Fabulosas narraciones por historias (17 page)

Bocados extraídos de José Moreno Villa,
Vida en claro,

México, FCE, 1981.

«UN INOCENTE JUEGO PROVOCA LA EXPULSIÓN FULMINANTE DE UN BECARIO EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES.

»Cirilo Otería López, hasta ayer uno de los pocos becarios que tenía la Residencia de Estudiantes, cuyo dinero público es empleado en mejorar los cuartos de los amigos del director, fue expulsado en la mañana de ayer por haber participado junto a otros veinticinco residentes, todos ellos de pago, en un inocente juego que al parecer molestó al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, amigo del director, que se aloja gratuitamente durante un año en una habitación que ha sido remodelada especialmente para él. El resto de los residentes ha pedido públicamente ser expulsado junto a su compañero, pero la Dirección ha corrido sobre el asunto un tupido velo de silencio. En una entrevista exclusiva de Paco Martínez Johnson para
La Libertad
, Cirilo Otería López cuenta su vida en la Residencia y aporta claves, hasta ahora desconocidas, que nos ayudan a entender mejor lo que sucede en los Altos del Hipódromo.

»Todo artrítico, es decir, todo enfermo afligido de esa enfadosa diátesis, definida por un eminente profesor como amortiguamiento de la nutrición, lleva en sí un germen latente, una predisposición morbosa a contraer todo tipo de enfermedades. El medio de evitar el peligro, es, no obstante, sencillísimo, y será preciso una cura de DEPURATIVO RICHELET, que pone al organismo en un perfecto estado de defensa contra el enemigo, siempre al acecho, y que equivale a un seguro contra la muerte. Testimonios de millares de enfermos curados, que han deseado dar a conocer los resultados inesperados que habían obtenido; estímulos fervorosos recibidos de todas partes del mundo; y recomendaciones que emanan de notabilidades médicas, maravilladas por las curas realizadas, nos dispensan de insistir.

«Aunque este reportero quisiera ofrecer al público un asunto diferente cada día, se ve obligado a seguir el conocido lema del mundo de la prensa: la noticia manda. Y la noticia que manda hoy es la misma de ayer, de antes de ayer, de hace un mes y de hace dos: la Residencia de Pinar. La corrupción allá arriba es tan grande que los pabellones empiezan a oler mal. Cirilo Otería es, en parte, responsable de ello. Pero sólo en parte.

»PACO MARTÍNEZ JOHNSON: Usted ha sido expulsado de la Residencia por participar en un inocente juego, ¿Podría describirnos en qué consiste y decirnos el número de residentes que le acompañaba cuando irrumpió en la habitación el jefe de estudios?

»CIRILO OTERÍA: Es un juego que se llama Hecha Pedazos, sin hache…»

La Libertad
, 15-XI-1923, pág. 13.

Una amistad que se ha forjado con unos pedos ha de terminar necesariamente por un quítame allá estas pajas, pensaba Patricio. Y es que los pedos les unieron mucho. Tras la noche del Ojete Majete, Patricio, Santos y Martiniano fueron los únicos que se reunieron con el Moreno y con el director para pedirles que reconsideraran la expulsión del Ciruelo. Es falso que les acompañara el Amancio. Ninguno de los de la Oposición quiso comprometerse, y esto decepcionó un poco a Martiniano, que despreciaba a los cobardes y a los medias tintas. En la reunión el Moreno les vino a decir entre mucho giro culto y palabra protestante que se callaran, que la Residencia necesitaba un culpable y que no se metieran donde no los llamaban. Luego vinieron esos pedos criminales que atufaban a centenares de inocentes.

—Bueno, Martini, ¿eres tú o no eres tú? —le preguntaba Santos, y aunque Martiniano mantenía y mantuvo durante muchos años que no, Santos y Patricio siempre estuvieron convencidos de lo contrario.

Salían de farra casi todos los días. Llamaban al Casino de Madrid, del que se habían hecho socios, para que viniera a recogerlos un auto; y paseaban en él por la arboleda de la Moncloa y por el Retiro. Tomaban el aperitivo en La Gran Peña a la hora en que se llenaba de señoritos recién levantados, acompañados de la novia y de los futuros suegros. Si decidían almorzar en el Aero-Club, cuyo restaurante era frecuentado por jóvenes oficiales de derechas, extranjeros y sujetos ociosos, repeinados hacia atrás, se pasaban antes a picar unas cebolletas rellenas por el Centro Asturiano. Después de comer, tras vencer la resistencia de Martini, tomaban café en el Círculo de Bellas Artes, donde se reunía la tertulia de Patricio, compuesta por mucho pseudofamoso y mucho tipo con apariencia externa de genio, pero sin uno solo de sus productos. Martini se ponía a cien escuchando a aquellos glosadores de lo obvio, amantes del vacío hipnotizados por las esdrújulas. Estaba seguro de que sentándose en una mesa del Bellas Artes y empezando a decir gilipolleces con largas palabras de tres sílabas o más, nombrando periódicamente a algún escritor célebre y el título de algún libro sagrado, podrían, si quisieran, fundar en cinco minutos la academia de necios más famosa del café. Patricio le preguntó por qué aborrecía tanto las tertulias. Martiniano le contestó que llevaba dieciocho años chupándose las cinco diarias que su tío celebraba en casa; pero que, aun siendo ésa una razón de peso, había más. Según Martiniano, la gente era una mierda y se lo creía todo. Había mucho papanatismo, dijo. Las tertulias para él eran un ejemplo claro. ¿Qué estaba de moda? ¿Ser un intelectual? ¿Ser un culto? ¿Ser poeta? Pues, venga, todos intelectuales, todos cultos, todos poetas. Ya lo había dicho: él no soportaba a los intelectuales y los cultos le aburrían. De los poetas, mejor no hablar. Menuda gentuza. Patricio en cambio pensaba que las tertulias eran un fenómeno que nacía espontáneamente a causa de la necesidad que tenía la gente de comunicarse y de compartir experiencias unos con otros. De la necesidad de lucirse unos ante otros, consideraba Martiniano. Santos escuchaba en silencio estas discusiones, tan diferentes de las charlas que tenían Patricio y el primo Marc, siempre de acuerdo en todo, y sentía una creciente simpatía por el tuerto Martiniano.

Al atardecer tomaban la primera copa en el Centro de Hijos de Madrid, donde a eso de las ocho recalaban los padres de familia reventados y alternaban un poquito con los amiguetes antes de subirse a cenar. El Centro no estaba de moda, pero el dueño, Alberto el Pirulo, movía sin saberlo el último grito en cócteles, el wee-cock-tail. Sin embargo no había que llamarlo así; había que decir: «Ponme un Santacatalina», y entonces Pirulo hacía una mezcla que le había enseñado su abuelo. Si paraban por el Centro, decía Santos, tenían que aceptar la realidad; y la realidad era que iban a caer, por lo menos, siete u ocho Santacatalinas. Luego, se dirigían al Liceo de América, un lugar tranquilo, perfecto para antes de cenar. La colonia latinoamericana en Madrid, cuerpo diplomático mayormente, paraba mucho por el Liceo. Allí se encontraban muchas veces con un chileno muy joven, que escribía poesía y empezaba a tener cierta fama. Era muy feo y tenía un nombre un poco raro que trataba siempre de ocultar: Neftalí Ricardo Reyes Basoalto. Solía acudir también un amigo de Neftalí, al que llamaba Vicentito, pese a que era más viejo que él. Vicentito era también chileno y poeta, aunque mucho más suntuoso que Neftalí. Se creía un ser extraordinario y siempre estaba intentando tener un comportamiento característico. Todo lo que uno hiciera o dijera lo había dicho o hecho él mucho antes. Mientras tomaban uno o dos dry-martinis antes de cenar, hablaban de casi todo, y Neftalí expresaba sin pudor reflexiones peregrinas como, por ejemplo, que era una injusticia que no existiera una palabra para designar el sillón de barbero; si alguien quería nombrarlo, argumentaba, tenía que decir sillón de barbero; esto le parecía a Neftalí una carencia del idioma. Cenaban en Bustingorri y terminaban en el Rector's Club, cada vez más de moda.

Una noche, mientras saboreaban el segundo dry-martini, Neftalí les dijo que María Catarata, aquella novia que Patricio había tenido hacía mucho tiempo, estaba en Madrid y los esperaba, había dicho, en las races ilegales del Teuco. Así pues, tras la cena, se acercaron al final de la Castellana. Por el camino, Patricio explicó que María Catarata había propuesto como escenario del reencuentro el lugar donde se habían conocido porque su antigua novia, además de estar afiliada al Movimiento Pro Gorrión Madrileño, de aborrecer la lotería, de ser vegetariana y de sentir las vibraciones ultrasensoriales, creía en la reencarnación de las almas y sobre todo en la circularidad del tiempo. María Catarata, aseguró Patricio, era el personaje de una novela. Todos rieron el chiste, excepto Santos, que no lo entendió.

La línea de meta estaba abarrotada de jóvenes entre los que enseguida distinguieron al Teuco, que daba órdenes de aquí para allá como un loco, intentando poner un poco de orden.

—¡Che, mirá quién está allá! —gritó alguien a sus espaldas. Al volverse vieron a María Catarata corriendo hacia Patricio. Saltó sobre él con tanta ilusión que estuvo a punto de derribarle. Pátric y ella intercambiaron parabienes como si no hubiera más personas en el universo, lo cual estaba muy lejos de ser verdad, a juzgar por los empujones y pisotones que Neftalí, Vicentito, Santos y Martini estaban recibiendo. A Santos le pareció que María Catarata estaba guapísima. Le habían crecido las tetas y se le habían quitado todos los granos de la cara. Sólo tras una larga media hora, se percató ella de que con Patricio habían acudido cinco personas y recordó que ella misma lo había hecho acompañada de dos amigas, Remedios y Margarita. Fue en las presentaciones cuando María Catarata reconoció a Santos:

—¡Che, Santos, estás tan cambiado que no pude imaginar que fueras vos! —le dijo María Catarata apretándose contra él. Santos creyó notar sus pezones erectos; pero cuando se separó, comprobó decepcionado que se trataba de unos preciosos botones dorados.

Aquella noche fueron a La Parisina, y luego Neftalí propuso acabar en su embajada. Terminaron, como era de esperar, escuchando las poesías de Vicentito, haciendo planteos controversiales sobre arte y hablando de vagabundos, el tema favorito de María Catarata. Antes de que se quedaran dormidos, soportaron una tabarra de Patricio acerca de su novela, y Neftalí intentó concientisarlos con los problemas de Latinoamérica.

Si parrandas como ésta ocupaban las noches de Patricio, las mañanas se le iban al joven novelista en la búsqueda de un prologador para
Los Beatles.
Había bajado otra vez hasta la librería de don Carlos, y éste le había mirado silencioso y desconfiado por encima de los lentes cuando Patricio le contó la reacción del exquisito Juan Ramón.

—No será usted responsable de todo lo que está sucediendo allá arriba, ¿verdad? —le interrogó con suspicacia.

No bastó que contestara que no; no bastó que le suplicara en nombre de su tío que hiciera una excepción y le publicara la novela sin prólogo. Aquel viejo, bajo su apariencia quebradiza, tenía la firme voluntad de no hacerlo.

—Siga buscando, amigo Patricio —le recomendó—. Pruebe con Baroja, o con Unamuno, o con Valle, o con Ramón, o con Ortega. Fíjese si tiene para elegir. Y ahora, si no le importa, perdóneme, pero tengo muchas cosas que hacer.

Y no es que no buscara. Buscó. Escribió varias copias de
Los Beatles
y las envió con una amable carta de presentación en la que solicitaba el prólogo de rigor. Y no es que no le contestaran. Le contestaron. Pero todos lo hicieron con la misma canción.

«Distinguido tararí:

»Acabo de leer con cierta tachunda su novela titulada tachín. Creo que bajo un título tararí, hay una trama tachunda que hace de su novela una obra tachín.

»Contra mi voluntad y muy a mi pesar, me resulta imposible prologarla en este momento por tal y tal compromiso. Espero, no obstante, seguir en contacto con usted. Le saluda atentamente, Fulanito.

»En tal sitio, a tantos del mes tal de 1923.»

Algunos han recurrido a su cara de mono y otros a su cuerpo, sesquipedal y rechoncho, para explicar esa afición suya a las tertulias. Han llegado a decir que se encontraba muy cómodo semioculto tras la mesa de un café, disimulada su figura entre los cuerpos de otros tertulianos. De hecho, en las fotos que se conservan de él sólo se ve su cara regordeta, que, si no era de mono, era de niño sabihondo. En algunas instantáneas también asoman los dedos cortos y morcillones de sus manos delicadas.

Llegaba al café repeinado pulcramente, muy formal. A las tertulias siempre acudía de traje y corbata, muy elegante, creía él; sin embargo, el cuello de sus camisas y los nudos de sus corbatas le daban el aire, entre patético y artificial, que tienen los niños en las fotos de la primera comunión. Ramón no tenía mesura ni zonas intermedias en su carácter; no estaba, por lo tanto, dotado ni para la perfidia ni para el erotismo ni para la ironía: sus comportamientos eran de una candidez dolorosa o de una maldad demoníaca; sus relatos más subidos de tono, por ejemplo, eran exasperantemente platónicos o vulgarmente rijosos; y sus comentarios sobre otras personas eran desvergonzados panegíricos o insultos barriobajeros. Y por si todo esto fuera poco, Ramón no sufría pasar inadvertido, con lo que su personalidad se completaba al adquirir ésta la propiedad más característica de los niños, esto es, la pesadez. Ramón además era laísta y se ufanaba de haber creado las famositas greguerías.

—¿A que no me cuenta usted el argumento de
La Regenta
y la hace una interpretación? —preguntó Ramón aquella tarde, mirando al resto de los tertuliantes con un gesto infantil de complicidad. Y es que todo en Ramón era así, muy aniñado. Sorprendido, don Nicanor comenzó a decir que la novela era un retrato de la sociedad decimonónica de provincias, donde las convenciones sociales…

—Basta —ordenó Ramón levantando su pequeña mano—. Julito, haz el favor de interpretarle a este señor
La Regenta.

—No se burle usted de mí, Ramón —pidió Julito Puertas, un chico joven y espigado que tenía bigote a lo Galdós y unos lentes redondos, de esos que habían puesto de moda los bolcheviques soviéticos.

—Por Dios, Julito, qué cosas tiene usted; yo no me burlo, todo lo contrario. Para mí, usted, más que un profesor universitario, es un intérprete, un director de orquesta literaria, un ventrílocuo de las novelas. Por favor, interprete la vetusta
Regenta
para don Nica, hágala hablar.

Julito Puertas, que en el fondo era buena gente, accedió. La verdad era que nunca sabía si Ramón se burlaba de él o si realmente estaba interesado en el trabajo de revisión crítica de la literatura que estaba llevando a cabo. Julito interpretó:

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