiel. Por la mañana había un continuo trasiego de oficinistas y funcionarios que consumían en la barra el primer café o, más entrado el día, una caña y un pincho de tortilla. Hasta las diez no había servicio de mesas; pero a partir de esa hora comenzaban a acudir los jubilados del barrio a desayunar, y a eso de la una se echaban un dominó y un chatito con aceitunas. Por la tarde se reunían las tertulias. Hubo un tiempo en el que el Jute albergó hasta siete simultáneamente. Poco a poco, sin embargo, habían ido desapareciendo por óbitos, escindiéndose por luchas fratricidas o fundiéndose entre ellas y engendrando otras que a su vez se habían consumido lentamente hasta su extinción. De aquellas siete tertulias de los tiempos gloriosos sólo quedaban dos, enemigas a muerte: la de don Maximiliano Quintana y la de don Carlos Hernando, que se reunían a la misma hora en los extremos opuestos del café. La tertulia de don Maximiliano Quintana se celebraba al fondo del local, y la de don Carlos Hernando, muy cerca de la entrada. Ambas sentían por la otra un desprecio que tenía más de apego a una tradición de enemistad que de desestima real: se odiaban desde que se habían convertido en las dos últimas supervivientes del Jute; no se perdonaban ofensas que los camareros consideraban imaginarias; y se alegraban de las muertes y de las deserciones que se producían en las filas rivales. En realidad, las dos tertulias eran idénticas; las dos hablaban de lo mismo; y en las dos se oía siempre la misma variedad de opiniones, chistes y burlas. Sin embargo, ninguno de los miembros hubiera estado de acuerdo con estas palabras, porque cada uno de ellos pensaba que la tertulia a la que pertenecía tenía notables diferencias de contenido y forma con respecto a la otra. Los camareros con frecuencia bromeaban sobre esto, y solían decir que si algún día, Dios no lo quisiera, alguno de los vejetes perdía la vista y se equivocaba de tertulia, no advertiría la diferencia, porque ni siquiera las voces distaban mucho las unas de las otras.

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