Fabulosas narraciones por historias (26 page)

«Distinguido amigo:

»Perdone que haya dejado pasar tanto tiempo sin escribirle, pero algunos contratiempos y problemas de salud me han tenido en cama. El Dr. Kompritz ha aprovechado la ocasión para echarme en cara mi empeño en mantener esta correspondencia con usted que, según dice, quema inútilmente unas energías que no tengo. Lo que tengo son muchos años y muchos recuerdos; y, aunque el Dr. Kompritz no lo crea, me siento mucho mejor desde que puedo ponerlos por escrito. Tendría que haber compuesto un libro de memorias, como han hecho todos mis contemporáneos, para enturbiar aún más el agua, para dificultar en la medida de mis posibilidades la visión del fondo, el recuerdo de los hechos. Creo haber leído todos los diarios y memorias que mis amigos y conocidos de entonces han ido publicando. Cada libro ha sido una sorpresa mayor y una confusión más grande. ¡Si parecía que habíamos vivido vidas diferentes en mundos distintos y épocas lejanas unas de las otras! Muchos de estos libros relatan sucesos que yo presencié y en los que tuve un cierto protagonismo. Pues bien, tras la lectura de ese centenar de testimonios adoradores, ni yo sé a ciencia cierta qué ocurrió. Antes de leer todas esas fabulosas narraciones que se ofrecen como historia, mi memoria era agua cristalina, y yo podía recordar con claridad el fondo y distinguir cada persona, cada suceso, cada palabra y cada cosa. Tras cerrar el último libro de memorias, mi recuerdo se había convertido en el fondo turbio de una poza donde acaban de jugar los niños. Haga la prueba, lea
El último vistazo
o
Los olvidados
de Sebastián Casero;
Unamuno de una vez o Nunca nadie
de Eligió Simientes;
La biografía de Cirilo "El Cometripas"
de Amancio Gonotórregui;
Vida en claro
de José Moreno Villa;
Caminos
y
puentes de ingeniero
de Gervasio López Paradero;
Los días previstos
de Carlos Bonifaz;
Mi vida secreta
de Salvador Dalí;
Mi último suspiro
de Luis Buñuel;
Mi vida con Ramón
de Julio Puertas;
Stop a todo desastre
de Bartolomé Sastre-Labanda;
Ortega, mi padre,
de Miguel Ortega; léalos todos y se dará cuenta de lo que estoy tratando de decirle.

»Eso precisamente es lo que me sucede con Martiniano, de quien me pide que hable cuando leo los relatos que otros han escrito de él. Mire, yo no le conocí a fondo, pero para mí Martiniano era carne de cañón. Lo supe desde la primera vez que le vi. ¿Que cómo era? Aunque tenía un parche, que años después cambió por un ojo de cristal, era guapo. Muy alto. A mí me recordaba a Soutine, pintado por Modigliani. Había llegado a la Residencia obligado por su tío, Azorín, al que odiaba por todo y en especial porque había sido él quien le había saltado el ojo de una paliza. Azorín era el hermano de su madre y se había hecho cargo de la familia tras la muerte de su padre. Martiniano había querido aprender un oficio, pero su tío le había obligado a continuar estudiando porque le parecía una vergüenza tener un sobrino obrero. Él contaba que por cada suspenso su tío le rompía un palo de escoba en los lomos, y que con este aliciente había ido sacando los cursos. No era necesaria una larga conversación con Martiniano para darse cuenta de que era un espíritu negativo: estaba en contra de todo, lo detestaba todo y le resultaba repugnante todo. Según me dijo no recuerdo quién, había cosas que le daban más asco que otras, como por ejemplo los defectos de la piel. Pero lo que Martini aborrecía sobre todas las cosas eran las tertulias. Iba diciendo por ahí que su máxima ambición a corto plazo era reventar todas las tertulias de Madrid, ser expulsado de la Residencia de Estudiantes y matar a su tío. Ramón Gómez de la Serna había escrito por entonces una biografía de Azorín, y todos teníamos a éste por un anciano tímido y tranquilo. Lógicamente, nos preguntábamos si sería verdad lo que contaba Martiniano de él. ¿Cómo era posible que un tipo tan tímido como Azorín tuviera semejante sobrino?

»Por supuesto, hubo quien, como hoy usted, le consideró entonces una versión española del surrealismo francés. Yo difiero totalmente de esta opinión; el pobre Martiniano no era más que un gamberro; no recuerdo haber escuchado jamás de sus labios una reflexión teórica que explicara lo que usted se empeña en llamar "atentados culturales" y que no eran, créame, nada más que gamberradas, algunas de ellas muy ingeniosas, pero gamberradas al fin y al cabo, de un joven inquieto, nervioso y con gracia. Martini vino a ocupar el hueco que había dejado Marc cuando se marchó a Inglaterra. Ya hablaré de esto en otra ocasión.

»Me pide usted que le cuente alguna anécdota. Pensé que no iba a recordar ninguna, pero ha venido a mi memoria cierta ocasión en que habíamos ido a escuchar una conferencia de Unamuno al Ateneo de Madrid. Unamuno era ya entonces una vaca sagrada de la intelectualidad española, un individuo que estaba por encima del bien y del mal. No era como Juan Ramón Jiménez, que tenía sus intereses editoriales, que era capaz de hacer esas pequeñas mezquindades que ya le he contado, y que tenía su cuadrilla y sus enemigos. No. Don Miguel era de una sobriedad espartana. Él era catedrático de griego en Salamanca y con el sueldo de funcionario mantenía a su familia. Don Miguel tenía muchos defectos, pero la avaricia y la codicia no estaban entre ellos; su monstruosa megalomanía no se lo permitía. El caso fue que Martiniano estaba allí, y cuando se abrió el turno de preguntas levantó la mano y le preguntó que qué sentía cuando defecaba. Describió el proceso en voz alta con todo lujo de detalles. No le miento. Don Miguel ni siquiera contestó. Luego, a la salida, la gente le insultaba por la calle y le tiraba piedras. Él no hizo eso para destruir la hipócrita cultura burguesa, sino para divertirse; la trascendencia a estas barbaridades se la añadían otros. Ya le digo, para mí Martiniano siempre fue un muchacho huero. Mi experiencia me dice que aquellos que durante la etapa escolar o los años universitarios han sido más evidentemente geniales suelen quedarse en nada cuando pasan a la edad adulta; como si se hubieran agotado para siempre en los fuegos artificiales de la adolescencia.

»Mis mejores deseos. [Firma ilegible.] En Belle Terre, a 2 de febrero de 1987.»

4

«El viernes, cinco de diciembre, último día de clase, a las nueve de la noche, tendrá lugar, como todos los años por estas navideñas fechas, el Recital Extraordinario de la Natividad del Señor. Presidirán la velada poética SS. MM. los Reyes de España, don Alfonso y doña Victoria Eugenia, quienes estarán acompañados del presidente de la Junta, general Primo de Rivera, y de miembros de la misma. Nuestro ilustre visitante, el exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, hará lectura de sus últimas composiciones, en las que se percibirá su proceso continuo hacia la desnudez o pureza poéticas. Asistirán además al susodicho y extraordinario recital las más excelsas personalidades del mundo de las letras y los números españoles. Tendremos con nosotros a don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España; al ilustrísimo señor catedrático don Miguel de Unamuno, la más fuerte personalidad de la generación del 98; a don Santiago Ramón y Cajal, el ilustre neurólogo de fama mundial; a don Gregorio Marañón, que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos; a don Eugenio d’Ors, célebre por su pseudónimo "Xenius"; al ingenioso escritor don Ramón Gómez de la Serna; a don Ramón Pérez de Ayala, nacido y educado en Oviedo; y al barón Leopoldo Babenberg, ilustre mecenas, inspirador de las últimas empresas culturales, amante de las artes y amigo de esta casa. Además del susodicho, exquisito poeta y refinado prosista, recitarán los ilustres profesores universitarios don Jorge Guillén y don Pedro Salinas, muy amigos entre sí; y los siguientes chicos jóvenes: Rafael Alberti, José Bergamín, Juan Chabás, José María Hinojosa, Dámaso Alonso y Vicente Aleixandre. Tras este recital tan fantástico, Federico, el mejor intérprete del alma de Andalucía, nos obsequiará con una lectura pública de sus últimos poemas y con un recital de su música.

«Calificación de la asistencia: "Sublime" (suspenso final si no se asiste y cartita a los padres que te crió).

«Firmado: la Dirección / el Sr. Iglesias, ordenanza y bedel por concurso público de méritos, P. A., a uno de diciembre de 1923.

«DIVERSIDAD, MINORÍAS, CULTURA Y ATLETISMO.»

Don Ovidio Buche, primer premio del último certamen de poesía de Socuéllamos y hermano de don Gerardo, el zapatero lector de enciclopedias, había sido invitado por éste para que leyera en la tertulia sus últimas poesías y borrara, en la medida de lo posible, el mal sabor de boca que habían dejado aquellos gamberros de la Residencia. Había leído con mucho sentimiento durante toda la tarde, y por fin atacaba los últimos versos del postrero poema:

—Cantar de la tierra mía, otro verso, que echa flores, otro verso, al Jesús de la agonía, otro verso, y es la fe de mis mayores, otro verso, oh, no eres tú mi cantar, otro verso, no puedo cantar ni quiero, otro verso, a ese Jesús del madero, otro verso, sino al que anduvo en la mar. Se acabó.

Don Ovidio Buche levantó la cabeza y su mirada se encontró con la de su hermano, que le miraba orgulloso y movido en medio de un silencio que empezó siendo estremecedor y terminó por ser simplemente incómodo. Transcurrieron varios minutos sin que ningún contertulio abriera la boca. El poeta don Ovidio los miraba desconcertado, pero no conseguía cruzar su mirada con otra que no fuera la de su orgulloso y movido hermano, ya que los demás habían fijado la vista en diferentes objetos del café.

—Bueno, ¿qué les parece? —tuvo que preguntar finalmente su hermano, don Gerardo Buche.

Primero, pertinaz, continuó unos instantes el silencio. Luego, hubo voces que se aclararon, ejem, ejem; y finalmente tomó la palabra Bernabé Hieza, quien con mucha cautela, con mucho tacto, preguntó:

—¿No le parece que su poesía está muy influida por la de Machado? Don Ovidio cerró los ojos, esbozó una sonrisa y asintió suavemente, como si esperara la pregunta.

—Me lo han dicho muchas veces; y, en cierto modo, es lógico que la gente piense eso. Este último poema, por ejemplo, no es que esté influido, es que es clavado.

—Sí, vamos, eso quería decirle aclaró Amadéus satisfecho de que don Ovidio se hubiera percatado de la similitud.

—Pues bien, ¿se querrán creer ustedes que este poema lo tenía yo en la cabeza, sentido como quien dice, tres años antes de que Machado lo sacara a la luz? Mi hermano Gerardo es testigo.

Don Gerardo Buche asentía solemne. Su hermano continuó:

—Yo no sé cómo ese hombre se entera de mi vida y de mis sentimientos, de verdad. No digo que copie mis creaciones telepáticamente; digo que desde que le conozco, viene revelando cosas muy mías y muy íntimas. Muchas de estas emociones las experimenté hace tiempo; son sentimientos de cuando era un chaval, pero igualmente personales. Le he escrito una carta pidiéndole explicaciones, pero ¿se creerán ustedes que me ha contestado? Ni por pienso. Escribí también a ese reportero, Paco Martínez Johnson, para hablarle del caso; y miren lo que le ha pasado. No quiero pensar mal, pero qué casualidad que Paco Martínez Johnson muera precisamente cuando recibe una carta mía.

—¡Hombre! Yo a Machado le conozco bien y puedo asegurarle que don Antonio será lo que usted quiera menos un asesino. Vamos que, en caso de duda, yo respondo por él si es necesario —se ofreció don Maximiliano con solicitud.

—Si yo no digo que sea un asesino; digo que qué casualidad que cuando Johnson va a descubrir el pastel, se lo cepillan.

—¡Ah!, pero ¿no ha sido un accidente? Pensé que le había pillado una motocicleta —confesó don Maximiliano Quintana.

—Se han oído tantas versiones diferentes que yo estoy como si no hubiera oído ninguna —se quejó don Andrés Bonato.

—Mi amigo Melchor Reyes, que trabaja en Gobernación, me ha dicho que, según la autopsia, se tiró bajo las ruedas del tranvía ahí, en la Glorieta de San Bernardo —dijo Amadéus muy circunspecto, dándose mucha importancia por tener un amigo en Gobernación.

—¡Qué lástima que un hombre tan inteligente haya tenido una muerte tan vulgar! —se quejó don Gerardo Buche.

—Inteligente le parecería a usted, Buche. A mí me parecía más bien un ave de garrapiña —dijo don Marcelino Valtueña, el amante de las autopistas.

—Querrá usted decir de rapiña —le corrigió Amadéus, pero don Marcelino no le hizo caso, aunque sí crispó el gesto. Siguió hablando:

—Un tío que se gana la vida criticando sin base real a todo quisque viviente es un animal carroñero. Yo no le veo a esas fábulas la inteligencia por ninguna parte.

—¿Fábulas, dice usted? Ya verá como la historia de estos años se escribe teniendo en cuenta los reportajes de Paco Martínez Johnson. Él fue el único que se atrevió a llamar a las cosas por su nombre y a tirar de la manta en este país de chollos y de enchufes —sostuvo Amadéus.

—A mí me parece que algunas veces exageraba un poco —apuntó el poeta Bernabé Hieza—. La manía que le había entrado con la pobre Residencia no era normal. Él encarnaba lo que intento expresar en mi poema «La rima, esa molesta redundancia», en donde critico todo lo que sea repetición a cualquier nivel.

En la tertulia rival, don Carlos Hernando pretendía que sus compañeros entraran en razón:

—Ya estamos escaldados; ahora debemos ser prácticos. Pasemos por alto rencillas cicateras tan viejas como estériles y miremos hacia adelante; fundemos un proyecto de futuro.

—¿Qué quiere usted decir con toda esa palabrería? —preguntó desconfiado el señor Iglesias.

—Quiero decir que por cuarenta duros podríamos traer a Juan Ramón Jiménez, o incluso a don José Ortega. Si cuarenta duros es mucho para una sola tertulia, y lo es, eso por descontado, unámonos a los de arriba; de ese modo tocaremos a menos. A eso llamo yo pasar por alto rencillas inútiles y mirar hacia delante.

Eleazar Pulido se mostró reacio a esa idea:

—¿Unirnos a esos ignorantes?

—Son ignorantes, pero también son muchos. Tantos, que reducirían a la mitad el precio de una gran figura. Pensémoslo.

—Yo no lo veo mal —se decidió el empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, don Críspulo Pinar.

—¿Y nuestra identidad cultural? —insistió Eleazar.

—¿Qué identidad cultural ni qué ocho cuartos? Hay que renovarse a cualquier precio o morir, como dijo el poeta —sentenció don Obrero.

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