Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
—Si no os importa, nosotros vamos a pedir un revuelto de gambas y ajetes, porque las alubias, como sabéis, nos parecen riñoncitos se excusó.
A todos les pareció fenomenal. El Ciruelo, que en realidad se llamaba Cirilo Otería, era un tipo taciturno, de cuerpo desabrido y raquítico, que padecía de anemia y que tenía que tomar Hipofosfitos Salud antes de cada comida. El Ciruelo tenía un problema de nervios que se manifestaba sobre todo en su relación con la comida. Todos los residentes sabían que debían tratarle con naturalidad, sin sorprenderse de sus reacciones ante los diferentes platos. Era uno de los pocos becarios que tenía la Residencia; pero a él no le gustaba hablar del asunto, porque en aquel universo de señoritos ricos obtener ayuda económica no se consideraba
sportivo,
y se ocultaba por temor a las burlas. Además, al Sindicato no le gustaban los becarios porque eran pobres y no podía sacarles los cuartos. De hecho, cuando el Cantos se enteró de que el Ciruelo era un becario, le metió en el cuarto de baño y tapió la entrada con ladrillos y cemento. Durante los dos o tres primeros días, nadie le echó en falta porque era nuevo; sólo al cabo de una semana, Moreno entró a su habitación y se dio cuenta de lo que había sucedido. Tiraron la pared y se lo encontraron medio muerto, sentadito en el retrete. Una semana sin comer y sin Hipofosfitos Salud era demasiado para cualquiera, pero sobre todo para aquel alfeñique. Debió de pasar tanto miedo y tanta desesperación, debió de hablar tanto consigo mismo cuando estuvo encerrado, que el desdoblamiento se consumó irreversiblemente y desde entonces hablaba siempre en un triste plural que ni era de modestia ni mayestático.
Sebastián Casero empezó con sus típicas bromas, diciendo que deberían fundar la ALFALFA, Amigos de Litrosuccionar Fabada y Litrosuccionar Fabada. El Guanchi dijo que lo que tendrían que fundar era el ALIAS, Asociación Local de Investidos por un Alias de Sebastián Casero. A Sebastián Casero, además de gustarle mucho las siglas, se le daban muy bien los motes. Casi todos los de la Residencia los había puesto él: el Cantos, los Saharauis, el Ciruelo, Lorca, Juancho el Fino… Mientras comentaban estas curiosidades, Patricio se presentó al ovejo tuerto y le dijo que le parecía muy bien lo que le había hecho al Olivitas. Martini le miró con toda la desconfianza con que podía mirar teniendo un solo ojo. Salía con la Oposición porque sus miembros no hablaban todo el tiempo de la Residencia, de modo que no iba a continuar esa conversación. Sonrió, hizo una leve inclinación de cabeza y prestó oído a lo que decía el Amancio, presidente, según Sebastián Casero, del SEMEN, Sociedad Española de Masturbación y Eyaculaciones Nocturnas:
—La doble penetración no tiene por qué ser dolorosa para la mujer.
—¿Por qué lo sabes: porque eres mujer o porque la has practicado muchas veces? —le preguntó Sebastián Casero con sorna.
—Por ninguna de las dos cosas; pero lo sé. —Y añadió—: Lo que pasa es que hay que ejecutarla adecuadamente.
—¡Ah! ¿Sí? Y ¿cómo se ejecuta adecuadamente, si puede saberse? —preguntaron todos, divertidos, simulando, sin embargo, que estaban boquiabiertos.
—El que la mete normalmente tiene que ponerse bocarriba, para que la mujer se monte a horcajadas. El que lo hace analmente se tiene que poner detrás de la mujer —explicó el Amancio muy serio.
Santos, que sonreía con suficiencia, le preguntó maliciosamente:
—Compañero, ¿has leído por casualidad la última historia de
La Pasión,
la carta de un chico que se acuesta con su padre y con su madre?
El Amancio se puso colorado y lo negó; pero Santos continuó sonriendo. El Pequeño se interesó por esa historia:
—¿Un tío que se acuesta con su padre y con su madre?
—No son su padre y su madre —corrigió el Ruso, que también había leído la revista.
—Sí lo son —afirmó Santos—. Al principio su madre le dice que es adoptado, pero al final todo es una mentira para podérselo llevar al catre.
—¿Pero de verdad que os creéis esas fabulosas narraciones? —quiso saber Patricio.
—¿Fabulosas narraciones? Ni pensarlo. Esas cartas son historias verdaderas, testimonios reales; se nota a la legua. Hay gente que hace cosas muy raras y que se siente mejor si se lo cuenta a alguien. Esas cartas no pueden ser inventadas, es imposible —aseguró el Pequeño.
—Tienes razón —concedió el Poli—. El mes pasado vino una carta de una tía de cincuenta años que se lo hacía con su sobrino, que estaba haciendo la mili en Canarias. ¿La leísteis?
Algunos asintieron y otros no.
—Pues yo creo que conozco a la tía en cuestión —aventuró el Poli. Hubo un murmullo de admiración, y Santos le pidió que se explicara.
—Es una vecina de mi hermana, que vive en Tenerife. La he conocido este verano. Un día nos la tropezamos en la calle, salió la conversación, y ella le comentó a mi hermana que su sobrino estaba haciendo la mili.
—¿Y tú te crees que ésa es la única tía que tiene un sobrino haciendo la mili en Canarias? —le preguntó Sebastián Casero.
—No sólo es eso. Otro día oí que le comentaba a mi hermana que ella, con su marido, nada de nada, porque el marido no podía. Decía lo mismo que en la carta.
—¿Y cómo es? —se interesó Santos.
—Es guapa, mayor, un poco gordita.
A Santos le dio un vértigo, y por un momento temió que la tía Carmen se presentase allí, desnuda, en medio de todos sus amigos. Se comió un pedazo de lacón para acallar su apetito y cambió de tema:
—¿Sabéis que Juancho se ha negado a escribir un prólogo para la novela de Pátric?
Pero los de la Oposición ni siquiera sabían que Pátric hubiera escrito una novela.
—¿Cómo se titula? —le preguntó Sebastián Casero.
—
Los Beatles.
—¿Y qué significa eso? —quiso saber el Pequeño.
—Así, en abstracto, no significa nada. Hay que leerla para saberlo.
—¿Y por qué no te la quieren publicar? ¿Por el título, que es muy raro?
—No es que no me la quieran publicar; lo que no quiere Juancho es prologármela.
—Pues publícala sin prólogo; qué más te da.
—Sin prólogo no se la publican a nadie.
—Pues Federico publica sin prólogos, que lo he visto yo —dijo el Amando.
—Porque Federico publica poesía, burro —le respondieron.
—¡Ah! ¿La poesía sí se puede publicar sin prólogo? —preguntó el Siscu. Y le dijeron que sí.
—¿Y por qué no publicas poesía? —sugirió el Pequeño. Le dijeron que porque Pátric era prosista, burro.
—¿Y por qué no te haces poeta? —le propuso el Amancio. Y en este punto todos estuvieron de acuerdo, y se lo hicieron saber a Patricio con expresión grave. Si lo que quería era publicar sin prólogo, no debía ser tonto y sí debía, en cambio, hacer una poesía como todo el mundo.
—Y si no quieres hacerte poeta, que te la prologue alguien de tu tertulia. ¿No ibas tú a la del Bellas Artes? —le sugirió el Pequeño.
—Tiene que prologármela alguien conocido.
—¡Joder! Pues tú me has dicho que por allí va Alberto Insúa. ¡Más conocido que él…!
—Tienen que ser conocidos, pero otro tipo de conocidos; gente como Ortega, Juancho, Unamuno…
—¡Ah, ya veo! Conocidos y aburridos —concluyó Sebastián Casero. La trascendencia de la cuestión les dejó momentáneamente sin habla, y durante unos instantes sólo se oyó el ruido que hacían los comensales al devorar sus fabes. Comían todos menos el Ciruelo. El Amancio, al ver que no probaba bocado, le preguntó:
—¿No comes esto tampoco?
—No podemos. No soportamos el filamento negro que hay dentro del cuerpo de las gambas.
—Es su médula espinal —intentó explicarle el Amancio.
—Lo sabemos, lo sabemos. Por eso mismo no lo soportamos. Podemos sentir cómo nuestros dientes cortan los microscópicos filamentos que la componen.
«En arte, como en moral, no depende el deber de nuestro arbitrio; hay que aceptar el imperativo de trabajo que la época nos impune. Esta docilidad a la orden del tiempo es la única probabilidad de acertar que el individuo tiene. Aun así, tal vez no consiga nada; pero es mucho más seguro su fracaso si se obstina en componer una ópera wagneriana más o una novela naturalista.»
José Ortega y Gasset, «La deshumanización del arte»,
El Sol,
5-VI-1927, pág. 14.
Después de la cena se produjeron las primeras deserciones. El Pequeño y el Siscu se fueron a dormir. Patricio propuso tomar una copa en el Rector's Club, que, según dijo, estaba de moda entre los intelectuales de mundo y los artistas. A todos les pareció bien, incluso a Martiniano, aunque él, dijo, se ponía a cien con los intelectuales y con los artistas. Patricio se quedó con la frase, y más tarde, una vez que se acomodaron en una mesa, pidieron scotch y encendieron rubios americanos, le preguntó qué había querido decir. ¿Le excitaban los intelectuales y los artistas?
—Mucho. Me excitan tanto que me sacan de mis casillas y me dan ganas de matarlos.
Los de la Oposición celebraron la ocurrencia. Estaría bien ir de mesa en mesa preguntando ¿es usted intelectual o artista? Sí. ¡Pam! Una bala en la boca. Patricio le tiró de la lengua: dijo que sólo en un país como España alguien podía estar en contra de los intelectuales y los artistas, especies en vías de extinción que en Francia, por ejemplo, se veneraban.
—¿Los intelectuales y los artistas en vías de extinción? ¡Mira a tu alrededor, por Dios! ¡Si son como cerdos, que les engorda hasta su propia mierda! No terminas con ellos ni aunque los extermines.
Santos comprendió inmediatamente el símil de los cerdos y prestó atención a las palabras del tuerto Martiniano:
—Son todos unos farsantes y son muy peligrosos para la sociedad. Nefastos. Pasan por desinteresados y racionales, pero para los intelectuales y los artistas no existe nada fuera de ellos mismos. Mirad cómo posan, mirad qué posturas. La cabeza apoyada en la mano para que veamos que su inteligencia pesa lo suyo; el dedo índice señalando a su propia sien, por donde debe entrar la bala; y el resto de los dedos sujetando la barbilla y tapando la boca. Mirad a vuestro alrededor: todos asienten a sus interlocutores, pero ninguno de ellos está escuchando. Son mezquinos y cicateros; parecen sensibles, pero son hienas.
—¿Debemos deducir que has tenido una mala experiencia con algún intelectual o artista? —preguntó Patricio con sorna.
—Más de una y todas malas.
—¿Y qué te ha pasado, si puede saberse? —preguntó el Ciruelo.
—¿Veis este ojo? —preguntó Martiniano señalándose el parche.
—La verdad es que no —intervino Sebastián Casero intentando hacer un chiste sin conseguirlo.
—No lo ves porque no lo tengo. Me lo saltó de una hostia ese maestro del habla española, ese artífice genial de un estilo que refleja la diversidad y profundidad del alma española, ese escritor sensible a los más imperceptibles matices de la observación que es mi tío Azorín.
Nadie quiso ensayar una broma; pero en sus rostros y actitudes se veía con claridad una cierta reserva, un manifiesto escepticismo o un abierto cachondeo ante las palabras de Martiniano, que no se lo pensó: ante sus miradas atónitas y las de muchos clientes, se quitó la chaqueta, el chaleco y el lazo; se desabotonó la camisa, y les mostró la espalda, unos hombros marcados por enormes cicatrices que bajaban casi hasta la cintura.
—Son latigazos. Me los daba mi tío cuando sacaba malas notas o me portaba mal. Luego venía llorando, se ponía de rodillas delante de mí y me pedía que le perdonara.
Otro intervalo de silencio. Martini se vistió.
—Si eso es verdad, lo que sucede es que tu tío padece neurastenia, pero no que todos los artistas e intelectuales sean como él —le hizo ver Patricio, pedagógico y sereno, como si hubiera visto cientos de espaldas cruzadas por los latigazos de un maestro del idioma.
—No, claro que no son todos como mi tío. Los hay peores, como Unamuno, que alguna vez ha venido a casa; o como el Moreno o el Juancho ese. Por cierto, si de verdad queréis echarle de la Residencia, lo que tenéis que hacer es darle una paliza, no hay otra solución; yo ya se lo he dicho al Temario.
Pero al Amancio y al Poli les daba lo mismo, dijeron; por ellos, Juan Ramón Jiménez podía quedarse toda la vida o marcharse al día siguiente. Al Ciruelo también le daba igual.
Lo de Juan Ramón Jiménez es un asunto personal entre el Cantos y el Temario —aseguró el Guanchi. El Ruso, que antes de empezar a estudiar la oposición había sido secretario de los Republicanos durante mucho tiempo, lo corroboró:
—El Cantos siempre ha estado muy quedado con el Temario y yo creo que lo sigue estando; pero el Temario sólo vive o vivía, por lo menos para el Vacunin. Cuando el Cantos se enteró de que el Temario y el Vacunin querían casarse, ordenó a los Saharauis que le dieran una paliza al Vacunin, y entonces fue cuando le dejaron paralítico. El Temario todavía quería casarse con él; pero el Vacunin dijo que no quería ser una carga para nadie y se marchó a Albacete. El Temario lo ha pasado muy mal, y todo lo que ha ocurrido después viene de ahí.
—¿Será posible que en cuanto escarbas con la uña resulta que todo lo que ha pasado en el mundo ha sido por motivos personales? —se maravilló Santos.
—Hasta la Revolución Francesa es fruto de envidias privadas, ambiciones individuales, mezquindades inconfesables y mierda con nombre y apellidos —sentenció Patricio.
—Totalmente de acuerdo —dijo el Ciruelo—. Concretamente, en la Residencia la mierda se llama Jerónimo Cantero, alias el Cantos.
Del Cantos se contaban muchas leyendas. Se decía, por ejemplo, que había llegado a la Residencia con las manos manchadas de sangre y que por eso le había traído el Moreno, porque necesitaba un tipo duro como él entre los residentes para meter a los díscolos en cintura. Pero el Cantos y el Moreno no hablaban jamás. Nunca nadie los había visto juntos, y, sin embargo, todos sabían que el Cantos trabajaba para el jefe de estudios. Era mayor que el resto; alto y fuerte, tenía un mirar de hielo que contrastaba con las miradas soñadoras de los señoritos residentes. Los novatos siempre se fijaban en él cuando llegaban. Luego, la máquina de propaganda del Sindicato se encargaba de construir la leyenda.
Patricio volvió al tema principal y dijo que él, al contrario que el Amancio y compañía, sí quería echar a Juancho de la Residencia, y reconocía que, como era de esperar, su deseo tenía motivaciones exclusivamente personales. Martiniano repitió su apología de la violencia: