Fabulosas narraciones por historias (20 page)

»4. En el apartado de ruegos y preguntas, JMV anunció que se estaba considerando la posibilidad de celebrar un macrorrecital a nivel internacional con la presencia de las grandes figuras europeas. Los miembros aplaudieron la idea. JR dijo que había conocido a dos personas nuevas que le gustaría que estuvieran en el grupo de minoría. Mencionó a Dámaso Alonso y a Rafael Alberti. JOYG conocía a Rafael Alberti. JR añadió que Dámaso Alonso era también un gran poeta, además de un joven erudito. Los miembros aplaudieron la sugerencia. CH se quejó de estar desterrado en tertulias de ancianos y pidió un traslado que le permitiera estar más en contacto con los jóvenes valores. JOYG le recordó que la Junta tenía que estar presente en todos los sectores de opinión, y le animó en su tarea, a la que calificó de amarga y, por ello, más heroica. RGDLS dijo que tenía en su poder una novela que le parecía interesante y cuya publicación recomendaba. Se preguntó el autor. RGDLS dijo que Patricio Cordero. JOYG preguntó si alguien le conocía. JMV dijo que era un residente. JOYG preguntó si era un miembro de la minoría. JMV dijo que no, que en su día perteneció, pero que había roto con ella. JOYG dijo que eso era peligroso y preguntó si alguien conocía la obra. JR dijo que la había hojeado y que desaconsejaba su publicación. RGDLS insistió en que alguien la leyera. A él le parecía que, aunque no seguía el canon al pie de la letra, su publicación no afectaba a la estrategia. JOYG dijo que la estrategia de cambio de gusto no permitía ningún descuido en el campo de las publicaciones. LKB manifestó que lo más coherente era no publicar ninguna novela que se desviara de la norma; pero recordó a los miembros que eran ellos los que entendían de literatura. RGDLS sugirió que sería muy positivo conseguir una cierta variedad y propuso votar. Antes de hacerlo, JOYG manifestó su sorpresa ante el interés de RGDLS y preguntó si tenía que dar cuenta de algo que hubiera sucedido. RGDLS no contestó. AJF anunció que se votaba a mano alzada la publicación de la novela escrita por Patricio Cordero. A favor: uno. En contra: cinco. Abstenciones: una. La propuesta fue rechazada.

»5. La sesión se levantó a las 18:04.

«Transcrito fidedignamente en Madrid, a 4 de noviembre de 1923.»

«Sería curioso y científicamente fecundo hacer una historia de las preferencias manifestadas por los reyes españoles en la elección de las personas. Ella mostraría la increíble y continuada perversión de valoraciones que los ha llevado casi indefectiblemente a preferir los hombres tontos a los inteligentes, los envilecidos a los irreprochables. Ahora bien, el error habitual, inveterado, en la elección de personas, la preferencia reiterada de lo ruin a lo selecto es el síntoma más evidente de que no se quiere en verdad hacer nada, emprender nada, crear nada que perviva luego por sí mismo. Cuando se tiene el corazón lleno de un alto empeño se acaba siempre por buscar los hombres más capaces de ejecutarlo […]. Si ahora tornamos los ojos a la realidad española, fácilmente descubriremos en ella un atroz paisaje saturado de indocilidad y sobremanera exento de ejemplaridad. Por una extraña y trágica perversión del instinto encargado de las valoraciones, el pueblo español, desde hace siglos, detesta todo hombre ejemplar, o, cuando menos, está ciego para sus cualidades excelentes. Cuando se deja conmover por alguien, se trata, casi invariablemente, de algún personaje ruin e inferior que se pone al servicio de los instintos multitudinarios.

»El dato que mejor define la peculiaridad de una raza es el perfil de los modelos que elige […]. Después de haber mirado y remirado largamente los diagnósticos que suelen hacerse de la mortal enfermedad padecida por nuestro pueblo, me parece hallar el más cercano a la verdad en la aristofobia u odio a los mejores […].»

José Ortega y Gasset,
España invertebrada,
Madrid,

Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 69, 134-135.

Después de lo de Ramón, Pátric se había enfadado mucho con Martiniano y estuvo sin hablarle varias semanas; pero esta ira de hombre desesperado fue dejando paso poco a poco a un descreimiento cínico muy dandy y muy de escritor maldito en el que no cabía un enfurruñamiento semejante. Acabó aceptando las disculpas del tuerto. Fue por entonces cuando Patricio empezó a adquirir cierta pose de escritor incomprendido y a beber más de la cuenta. Sus intentos por encontrar un prologador fueron vanos. Tras el episodio del Pombo lo dio todo por perdido. Aunque al principio Ramón intentó ocultar el incidente, éste acabó sabiéndose y a Patricio le colgaron el sambenito de gamberro. Algunos escritores ni siquiera se dignaban contestarle cuando él les escribía pidiéndoles una cita. En estos casos, Patricio, que no tenía nada que perder, se presentaba en sus domicilios sin avisar y les cantaba las cuarenta, les soltaba cuatro frescas desde el rellano. Así, se fue resignando poco a poco a su suerte y a su creciente fama de joven problemático. Muchas tardes recorría Madrid y hacía honor a su fama reventando conferencias y tertulias, ayudado siempre por Santos y Martiniano, que se mondaban de risa y se lo pasaban bomba. Cada día iban a un café diferente y se sentaban muy formalitos entre los tertulianos. En cuanto alguien abría la boca, dijera lo que dijera, blanco o negro, saltaban los tres y decían no estamos de acuerdo. A la quinta vez los echaban a patadas. También iban a las conferencias que se celebraban en el Ateneo, y en el turno de preguntas interrogaban a los conferenciantes sobre el modo en que se aseaban las partes o hacían de vientre. Les divertía también escandalizar al público madrileño que asistía los domingos a las misas de una. Esperaban a que el cura levantara la oblata para gritar ¡me cago en Dios, me cago en Cristo, me cago en su puta madre y en la Hostia Puta! Vergonzoso e inmoral. El sacrilegio retumbaba como un demonio exorcizado en las paredes del templo, y alguna ancianita perdía el conocimiento. Los católicos más jóvenes y más fuertes, los más auténticos, aquellos a quienes realmente les fascinaba la muerte, la sangre y la ingestión de carne humana, querían sacrificarlos allí mismo como corderos de Dios.

Su sueño, sin embargo, era reventar la tertulia más sagrada de Madrid, la tertulia de Ortega y Gasset, misión complicada y peliaguda porque el incansable recibía en su propia casa. No obstante, trazaron planes, y entre tanto se divertían haciendo la vida imposible a las tertulias más modestas y accesibles. En cierta ocasión, Amadéus Leguazal, un poeta futurista que Patricio conocía de la tertulia del Bellas Artes, le pidió a éste que acudiera con algunos amigos a otra tertulia, de la que él era miembro, que tenía lugar en un viejo café llamado Jute. Cuando Pátric se lo contó a Santos y a Martini, éste no tuvo dudas: iba a demostrarles que en las tertulias todo era boato y palabrería.

—Esos de ahí arriba son de culo veo, culo quiero —sentenció Obrero, el peluquero—. Han visto que nosotros traemos sangre nueva, y ahí los tienen ustedes, trayendo gente joven.

—Pues como sean igual de impertinentes que los que vinieron aquí, van listos —aventuró don Críspulo Pinar, el empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, que acababa de pedir un suizo a Luisito.

—Si no me equivoco, uno de ellos es Martiniano Martínez, el sobrino de Azorín, que está hecho buena pieza —observó el señor Iglesias.

—Y el otro, el sobrino de José María Pereda, más tontaina aún que su tío —sentenció don Carlos Hernando.

—Un suizo, ¿verdad, don Críspulo? Aquí lo tiene —le sirvió Luisito.

—¡Sí, hombre, a buenas horas! ¡Ahora te lo comes tú! —exclamó molesto don Críspulo.

—¡Pero si me lo acaba de pedir!

—¿Conque te lo acabo de pedir? ¡Te lo he pedido hace cinco horas! ¡Anda, trae para acá! Pero la próxima vez te lo comes tú.

En la otra tertulia, aprovechando la visita de aquellos residentes, Bernabé Hieza había sido invitado por fin a que presentara su libro de poesías.

—Lo que modestamente se ha tratado de expresar con este poemario que ahora ve la luz es la doble vertiente que para quien les habla tiene la palabra «palabra». Para un servidor, señores, la poiesis, como la llamaban los griegos, la poesía, como la conocemos hoy, es enseñanza; de ahí el título que modestamente he propuesto. Enseñanza, claro está, en su doble vertiente. La poesía enseña, muestra, exhibe, muestra, enseña, muestra el sentimiento interino, el sentimiento que fluye por dentro. Pero la poesía también enseña, es decir, aprende. Esto está expresado con certeza en el soneto «De seriedad», que en realidad es una declaración de principios contra toda esa poesía de jovencitos que se nos viene encima y que está pagada por el gobierno de todos los españoles, subvencionada con mi dinero, señores, con mi dinero.

—¿Entonces su poiesis es una puya a cierta poiesis? ¿Es consciente de que esto levantará ampollas? —preguntó Amadéus, fumando con su habitual sofisticación y soltando por tercera o cuarta vez el humo sobre Martini, que ya lo había apartado ostensiblemente con la mano.

—Efectivamente,
Enseñanza
se ofrece modestamente como antídoto, que decía aquél, a la poesía de hoy, que me parece intolerable; poesía que, como digo en «De seriedad», es «basura para vender en estores», donde hay una referencia, que efectivamente me va a costar la amistad de más de uno y más de dos, una referencia, digo, sardónica, cruel, incluso despiadada, diría yo, a esa costumbre que nos ha invadido ahora con esto del inglés de escribir palabras en esta lengua, contra la que, dicho sea de paso, no tengo nada. Lo que hago en este verso (página 35, primer verso, segundo terceto) es españolizar la palabra inglesa store, que significa almacén, y a la vez tildar de adocenado el arte de estos modernos mercaderes del sentimiento, cuyas obras son, como digo, basura para vender en almacenes, en estores, palabra que coloco en situación de privilegio, rimando en consonante con «señores». No sé si he sido tal vez demasiado conceptista.

Tomó la palabra Martini:

—Tal vez lo haya sido, pero no se lo reprocho. En rigor, no es posible hoy día (o recomendable, como dicen los ingleses por boca de su adalid) la exigencia moral, la significación ideológica de actos y palabras. Este cuestionamiento o, más bien, esta imposición social es el abecé de todo credo y un factor sustancial de la política como tal. Se dirá: la política como tal, hoy día, señor mío, no existe; pero al insinuarlo se pasa por alto otro tipo de exigencias menos evidentes quizá, que no obstante condicionan de igual modo actos, palabras y yo diría que incluso silencios. La política y yo diría que las artes y las ciencias nacen no CON, sino DE esta contradicción. ¿Qué piensa, amigo?

—Como dice Jovellanos, las contradicciones son siempre antiguos errores de educación, visiones tarareicas. Para mí, se deben establecer (o eliminar, como diría el otro) de una vez por todas los cimientos sobre los que construir esa exigencia moral de la que habla usted. Hay que recuperar la significación ideológica de actos y palabras a través de la educación. Hay que digerir, como dice Bergson, poco a poco, la arena de nuestro propio deseo y dejarse de medias tintas —contestó divertido Patricio.

A lo cual replicó Santos:

—Usted por una parte dice que hay que dejarse de medias tintas y vacas flacas pero por otra parte duda de que las artes y las ciencias sean claras como el sol.

—No, yo digo que hay que dejarse de medias tintas y dotar de contenido. Nunca aceptaría una propuesta, pongamos artística, si ésta no descansara sobre lo que Bacon llamaba acciones primarias —se defendió Martini.

—Y que yo llamaría mejor acciones trascendentes. Y volveríamos al punto inicial. Si se pretende edificar sobre acciones trascendentes, no podemos levantar una ideología de más de dos pisos. Esto me parece esencial —dijo Patricio.

—Lo único esencial, me parece a mí, son las dimensiones de pigmentación sobreabundantes; ¿estamos o no de acuerdo? (Santos).

—Sí, siempre y cuando por moral usted no entienda concordancia con una ideología, sino concordancia ideológica de carácter genérico (Martini).

—Por supuesto. Entonces, si lo único evidente es la dimensión de maniobra en el terreno moral, no podemos argumentar sobre supuestas bases éticas (Pátric).

Todos los presentes asentían, pero sólo don Andrés Bonato, que tenía que marcharse y no quería irse sin hablar, fue capaz de intervenir:

—El tema que están tratando me resulta de extrema importancia y gravedad. Abundando en su idea yo diría: ¡No queramos construir castillos en el aire, por favor, no pidamos la luna!

Tendido el puente, el resto de tertulios acudió en tropel a la conversación:

—La luna hay que pedirla siempre. Luego, la vida se encargará de dárnosla o de no dárnosla —puntualizó Bernabé Hieza. A lo que don Gerardo Buche replicó:

—Usted sabe que en el caso concreto de la luna, nadie se la va a dar. De modo que, si usted sabe positivamente que nunca la va a conseguir, señor mío, ¡no la pida!

—Me alegro de que saquen el tema de la luna porque, como no se le oculta a nadie, yo soy futurista. Cuando estuve en el Reino Unido, donde pasé una temporada dedicado exclusivamente a leer, cayó en mis manos una revista de astronomía científica. Y qué dirán que encuentro. ¡Un artículo titulado «Walking on the Moon»! ¿Qué dirán ustedes que mantenía el autor? Que en menos de cincuenta años la humanidad estará científicamente preparada para llegar a la luna. ¿No es formidable? ¿Quién será el afortunado que pise por primera vez el más rancio entre los rancios objetos poéticos? —dijo Amadeo Leguazal, echando el humo en la cara de Martini.

—Si eso sucede alguna vez, yo quisiera estar muerto —dijo Bernabé Hieza—. Alegrarse de que el hombre llegue a la luna de los Hölderlin, de los Goethe y de los Bécquer es como alegrarse de que dinamiten el Partenón griego para construir pistas del fútbol ese. No, yo no quiero estar vivo para contemplar semejante crimen.

—¿Civilización o barbarie? ¿Naturaleza o industria? ¿Progreso o inmovilismo? ¿Me voy o me quedo? Mejor me voy, y perdónenme que no desarrolle estas cuestiones que tienen tanta miga, pero es que tengo que acompañar al médico a mi hija, que tiene anemia, y no quería irme sin decir esto. Supongo que mañana estarán por aquí a esta misma hora, de modo que ya tendremos tiempo para discutir estas y otras cuestiones —dijo don Andrés Bonato levantándose. Estrechó las manos de Patricio, Santos y Martiniano, y se marchó. Don Andrés Bonato se cruzó al salir con Pascual, que, protegido con su casco, entró, se puso en el medio del café y anunció:

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