Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
—Absorberlos.
Pátric y Martini se doblaron de risa. Más orujo. Se dice absolverlos, le corrigieron. Bueno, bueno, tampoco es para tanto, se exculpó Santos un poco colorado; y para cambiar de tema, brindó por la amistad tan maravillosa que tenían; y a continuación, sin poderlo remediar, se puso sentimental: que qué iba a ser de ellos dentro de diez o quince años, dijo que se preguntaba; y entonces Pátric puso la nota de color y contestó sin pensárselo dos veces:
—Dentro de veinte años espero ser un escritor devorado por el público. Si no, reviento.
—¿Casado y con hijos? —preguntó Santos, y Patricio le miró un poco irritado por la vulgaridad y la cursilería de su amigo. Contestó:
—Balzac decía que él nunca se había ocupado de la vida, que a él la vida le había ocupado; que de repente un día se encontró durmiendo con una mujer que dijo ser su esposa y con un montón de críos que le llamaban padre.
—A mí eso no me parece bien —dijo Santos—. Yo creo que para escribir no hace falta jorobar a tu familia y a tus amigos. Eso son excusas que se buscan los malos padres.
—No quiero ofender, pero eso también lo dicen mucho los malos escritores —añadió Martini.
—Nadie está hablando aquí de maltratar a la familia y a los amigos —protestó Pátric, que no quería ser un mal escritor—. Digo solamente que escribir exige dedicación absoluta, y que absoluta significa absoluta. ¿Vosotros podéis imaginaros a Dostoievski comprando abrigos a sus hijos?
—Perfectamente —repuso Santos—. Puedo imaginármelo comprando abrigos para sus hijos, para su mujer, para su suegra y para él. Con el frío que hace en Rusia, ¿cómo no me lo voy a poder imaginar? Los escritores y sus familias necesitan abrigarse como todo el mundo.
Y añadió que él también se imaginaba a sí mismo comprando abrigos a su mujer y a sus hijos, un chico y una chica, dentro de diez años. Para él, el matrimonio y la descendencia eran muy importantes, ya que un hombre no podía considerarse adulto hasta que no tuviera hijos. Patricio jugó a ser un tipo pasado de rosca:
—No hace falta tener hijos para ser adulto. Basta con que te vayas quedando sin amigos según te haces mayor. Cuando has llegado a los cuarenta y no te queda un puto amigo, entonces eres un adulto. Hasta esa edad puedes seguir pensando que eres un joven solitario.
Martini asistía a la conversación silencioso.
—¿Y tú que vas a ser de mayor? —le preguntó Pátric con un punto de sorna.
—Ni lo sé, ni me importa. Vosotros dos sois muy raros, perdonad que os diga. Yo no pierdo el tiempo pensando en cómo voy a ser dentro de diez, veinte o treinta años. A mí lo que me preocupa es lo que vamos a hacer ahora que nos hemos ventilado las dos botellas de orujo: ¿pedir otra o meternos en las mantas?
Pidieron a gritos otra.
Las palabras de Santos elogiando el matrimonio y la reproducción resonaban todavía en los oídos de Patricio y le habían puesto las orejas rojas; de modo que cuando el posadero les trajo la botella, el joven escritor se aclaró la voz con un sorbito y dijo:
—Es difícil encontrar una mujer que guste una noche. Cuánto más ardua será la tarea de encontrar una mujer que nos guste toda la vida. Que existan además tantos matrimonios, sobre todo entre personas feas, constituye para mí un motivo de sospecha. Hay casados tan feos y tan cabrones, que me pregunto por los motivos que habrá podido tener otro ser humano para contraerse con él. Lujuria, no; y amor, tampoco; sólo la imperceptible y poderosa obligación (social o natural, me es indiferente) de reproducirse y fundar una familia. Odio la familia. Y odio la herencia genética. ¡No digo ya la herencia de bienes! Un ser humano, sin haber hecho nada para merecerlo, puede nacer con la belleza de la madre o con la dulce melancolía del bisabuelo paterno. Otro, sin embargo, puede salir clavado a su horrible abuela y nacer en el seno de una familia que vive debajo de un puente. Entiendo que a este último le entren ganas de matar a ese otro que se parece a su bella madre y que ha tenido la puta suerte de nacer en un palacio.
—Tienes razón. A mí los genes también me parecen nefastos y una guarrería. Sólo decir «carne de mi carne» me da asco. Cuando pienso que he salido del coño de mi madre, me dan ganas de matarla.
Santos se escandalizó:
—¡Qué bestia eres, Martini! ¿Cómo puedes hablar así de tu propia madre? Una madre es la única persona en el mundo que te va a querer no por cómo eres o por lo que seas, como los amigos y las novias, sino siempre, hagas lo que hagas.
Martini se enjugó unas lágrimas imaginarias, se sonó unos mocos inexistentes y con gesto compungido y cómico reconoció que había empezado a emocionarse con las palabras de Santos. Ajeno a la pantomima de Martini, Patricio, que se había gustado mucho en su primera intervención, disertó sobre la maternidad en Occidente:
—La maternidad es la manifestación más flagrante del egoísmo humano. Preguntémonos qué es el egoísmo. Un inmoderado amor por nosotros mismos que nos hace ordenar los actos a nuestro bien propio sin cuidarnos del bien ajeno. Ahí lo tenéis. Cuando dos individuos deciden reproducirse, sólo tienen en cuenta sus deseos, sus necesidades o sus deberes con la especie o la religión. Me diréis que si el dolor de la madre al parir, que si los desvelos durante la crianza, que si los sufrimientos durante la juventud, que si esto, que si lo otro. Eso no es generosidad. Eso es el precio que hay que pagar por satisfacer el deseo o por calmar la necesidad; eso es una prolongación del deber o incluso un comportamiento instintivo, pero nunca generosidad. La generosidad de los reproductores en este asunto pasaría por preguntar a los hijos que no existen si les gustaría tener unos padres como ellos y vivir en un mundo como éste. Pero esto, evidentemente, no puede hacerse. Por eso creo que la reproducción humana es intrínsecamente egoísta, porque no permite, en sí, la posibilidad de ser generoso. Hay montones de hijos cuyos padres son tan cabrones, o tan tacaños, o tan ignorantes, o sencillamente tan pobres que si les hubieran preguntado a sus hijos antes de nacer si querían hacerlo, hubieran dicho que no.
Santos y Martini le aplaudieron. Había estado realmente brillante, y para celebrarlo Martini pasó la botella y preguntó a bocajarro:
—¿Os parece bien haber salido de la polla de vuestro padre?
—A mí me parece un misterio maravilloso —confesó Santos, que cuando estaba borracho se ponía, como puede verse, muy sentimental.
—Te voy a contar yo a ti un misterio maravilloso que no he contado nunca a nadie —dijo Martiniano. Santos y Patricio humedecieron sus labios en el alcohol y prestaron atención.
—Cuando se murió mi padre, hubo un momento en que me quedé solo con él, de cuerpo presente. Le vi allí, muerto, y no sé por qué, pero le bajé la bragueta y se la toqué. Nunca me he creído mucho eso de que hemos salido de la polla. Bueno, sí me lo he creído, pero nunca he estado de acuerdo. El caso es que se la toqué. No os podéis imaginar lo fría que está la polla de un muerto; la tienen helada y como si fuera de corcho. Abrí una navajilla y se la corté. No pensaba hacerlo, pero lo hice. Así que mi padre está enterrado sin polla.
¿Qué hacer cuando alguien confiesa algo semejante? Pues reírse, ¿qué puede hacer uno sino reírse? ¿Y creerlo? Eso ya depende de cada cual. Patricio se interesó por lo que había hecho con la polla de su padre; que si la conservaba en formol. Y entonces Santos, por un momento, tuvo la seguridad de que Martiniano se echaría mano al bolsillo interior de la chaqueta y sacaría un bote de cristal transparente con el pene incorrupto de su padre en el interior. Estuvo seguro de que iba a hacerlo y tensó todos los músculos de su cuerpo para soportarlo. Pero Martini no lo hizo, sino que se extrañó de que le creyeran capaz de algo semejante.
—¿Guardar la polla de mi padre en formol? ¿Tú te crees que soy un monstruo? No me acuerdo de lo que hice con ella; se la eché a unos cerdos, creo; y se la comieron. Los cerdos se lo comen todo, hasta la polla de un muerto, ¿verdad, Santos? Los cerdos son la hostia.
Y dicho esto, se fue dejando caer poco a poco hacia atrás; y, al borde del coma etílico, se quedó dormido antes de que transcurriera el primer minuto. Santos y Patricio se miraron, se encogieron de hombros y le imitaron.
Hasta las dos de la tarde del día siguiente no se despertaron. Lo hicieron con dolor de cabeza y el cuerpo lleno de picores y de pajas. Además el tiempo se había estropeado y llovía. Así pues, mientras se rascaban espasmódicamente, decidieron que lo mejor era regresar, darse un baño, echarse una siestecita y cenar tranquilamente en cualquier lugar, tonificados y limpitos de polvo y paja.
«Advirtamos, por ejemplo, lo que acontece en las conversaciones españolas […]. Siempre que en Francia o Alemania he asistido a una reunión donde se hallase alguna persona de egregia inteligencia, he notado que las demás se esforzaban en elevarse hasta el nivel de aquélla. Había un tácito y previo reconocimiento de que la persona mejor dotada tenía un juicio más certero y dominante sobre las cosas. En cambio, siempre he advenido con pavor que en las tertulias españolas —y me refiero a las clases superiores, sobre todo a la alta burguesía, que ha dado siempre el tono a nuestra vida nacional— acontecía lo contrario. Cuando por azar tomaba parte en ellas un hombre inteligente, yo veía que acababa por no saber dónde meterse, como avergonzado de sí mismo. Aquellas damas y aquellos varones burgueses asentaban con tal firmeza e indubitabilidad sus continuas necedades, se hallaban tan sólidamente instalados en sus inexpugnables ignorancias, que la menor palabra aguda, precisa o siquiera elegante sonaba a algo absurdo y hasta descortés. Y es que la burguesía española no admite la posibilidad de que existan modos de pensar superiores a los suyos ni que haya hombres de rango intelectual y moral más alto que el que ellos dan a su estólida existencia.»
José Ortega y Gasset,
España invertebrada,
Madrid,
Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 69, 134-135.
La primera vez que Santos vio a Babenberg no fue ese mismo fin de semana, sino el siguiente, el 11 de noviembre de 1923, en el Rector's Club del hotel Palace. Verle, lo que se dice verle, ya le había visto muchas veces en las litografías de las revistas ilustradas. Le había contemplado llegando a Madrid; saludando simpáticamente junto a su esposa María Luisa a los reporteros gráficos; descansando en La Moratilla, su villa alcarreña; practicando en compañía de Su Majestad el deporte del
lawntennis
y acompañando a un grupo de célebres intelectuales madrileños (de izquierda a derecha y de arriba abajo: don Juan Ramón Jiménez, exquisito poeta y refinado prosista; don José, director de la Residencia de Estudiantes; Moreno, pintor y poeta; Babenberg; don Ramón Gómez de la Serna, ingenioso escritor, y Federico García, mejor intérprete del alma andaluza). Sin embargo, en persona, aquélla fue la primera vez que le vio.
Habían ido al Rector's Club, que aquella noche, como todos los miércoles, tenía mucha animación. Además, amenizaba la velada la Washington Band, un cuarteto que atraía siempre mucho público. Santos, Pátric y Martini llevaban ya en el cuerpo un número considerable de cock-tails, y el primero estaba otra vez a un paso de elogiar esa amistad tan bonita que tenían. Fue al pedir la cuenta cuando el camarero les dijo aquellas palabras que, a la postre, habrían de cambiar sus vidas:
—Todo está pagado, señoritos. El barón Babenberg les pide que acepten su invitación y les ruega que pasen por su mesa a tomar el último cock-tail antes de marcharse.
Los tres dirigieron sus miradas al lugar que había señalado el camarero con un casi imperceptible giro de cuello. Babenberg, sentado en una mesa del interior, les hizo una leve inclinación de cabeza. Ahí estaba, en carne y hueso, el rostro que tantas veces había visto estampado Santos en el papel brillante de las revistas ilustradas; sintió una sacudida y pensó en su madre, en sus hermanas y en la cara que pondrían en cuanto se enteraran. Venga, vamos, bebida gratis, dijo Martini; Patricio intentó recomponerse y logró contestar al camarero, que todavía esperaba la respuesta, que sí, que estaban encantados.
Babenberg se puso en pie cuando los vio llegar y les presentó a su acompañante, el escultor navarro Malcom Joyce. Patricio, representando a la perfección el papel de hermano mayor, declaró que era un honor inmenso para los tres sentarse en su mesa, pero que no se explicaban aún de qué podría él conocerlos. Babenberg no respondió a eso inmediatamente: era él quien se sentía honrado de que ellos hubiesen aceptado; pidió permiso para convidarlos y llamó al camarero con un leve movimiento de la mano. Babenberg tenía una figura erguida y un rostro afilado pero solemne, algo inexpresivo; era de labios poco móviles y mirar inescrutable. Aunque cuando les invitó debía de rondar ya los cuarenta y cinco, su cabello aún era abundante y su flequillo conservaba todavía una graciosa y rebelde caída juvenil perfectamente estudiada. Sus cejas, que parecían permanentemente arqueadas, le proporcionaban un cierto aire de displicencia que contrastaba con sus maneras cálidas y amistosas. Santos no se perdió ninguno de sus movimientos: de qué modo presentó a su acompañante, cómo tomó asiento, con qué palabras se dirigió al camarero, qué pidió de beber y la manera que tenía el tío de alcanzar el cock-tail: ¡ay, qué coño, si parecía que no tocaba la copa! Pensó que si su madre y sus hermanas hubieran sabido que en aquel momento él, Santitos, estaba a cincuenta centímetros de Babenberg, se habrían muerto de gusto. Santos volvió en sí.
—De modo que son ustedes los tres mosqueteros que tienen a Madrid en jaque —exclamó Babenberg.
—¡Ah, sí? ¿Tenemos a Madrid en jaque? exclamó Patricio interrogativamente, haciéndose el tontito.
—¡Por favor! No hay tertulia que no los tema. Todo el mundo habla de lo que ustedes le hicieron a Ramón —aseguró Joyce.
—Madrid debe de estar más aburrido que de costumbre si no se habla de otra cosa —sentenció Martini.
—La noche de Madrid nunca ha sido la de París, pero ahora no está mal de diversiones —concedió Joyce—. Y además están contribuyendo a animarla. Me han dicho que Ortega trasnocha, bueno, más bien que no pega ojo pensando en ustedes.
—¡Ya nos gustaría reventar su tertulia, ya! —confesó Santos—. Lo que pasa es que es imposible porque la celebra en su casa.
—Eso no es un inconveniente. Yo puedo darles su dirección —sugirió Babenberg divertido.