Fabulosas narraciones por historias (11 page)

—¿Qué quieren tomar los señoritos mientras esperan a las niñas?

Scotch, scotch, respondieron; y la mujer les sirvió dos vasos generosos. Voy a avisarlas, dijo, y les dejó solos. Patricio continuó su cantinela:

—¿A quién se la doy yo ahora para que me la prologue? —preguntó al aire después de dar el primer sorbo.

—Ya se verá, hombre, ya se verá. Lo más importante ahora es no perder la tranquilidad. Mira, Pátric, yo no entiendo mucho de estas cosas, ya lo sabes; pero me da toda la impresión de que en esto, como en todo, lo difícil es empezar. Tú lo que quieres es escribir una novela, ¡pumba!, publicarla y que sea un quijote como Dios; pero eso no es así en ninguna profesión. Poco a poco. Yo que tú, me ponía ya a estudiar la oposición otra vez y dejaba que las cosas siguieran su curso natural. Ya verás como un buen día conoces a alguien, sale el tema de la novela, tú le dices, oye, pues yo he escrito tal, y él te dice, ah, pues yo te la prologo. Y ahí la tienes.

—¿Tú crees?

—¡Como Dios, hombre, como Dios! Tú tienes talento, y eso al final se acaba notando.

—¿Sí? ¿Tú crees que tengo talento?

—¡Pues claro, hombre! Tú vas para Séneca.

—Yo no estoy tan seguro.

—¡Que sí, hombre, sí! Eso se ve. Se ve en la forma de ser; se ve en la cultura. Yo no creo que haya en la Residencia nadie, pero nadie, que haya leído ni la mitad de los libros que tú has leído.

—Los libros no dan talento, Santos.

—¡Hombre que no lo dan! ¡Eso lo dirás tú! Los libros dan pero que muchísimo talento. Y luego, además, eres ocurrente y tienes mucha gracia. Y tienes mucha paciencia, porque, vamos, ¡quedarse todo el verano escribiendo una novela tiene mandanga!

—Algunas veces me digo que debería de haberme dedicado a escribir poesía, que es lo que se lleva ahora. Mira a Federico: es el genio de la Residencia.

—Eso también es verdad. ¿Y nunca te ha dado por ahí?

—¿Por escribir poesía? No, nunca.

—Pues todo es ponerse, ¿eh?

Al cabo de un rato, la matrona regresó al saloncito:

—Las niñas ya están listas, señoritos. ¿Por qué no se ponen otro poquito de whisky mientras las miran? —preguntó, y se sentó junto a Santos; cogió la botella, se inclinó sobre él para servirle, y apoyó una mano sobre su muslo, muy cerca de la ingle. Durante el breve chorrito, Santos tuvo frente a sus ojos los enormes pechos de la mujerona y a punto estuvo de hacer lo que no había hecho con su tía: abrazarla y sumergirse entre sus tetas.

—¿Te gusta mi pecho, hijo? —preguntó divertida la matrona, advirtiendo sus intenciones.

—Mucho.

—Parece mentira que a mis años lo tenga tan firme, ¿verdad?

—Yo soy como Judas, que vendió a Cristo por una quijada de burro: si no toco lo que oigo, no lo creo —dijo Santos con picardía, pero equivocando personajes y mitos bíblicos. Y hubiera confundido a la madre que le parió a causa de la creciente brama que se apoderaba de él y que disminuía poco a poco sus facultades mentales. Miró a Pátric para ver si éste celebraba su ocurrencia; pero Pátric iba a lo suyo, ajeno incluso a cinco chicas bulliciosas que acababan de entrar en el salón.

—¡Aquí están mis niñas, alegres y calentitas como bollos de panadería! —voceó la matrona—. Aquella de allí es Inmaculada, que tiene exceso de vello, pero es simple, cristalina y sana como un arroyo. No me ha cogido un catarro en la vida. Esta que viene aquí a mi lado es la más seria, se llama Milagros, es dominanta y hombruna, hace unas disciplinas de primera y pone unas irrigaciones que son un primor. ¡Alegra esa cara, Milagritos, mira qué señoritos tan guapos que han venido! Miren esa de ahí: Adoración de los Magos se llama; jovencita y complaciente, muy tontita ella, muy pasiva, se deja hacer el griego fenomenalmente. La que se ha sentado a su derecha, señorito, es Natividad, que, como ve, es muy madura y está totalmente desengañada del mundo; es putita igual que podía haber sido monja; le importa todo tres pepinos, ¿verdad, tesoro? ¡Es anarquista la tía por los cuatro costados! Hacer, hace el servicio completo. Ascensión, al lado de su amigo, es internacional y ha vivido en París; hace francés y amor; también es la más cara. Están todas como locas queriéndose ir con uno de los dos, así que ustedes me dirán.

—Patricio, elige tú. Te he dicho que te pago la mejor puta de Madrid, y te la pago. Y si quieres dos, pues dos.

Patricio, que no tenía ganas de gaitas, decidió aprovechar la invitación y vengarse del mundo en carne de puta:

—¿Quién de vosotras se deja dar por el culo?

—Se dice griego, señorito. En mi casa se permite todo menos las malas palabras —le amonestó la matrona.

—Pues griego, ¿cuál de vosotras hace el griego?

—Servidora —dijo Adoración de los Magos poniéndose en pie; y con un ademán le indicó que la siguiera. Patricio caminó tras ella; subieron al piso de arriba y entraron en una alcoba. Adoración de los Magos cerró la puerta y se colgó de su cuello:

—¡Qué bien que me hayas elegido a mí, cariño! Siempre vienen viejos babosos y estoy hasta el moño de que me toquen con sus manos blandas. Tú, sin embargo, eres tan guapo y tan fuerte… ¿Qué quieres que te haga, cielo? Pídeme lo que tú quieras…

—Mira, Adoración, conmigo no tienes que fingir nada. No quiero ni que te desnudes. Quítate las bragas y ponme el culo —le dijo Pátric desabrochándose los pantalones.

—No me importa que me trates mal, pero una miaja de buena educación tampoco te cuesta tanto, cielo —le reprochó Adoración dándose la vuelta con dignidad y subiéndose las faldas de mala gana.

—¡Ponme el culo y cállate! —le gritó Patricio. Y en ese momento, como si fueran protagonistas de una escena bíblica, quedaron momentáneamente cegados por la formidable luminosidad de un rayo sobrenatural. Cuando Patricio recuperó la visión, frente a él no estaba el culo de Adoración de los Magos, sino la imponente figura del tío José María, que avanzó hacia él con gesto amenazador. Patricio se subió inmediatamente los pantalones y retrocedió hasta un rincón del cuarto.

—¡Qué vergüenza! No me apena ya tu debilidad, tu falta de carácter ni tu incapacidad para sobreponerte a los reveses de la vida. Me apena tu crueldad, tu injusticia, tu vileza. ¡Qué digo apenarme! ¡Me solivianta, me indigna, me subleva y me endemonia! Sabandija miserable, ¿qué buscas? ¿Hacer pagar a esta pobre desdichada el precio de tu flaqueza? ¿Vengarte de Hernando y Juan Ramón Jiménez en el maltrecho cuerpo de esta descarriada? ¡Me das lástima! ¡Levántate, cúbrete las partes, que me da asco verlas, y márchate de aquí!

—Para ti es muy fácil desde el cielo o desde donde estés juzgar mis miserias, ¿verdad? —consiguió decir Patricio; y oírse le dio fuerzas para expresar algo que llevaba muy dentro—: ¿Y yo? ¿De mí no te preocupas? Esta puta te rompe el corazón, pero yo te dejo indiferente. Siempre te he hecho caso, ¿y qué he conseguido? Nada. No he conseguido nada. Escribe una novela, me dijiste; y escribí una novela. Dásela a don Carlos Hernando; y se la di a don Carlos Hernando. No te preocupes por el prólogo, pídeselo a Juan Ramón; y se lo pedí a Juan Ramón; y Juan Ramón me ha dado por culo. ¡Me ha dado por culo! Pero eso a ti no te importa. A ti te da igual que den por culo a tu sobrino. Lo que te rompe el corazón es que tu sobrino dé por culo a una puta; entonces sí, entonces el inmortal José María de Pereda se aparece como un don Quijote para deshacer el entuerto. Que su sobrino haya perdido los mejores años de su vida escribiendo una novela día y noche, eso no le importa al hidalgo montañés. ¿Pues sabes lo que te digo? ¡Que te den por el culo a ti también!

Y dicho esto, ¡plas!, Patricio desapareció escaleras abajo.

Cuando su amigo abandonó el salón, siguiendo a Adoración de los Magos, Santos se había quedado pensativo y confuso. Había visto desfilar delante de él mujeres hermosas, lo reconocía. Tal vez un poco frías, de mirada perdida, pero muy hermosas. Sus cuerpos estaban duros, sus pechos y sus traseros eran firmes, sus pieles eran blancas y tersas. Sólo tenía que decir ésa, quiero ésa, y la elegida haría realidad cualquier fantasía. Y sin embargo, no experimentaba ningún síntoma al verlas delante de él, jóvenes y accesibles. Había bastado por el contrario la rápida visión del pecho de la matrona y su rozamiento casual, para que sintiera al instante el gran síntoma de su vida. Se imaginaba el calor de sus carnes, que no tendrían la firmeza del músculo juvenil, pero que resultaban a sus ojos más hospitalarias y familiares.

—¡Cariño, que es para hoy! —le instó la matrona.

—Mire, le voy a decir la verdad: sus niñas son guapísimas y las tiene usted muy bien criadas, pero a mí me gusta usted.

La matrona no pudo ocultar cuánto le halagaban las palabras de Santos. Se compuso el vestido y el pelo con un ademán coqueto.

—Pues si yo soy la que más te gusta, no se hable más. ¡Niñas, ya habéis oído, vacaciones!

Y las chicas abandonaron el salón como antes habían entrado en él, alegres y cabalgadoras, sin un gesto de disgusto.

—Escúchame, cariño —le dijo la matrona cuando se quedaron solos—. El amor no puedo hacerlo porque no estoy preparada, pero hago un manual que es para chuparse los dedos y que además resulta más económico porque te lo puedo hacer aquí mismo, y así te ahorras las sábanas. ¿Qué te parece, cielo?

Santos aceptó sin dudarlo y la matrona empezó a acariciarle el cabello. Él cerró los ojos y se dejó caer hacia atrás.

—¡Qué cosa más bonita has hecho, cariño: preferirme más a mí que a mis niñas, que están en la flor de la vida! ¿Es que te recuerdo a tu madre?

—¿Cómo me va usted a recordar a mi madre, coño! —gritó Santos, incorporándose muy enfadado.

—Hijo, no te pongas así. Tu madre debe de ser muy hermosa, porque tú eres muy guapetón y muy salado. Anda, tontito, échate otra vez y dime, ¿cómo se llama tu madre, cielo?

—Concepción —repuso Santos de mala gana, venciéndose hacia atrás de nuevo.

—Yo me llamo Magdalena, pero ¿quieres llamarme Conchita mientras te alivio?

—¡Que no, coño! Quiero llamarte Carmen —propuso Santos.

—¿Carmen? ¡Muchísimo mejor, cariño, dónde va a parar! Pero dime, cielo, ¿quién es Carmen? ¿Tu tía?

Y entonces Santos con los ojos cerrados la vio sonreír y vio sus tetas. Que si le gustaban, le preguntaba la tía Carmen cogiéndoselas con ambas manos, apretándoselas suavemente y subiéndoselas hasta alcanzarse con la lengua los pezones. Santos asentía. Y que si le gustaría sobárselas, le volvía a preguntar desabotonándose del todo. Siempre lo había sabido. Siempre había sabido ella que a él le volvían loco sus pechos. Mírame, cariño, que estoy descubierta, le pedía. Y se descubría, y él veía por fin lo que tantas veces había imaginado mientras se hacía pajas: las tetas de la tía Carmen con los pezones erectos y sin pelos. Ven, ven a sobármelas, tontito, le decía ella acariciándose; pero cuando él se incorporaba y se arrodillaba frente a ella, la tía Carmen le sujetaba las muñecas y le decía, prométeme que sólo me vas a sobar las tetas, aunque yo te pida otra cosa. Él asentía otra vez a eso y asentiría cien mil veces a cien mil propuestas diferentes. Deja de asentir como un pasmarote. Di: prometo que sólo voy a sobarte el pecho aunque me pidas otra cosa. Prometo que sólo te sobaré el pecho aunque me pidas otra cosa. Y entonces la tía Carmen ponía fin a la resistencia, y él se abalanzaba sobre sus pechos, los acariciaba, los apretaba, los amasaba, metía su nariz entre ellos, chupaba los pezones, durísimos, los llenaba de saliva y pasaba la lengua por el canalillo. La tía gemía un poquito, alzaba el cuello, se mordía los labios, cerraba los ojos y le acariciaba la cabellera.

—Jódeme —le decía; y al oír eso, a Santos le estallaban los tímpanos y las sienes. Comenzaba a acariciar las piernas de su tía camino de sus muslos, olvidándose de su promesa y olvidándose de todo. Oye, le decía ella dulcemente, cumple tu palabra, haz el favor; me has prometido que sólo ibas a tocarme el pecho; ten paciencia, cariño, ya habrá tiempo de hacer más cosas. Esta frase le excitaba tanto a Santos que subía hasta la boca de su tía Carmen y querría él entero meterse dentro de su tía Carmen; pero eso no era posible, y le daba un beso profundo, profundo, buscando con su lengua dura la dura lengua de su tía Carmen. Y entonces. Y entonces. Y entonces. Y entonces Santos abrió los ojos y vio la luz.

Serían las tres de la madrugada cuando el Cantos, el Olivitas y los Saharauis irrumpieron en su habitación. Los Saharauis se echaron encima de él y le sujetaron de manos y pies. Lentamente se acercó el Cantos, le agarró del pelo y le dijo:

—Te vamos a hacer una broma. Es la costumbre con los ovejos asquerosos como tú.

Los Saharauis le pusieron en pie, le metieron un trapo en la boca, y el Cantos le colocó veinte puñetazos en el estómago y otros tantos en los pulmones.

—Basta ya, Cantos —le dijo el Olivitas. El Cantos le miró simulando extrañeza.

—¿Qué pasa? ¿Te gusta? ¿Te gusta este mierda?

—Me vuelve loca su parche —respondió el Olivitas, y los dos se rieron. Los Saharauis también se rieron—. Quitadle ese trapo de la boca pidió. Los Saharauis obedecieron y el Olivitas le acarició el cabello.

—Voy a ponerme grasa y te la voy a meter, ¿eh? —le anunció amorosamente.

—Preferiría comértela —consiguió decir Martiniano con su voz más sensual.

—¿Habéis oído? Quiere comérmela —dijo el Olivitas desabrochándose—. Muy bien; yo, encantado.

A una seña suya, los Saharauis obligaron a Martiniano a ponerse de rodillas. El Olivitas se la metió en la boca y empezó a embestirle. Martini dudó hasta el último momento si sería capaz de hacerlo, pero descubrió que a todo se acostumbraba el ser humano. Mientras tanto, el Cantos había empezado a registrarlo todo en busca de dinero.

—¿Dónde tienes la pasta, mariconazo? —rugió; y al comprobar que Martiniano no podía contestarle porque tenía la boca ocupada, gritó—: ¡Joder, cubano! Te la tiene que chupar precisamente ahora, coño. A continuación, volviéndose a los Saharauis, les ordenó que le ayudaran a buscar el dinero. El Olivitas, al que jamás le habían hecho una mamada como la que le estaba haciendo Martiniano, consintió que le soltaran y le sujetó la cabeza con ambas manos. Cuando Martiniano notó que el Olivitas empezaba a subir, le dijo:

—Ahora quiero meterte un dedo mientras me follas, ¿te pongo un poco de grasa?

El Olivitas asintió y Martini le agarró las nalgas con ambas manos, se las pellizcó, le untó y empezó a meterle el dedo corazón por el culo, poco a poco, con ternura. El Olivitas se estremeció:

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