Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
—No sé si es verdad o mentira, pero el primo Marcelinín me ha dicho que es adoptado —dijo, y contuvo la respiración esperando el estallido de la bomba que acababa de lanzar; pero la mayor parte de la familia pensó que eso era un título académico. La madre de Santos aprovechó para ponderar la inteligencia del sobrino. El tío Manolo corroboró sus palabras:
—¿Marcelinín? Marcelinín será lo que quiera ser: adoctado y adjunto a catedrático, si se pone. Ese crío es un fuera de serie desde que nació y cualquier día nos hace ministros a todos.
—¡Creo que además tiene una letra…! —exclamó la tía Rosita cerrando los ojos y mordiéndose el labio inferior—. Pero bonita, bonita, me ha dicho Carmen. Creo que escribe muy, pero que muy requetebién.
Santos tuvo la extravagante sensación de que su familia y él cenaban en habitaciones diferentes, y de que tendría que gritar si quería hacerse oír. Por eso hubiera preferido quedarse callado, cosa que no le permitieron, ya que, para terminar, tuvo que atender algunas dudas que tenía su familia sobre diferentes aspectos de la capital. Que si era verdad que habían abierto en Madrid un baile que no cerraba hasta las ocho de la mañana, que si las cosas estaban muy revueltas por Madrid, que qué se oía por allí, que si era verdad que Primo de Rivera era tan sencillote que se paseaba por la calle sin escolta, que si se lo había encontrado alguna vez por ahí, que si era verdad que la gente empezaba a protestar contra él. Que qué se decía por Madrid de lo que le había pasado al señor Venancio. Esta pregunta del tío Manolo les cerró la boca.
—¡Pero Manolo!, ¿no te das cuenta de que en Madrid no conoce nadie al Venancio? —tuvo que advertirle su propia hermana, la madre de Santos. ¡Hasta ella se daba cuenta de lo cretino que era!
—¿No os habéis enterado allí en Madrid que se le ha inundado toda la casa al señor Venancio? —preguntó incrédulo e irritado.
—No, no teníamos ni idea —repuso Santos con toda la naturalidad que fue capaz de simular. Santos no pedía lo imposible: sólo una familia con algo de interés, con un pasado oscuro; qué menos que tener un miembro maldito o por lo menos excéntrico, un abuelo maniático o un tío artista. Pátric tenía un tío que era un novelista inmortal; Martini, otro, neurasténico, que captaba todos los matices de la observación; y él, uno modorro que se llamaba tío Manolo.
A continuación los Bueno empezaron a sorber la sopa con gran estrépito. Tal vez lo habían hecho siempre así, pero Santos reparaba en ello después de haber visto a Babenberg ingerir líquidos como por arte de magia. Cuando la hubo terminado, su padre se frotó las manos, entrechocó los dientes y chasqueó la lengua varias veces para gustar bien su sabor. Todos le imitaron. Católica de primera división, su abuela había comido de pie sólo para martirizarse; cuando terminó, empezó a servir el conejo soltando las tajadas a media distancia y salpicando bastante. Mientras la abuela servía, su padre comía pan a pellizcos, metiendo el dedo entre la miga. Pellizcos también eran los que empezaron a darse sus primitos cuando ya no tuvieron huesecitos para tirar. Valentín se echó encima de Manolín, Manolín se derrumbó sobre Santos, Santos empujó a su padre, y a éste se le cayó el pan pellizcado. No le importó: recogió el coscurro, lo sopló y siguió comiéndoselo como un pajarraco.
—¿Os queréis estar quietos ya con los pellizcos y los huesecitos? ¿No veis que no cabemos en la mesa? —les amonestó Santos por fin. Todos los miembros de su familia le miraron como a un loco.
—¡Joder, cómo viene este crío de la capital, que parece un marqués! —exclamó su padre.
Los primitos continuaron con sus juegos y tiraron los cubiertos al suelo. Su madre los recogió por la parte cóncava y los depositó sobre la mesa. Santos sugirió que los cambiara, pero unánimemente le recomendaron que no fuera tan delicadito. El conejo abrasaba, y hubo que esperar otros cinco o diez minutos hasta que estuvo comestible. El tío Manolo succionaba cada trocito de carne hasta la congestión, luego lo masticaba, lo deglutía y volvía a succionar otro ruidosamente, degustando hasta la última gota de su sabor. Uno de los primitos soltó un pedo. La tía Rosita, que trataba de triturar un hueso con las muelas, interrumpió su actividad y le regañó suavemente, con simpatía. Su madre dijo, mientras masticaba, que era muy raro que el Rey no hubiera ido a una cacería organizada por el varón Vavenverg y, al pronunciar el apellido del barón, algunos trozos de conejo se escaparon de su boca. Su tía estuvo de acuerdo y lo expresó con sonidos guturales porque tenía toda la boca llena de huesos triturados. Santos la observó; su tía se había introducido el meñique en el oído y lo agitaba a una velocidad endemoniada.
De postre había cup de frutas, que su abuela se empeñaba en llamar kas de frutas. Los primitos seguían pellizcándose y su tía, por fin, decidió darles un bofetón. Los niños esquivaron la mano de la madre, que derribó, como fin de fiesta, el kas de frutas sobre los pantalones de Santos. A todos les pareció una anécdota divertida y adecuada para terminar la cena de nochebuena. Eso empezó a decir la tía, pero no pudo terminar la frase porque, inoportuno, un gas le subió a la boca y eructó sin hacer ni el ademán de cubrirse con la mano, sin disculparse y sin que nadie pareciera echar en falta ninguna de estas dos omisiones. Santos subió a su cuarto con la excusa de cambiarse y con la intención de no bajar nunca jamás.
Tras la cena, fregados los cacharros, mientras los hombres se echaban un puro, las mujeres de su casa se sentaron a mirar las ilustraciones y escuchar los pies de foto de
Mujer de Hoy.
Santos acababa de traerles los números atrasados, y la Justa los leía en voz alta a la luz del quinqué. Contemplaron al incansable luchador por la europeización de España; vieron a María Luisa Babenberg luciendo una preciosa blusa Chiffon y falda sultana siglo XX; vieron la residencia de un políglota español; vieron…
—Niña, ¿qué es lo que es un políglota?
—Un hombre primitivo, madre —explicó la Araceli.
—Diga que no, madre, que eso es un troglodita. Pregúntele al Santos —repuso la Justa.
Su madre le llamó a voces; pero él se estaba cambiando en mi cuarto, sintiendo en carne propia por primera vez las marranadas de la herencia; reconocía que los genes también le parecían a él una guarrería, que no quería ni pensar en eso de haber salido del coño materno y que sólo decir «carne de mi carne» le daba, como a Martini, un asco insufrible. Su madre no estaba muerta como la de Pátric, ni tenía una relación sadomasoquista e incestuosa con su hermano, como la de Martini; su madre sólo vivía para que su hijo conociese al Rey en persona; y en ese ambiente de refinamiento intelectual habían crecido él y sus hermanas. Así había salido, que lo único que hacía era matarse a pajas. Al oír la palabra paja, la tía Carmen, que rondaba la casa aquella fría noche de invierno y miraba por la ventana como un pobre de Dickens, golpeó el cristal con la palma de la mano. Santos chasqueó la lengua fastidiado y abrió de mala gana. Ante él apareció su tetuda tía jadeante, y Santos sintió en pleno rostro la calentura de su respiración agitada y mular. Iba a meterle mano, pero se contuvo. Un momento, se dijo; ese velo de vello que se oscurecía ligeramente bajo la nariz ¿había recubierto siempre el rostro de su tía Carmen, y el tonto de él no lo había visto nunca hasta entonces? Si así era, ¿cómo había podido estar tan ciego? ¿O era que la pelusa había crecido en cosa de meses? Fuera como fuese, sintió que no podría, que no podría en modo alguno; así pues, cerró de golpe la ventana, echó las cortinas y la dejó fuera de su vida para siempre. No fue solamente que le resultara de pronto insoportable la idea de ser herido en la mejilla y en el pene por el mostacho de su tía; había también razones de tipo, digamos, espiritual: la repentina y supersticiosa necesidad de ser fiel a María Luisa, la paranoica y culpable convicción de que nunca sería suya si derramaba por otra, y sobre todo el delirio de pureza y bondad que se sufre siempre en los primeros y maravillosos estadios del encoñamiento.
Hans había abierto una de las puertas traseras del Packard y los esperaba con la gorra bajo el brazo en la entrada principal del hotel Victoria, el lugar elegido para el exilio. Eran las diez de la noche.
—El buen día —les dijo a modo de saludo cuando los vio salir. Ni Pátric ni Martini contestaron: Pátric, para que los curiosos que se agolpaban alrededor de semejante auto, con las manos enlazadas a la espalda y las piernas ligeramente separadas, no pensaran que a él le abrumaban estos lujos; y Martini, porque iba enfurruñado: no le apetecía un pelo pasar la nochevieja en casa de los Babenberg. Había aceptado finalmente tras los intensos ruegos del intensivo Pátric.
Hans cerró la portezuela tras ellos, y durante el breve trayecto habló en su lengua imaginaria:
—Feliche Crisma a tuto the mondo over la terra.
—Igualmente, igualmente —le desearon. Martini le miraba la nuca con desconfianza; no acababa de creerse aquella historia de mestizaje que les soltó el día que fueron a La Moratilla, pero tuvo que quedarse con la duda porque enseguida llegaron al palacete de Santa Bárbara.
—Como un día me entere de que eres español, te corto los cojones —le susurró al salir, de modo que sólo pudiera entenderlo en el caso de que dominara el idioma.
—O nano Dios fue borneo estos días, mi hijito —le contestó el chófer con una amplia sonrisa. Pátric iba ajeno a todo esto; en el interior de su cabeza sólo se movían, como las chinas de unas maracas, dos preguntas: ¿habría leído el barón la novela? Y en caso afirmativo, ¿le habría gustado?
María Luisa y Leo los recibieron en la biblioteca con mucha cordialidad. María Luisa llevaba un vestido violeta con el escote redondo y compuesto por dos piezas que se sujetaban en el hombro. Sus ojos azules danzaban como ángeles, iluminaban la estancia y hacían interesante a cualquier mamarracho con sólo mirarle. Intercambiadas las primeras cortesías, el barón les ofreció de beber. Pátric pidió scotch, y Martini, dry-martini, lo cual hizo su poquito de gracia. Patricio se creyó en la obligación de llevar la iniciativa en la desagradecida tarea de romper el hielo, y, quizá con excesiva desenvoltura para sus pocos años, ensayó con un pedante y deslavazado discurso diferentes hipótesis que, a su juicio, explicarían el acento, digamos, extraño, dijo, de Hans, el chófer. Habló, con cierta coherencia al principio, de la mezcla de culturas; pero los nervios le traicionaron al final del parrafito, y se lió: que él se consideraba menos rico que el chófer, culturalmente hablando, claro; y que Estados Unidos era el país de la libertad; y, a la vez, el más poderoso de la tierra; que Hans, sin ir más lejos…
El barón le interrumpió con una sonrisa burlona: que no se precipitara en sus juicios. La sorna del barón le hizo pensar a Pátric que
Los Beatles
no le había gustado nada. Pero Leo no estaba hablando de la novela de Patricio, sino de Hans; y vino a decir que su chófer tenía la misma mezcla de razas y culturas que un bonito botijo con la coqueta inscripción «Rdo. de Calatayud». Hans, reveló el barón, se llamaba en realidad Anselmo y era de Tomelloso. Martini sonrió para sus adentros. Resultaba que un buen día Anselmo se había presentado en casa del barón, enterado de que éste buscaba un chófer. Babenberg había fingido creerse la extravagante historia de su vida, que el manchego le había relatado prolijamente con su horrible acento. Al barón le cayó simpático, y le contrató. Él era feliz creyendo que Babenberg se había tragado la historia.
—Aunque resulte paradójico, Anselmo, Hans, es el único en esta casa que no me engaña —concluyó el barón entre risas.
Patricio, que bastante tenía consigo mismo, no advirtió que María Luisa desviaba la vista y ensayó una nueva hipótesis ante el interés de los anfitriones y la indiferencia de Martini: dijo que había que ver la manía que teníamos los españoles con hacernos pasar por extranjeros; el español, dijo, se deslumbraba a menudo con lo de fuera y no se daba cuenta de que España era igual o incluso mejor que cualquier otro país. Sorbito de scotch. Así nos iba a los españoles. El barón fue asintiendo con el ceño fruncido a las palabras de Patricio, que se iba notando más y más sereno. Cuando terminó su argumentación, el barón le respondió que la superchería de Anselmo tenía otra explicación. Le hizo ver que no era una casualidad que todos los taxi-conductores de Madrid fueran extranjeros. Patricio entendió perfectamente por dónde iba y habló de la proverbial desconfianza del español hacia las innovaciones técnicas, así como de la simultánea, y no por ello menos proverbial, asociación que el mismo tipo de español hacía entre esta innovación técnica y la condición de extranjero.
—No exactamente, Patricio —volvió a corregir Babenberg—. Lo que sucede es que la mayoría de los taxi-conductores son de la zona de La Mancha. Se hacen pasar por extranjeros para fingir que no conocen la ciudad y poder dar vueltas y vueltas antes de llegar al destino. Con este truquito se sacan una o dos pesetas extra.
Pátric, tenso, nerviosito perdido, con las chinas moviéndose en el interior de su calabaza hueca, no cogía el paso ni atinaba con el tono. Babenberg enseguida comprendió que Patricio era una de esas personas cuya conversación sólo es fluida cuando trata de asuntos que les atañen personalmente. Determinó, en consecuencia, no prolongar su agonía:
—He leído su novela anunció.
Patricio, que se servía en ese momento su segundo scotch, vertió un poquito fuera del vaso. Aparentar calma, se dijo. Hasta Martini prestó atención. Cuando Babenberg expresó con una vehemencia poco común que esa novela,
Los Beatles,
había que publicarla, a Pátric le hubiera gustado congelar la sensación de plenitud que le elevó sobre las cabezas de los presentes, para disfrutar de ella más adelante y con otra ropa más sport. Se hubiera tendido bocarriba, con los brazos extendidos en el suelo del salón, como hacen los deportistas cuando vencen en un partido decisivo y se tumban exhaustos, pero felices, en el terreno de juego. Su primer pensamiento fue para el tío José María. Luego recordó los hielos padecidos, los tormentos y las dudas y las horas dedicadas. Todo estaba pagado. Hay que ver lo imbéciles y lo baratos que somos los escritores, se dijo. ¡Y cómo quiso repentinamente, con un amor psicopático, a todos los presentes! A Martini, que simulaba indiferencia; a Babenberg, que le miraba sonriente; a María Luisa, que reía y reía. Se agotaba la sensación, y Pátric quiso prolongarla artificialmente: