Fabulosas narraciones por historias (31 page)

Babenberg calló repentinamente, como avergonzado de su propia vehemencia. Durante el discurso las caricias de María Luisa se habían ido atenuando hasta desaparecer. Sus piernas se fueron relajando y finalmente perdieron la tensión de los primeros instantes. Cuando indicó a la camarera que podía servir las colas de langosta al cabrales, sus piernas permanecían junto a las de Patricio, pero en un laxo contacto. Por un momento sólo se oyó el ruido de la sirvienta procediendo y el entrechocar de la botella con el borde de las copas cuando alguien se sirvió vino.

Pátric se sintió obligado a decir algo. Y dijo esto:

—Supongo que le habrán echado muchas veces en cara la contradicción entre querer derribar el sistema y ser, como lo es usted, inmensamente rico.

Babenberg sonrió y llenó a todos la copa de vino.

—Lo primero: yo no soy inmensamente rico. Digamos que soy lo bastante rico como para no preocuparme por el dinero. Pero a lo que vamos: ser pobre no es una condición imprescindible para ser revolucionario; ni siquiera es necesario ser un trabajador. La revolución verdadera va más allá de una simple revolución económica, que se limitaría a sustituir ricos por pobres que tardarían muy poco en ser ricos a costa de otros pobres. La verdadera revolución es la revolución íntima, la revolución de las relaciones del hombre con el mundo. Veinte siglos de opresión cristiana, como diría Nietzsche, no han conseguido que el hombre deje de tener deseos y que ansíe satisfacerlos. Hay que proclamar la omnipotencia del deseo y la legitimidad de su cumplimiento. Hay que acceder a las profundidades del ser, al llamamiento de lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo profundo. En mi caso, la riqueza me ha permitido ser un verdadero revolucionario, puesto que satisfago todos mis deseos; eso es algo que escandaliza a los pobres de espíritu, a los cristianos. El día que no pueda hacerlo, el día que mis deseos no puedan ser, por cualquier motivo, órdenes para mí mismo, siempre podré suicidarme. El suicidio, como dice Crevel, es el acto revolucionario por antonomasia.

—¿Acto revolucionario el suicidio? Más bien parece una claudicación del deseo o miedo a no poder satisfacerlo.

Caído el fervor crural, Patricio entraba en la conversación precisamente cuando Babenberg quería salir de ella:

—Miedo, miedo… ¡Todo el mundo tiene miedo y todo el mundo está más o menos sifilítico! El suicidio es un modo de selección. Se suicidan quienes no tienen la cobardía de luchar contra esa intensa sensación que es la sensación de certeza. La gente no soporta la certeza.

María Luisa cortó la conversación:

—Cariño, el postre no es el mejor momento para hablar de suicidios y de cosas tristes.

Martini no aguantaba más; y si no hubiera sido por la
mousse au chocolat
que apareció en ese instante frente a sus ojos, sobre la bandeja de la camarera, hubiese protestado de mala manera. Le estaban dando la noche aquel par de pedantuelos. El uno, mercenario, cobarde, interesado, perdía el culo por publicar y era capaz de someterse a cualquier indignidad con tal de conseguirlo. El otro… El otro era un tipo de cuidado. Pero a él todo le daba igual: bajo su barbilla la camarera había servido el postre que más le gustaba, y a este dulce se consagró en cuerpo y alma mientras María Luisa se interesaba, empeñada en cambiar de tema, por los detalles de su expulsión.

—No hay mucho que contar —contestó Patricio. Después de los sombrerazos, que Martini repetiría si se le presentara de nuevo la ocasión, Juan Ramón Jiménez había dicho: o ellos o yo. Y don Alberto decidió que ellos; escribió una cartita a los padres, pensando que iban a pasar las navidades en casa, y los expulsó. Rompieron las cartas en pedazos y se fueron a vivir al hotel Victoria.

—Podemos hacer los exámenes finales, pero no podemos vivir en la Residencia.

El barón sonreía, y entre sonrisas les preguntó que cómo les había dado por hacerle eso al pobre Juan Ramón. Y entonces Martini emergió de su
mousse au chocolat
relamiéndose como un gato goloso:

—¿Y usted nos lo pregunta, barón? Pegar a un monstruo de las letras, a un literato poderoso y cabrón como Juancho tiene los mismos efectos que el Depurativo Richelet: purifica la mala sangre y da salud.

A Patricio empezaba a cargarle la actitud provocativa del tuerto Martini, e intentó amortiguar sus palabras con un relato educado de los hechos. Luego pasaron a la biblioteca, donde el barón hizo servir el café. Todavía turbado por los roces furtivos, Pátric buscó con la mirada la complicidad de María Luisa, una mirada de inteligencia, algo. Pero fue en vano; durante el resto de la velada, ella rehusó la cercanía física y rechazó el intercambio verbal con la misma delicadeza y discreción de sus caricias surales y subterráneas.

A las doce menos cinco Babenberg abrió con estrépito y gran derrame de espuma una botella de champán y llenó las copas. A medianoche, sobrecogidos como si fuese la primera vez, escucharon desgranarse las doce campanadas en el reloj del salón. Brindaron por
Los Beatles;
y Patricio sintió, como si de una cenicienta inversa se tratase, que por fin había sonado su hora.

—Llevo cuarenta años viviendo en Madrid, y ningún febrero ha hecho el frío que está haciendo este año —aseguró don Marcelino Valtueña.

—El frío conserva —le recordó don Maximiliano.

—¡Que si conserva! He leído en una revista científica, escrita en inglés, que en Estados Unidos están investigando la posibilidad de congelar cuerpos de personas con enfermedades terminales, antes de que mueran, y descongelarlos cuando se encuentre el modo de curarlos —informó Amadéus. A Gerardo Buche le recorrió un escalofrío:

—Qué impresión más grande que le congelen a uno y que le descongelen no ya un siglo después, sino sólo veinte o treinta años más tarde; uno se despierta creyendo que se ha echado una buena siesta y se encuentra a la mujer convertida en una anciana, a los hijos con el pelo blanco y a los nietos haciendo la mili. Yo, desde luego, sólo querría volverme a dormir otra vez, despertarme y volverlos a encontrar como los hubiese dejado.

—La muerte es tan natural como la vida —dijo Bernabé Hieza—. Éste es un tema que me ha obsesionado siempre en mi producción poética, como puede verse en mi epístola,
Qué es de tu vida, Manuel; qué es de tu muerte, Raquel.

—Pues a mí, por más natural que sea, no deja de espantarme todo lo que tenga que ver con la muerte —confesó don Andrés Bonato, y se puso un poco intimista—: Por entristecerme, me entristece hasta permanecer en una habitación en la que he estado con otras personas cuando éstas ya se han ido. Miro las colillas de sus cigarros, me imagino que han muerto…

—¿Lo de los cigarros lo dice usted por mí? —preguntó, valentón, Amadéus, alerta ante cualquier indirecta sobre el tabaco—. ¡Eso es lo que le gustaría a usted, verme muerto!

—¡Qué cosas tiene, Amadéus! ¿Cómo voy a querer yo verle muerto? ¿No le estoy diciendo que todo lo que tiene que ver con la muerte me desazona? Yo veo los zapatos vacíos de un enemigo, su ropa quieta en una percha; me hago cuenta de que ha fallecido y me descompongo.

Y descompuestos se quedaron cuando vieron lo que vieron. Estupefactos también, camareros y clientes habituales contemplaron a Ventura Tunidor y al señor Iglesias, este último agitando un tenedor al que había enganchado un pañuelo blanco —inequívoca señal de paz, levantándose de sus asientos y dirigiéndose con paso decidido hacia la tertulia rival.

—Venimos a parlamentar en son de paz; ¿podemos sentarnos? —preguntó solemne Ventura Tunidor cuando estuvo frente a las miradas hostiles de sus enemigos. Don Maximiliano Quintana les señaló con un gesto las sillas que podían ocupar. Hubo un silencio antes de que el señor Iglesias, designado portavoz por estar más acostumbrado que nadie a dirigirse mediante sus carteles a amplios auditorios, comenzara su discurso. Aunque se sentía abrumado por el peso de las miradas y mortificado por la imperiosa necesidad de humedecerse los labios, no quiso mostrarse débil pidiendo agua y dio comienzo a una breve declaración de intenciones que sonó así:

—Caballeros: convencidos de que los males de nuestra Patria provienen en su totalidad del orgullo estéril, de la prepotencia ciega y la muda cerrazón, nosotros no hemos querido caer en los mismos defectos y nos acercamos a vosotros con el ánimo sincero de poner fin a nuestra proverbial enemistad.

—¿A cambio de qué? —le interrumpió Amadeo Leguazal con impertinencia. Ventura Tunidor no se inmutó.

—El tiempo no pasa en balde, y hay que ser muy orgulloso o estar muy ciego para no darse cuenta de que nuestras tertulias son piezas de museo, llamas de una vela que se extingue, raras aves que desaparecerán cuando se mude el último pájaro. Consciente de esto, la tertulia de don Carlos Hernando, que hoy tengo el honor de representar, celebró una reunión a puerta cerrada el pasado quince de los corrientes donde se decidió proponeros el olvido de nuestras diferencias, la unión de nuestros esfuerzos, el aliento conjunto de nuestros miembros para conseguir que este prodigio de la comunicación humana que es la tertulia no desaparezca.

—¿Unirnos a vosotros? ¡Ni locos! —dijo Marcelino Valtueña con resolución. El señor Iglesias se dejó de pamplinas, se olvidó del discurso preparado y pasó a lo práctico.

—Nosotros tampoco tenemos muchas ganas de sentarnos a vuestro lado, pero hemos estado haciendo cuentas: si nos unimos y cada uno de nosotros pone mensualmente unas cinco pesetas, que no es tanto, podemos invitar a alguien de renombre una vez al mes. Eso atraería público y jóvenes decentes, que es lo que necesitamos.

—¿Por un duro? —preguntó Bernabé Hieza más interesado.

—Don Carlos conoce a casi todos los intelectuales españoles amén de a muchos extranjeros. Si él se lo pide, por unos cuantos duros cualquiera de ellos se quedaría con nosotros toda la tarde —aseguró el señor Iglesias.

—¿Toda la tarde por cuarenta duros? No está mal —sentenció Gerardo Buche.

—Eso mismo hemos pensado nosotros —repuso el señor Iglesias satisfecho de que sus argumentos estuvieran dando resultado.

—Supongo yo que han caído ustedes en la cuenta de que habría que negociar una serie de puntos tales como el lugar del café donde nos reuniríamos, quién sería el líder de la nueva tertulia, etcétera —aventuró don Maximiliano Quintana. El señor Iglesias esperaba esta intervención y respondió adecuadamente:

—Como muestra de buena voluntad, si ustedes acceden a trasladarse a nuestros asientos, don Carlos Hernando está dispuesto a cederle el liderazgo de la tertulia a usted y por consiguiente el nombre de la misma.

La generosidad de la propuesta los desarmó. Se miraron unos a otros, atónitos.

—¿Por qué no bajan y se sientan con nosotros a discutir tranquilamente todas las posibilidades? —propuso el señor Iglesias con una audacia que superó de nuevo la capacidad de reacción de las huestes de don Maximiliano. El veterano fundador preguntó:

—¿Alguien se opone a bajar y discutir la propuesta en la tertulia de don Carlos Hernando?

Y como nadie, ni siquiera don Marcelino Valtueña, alegó ningún impedimento, se pusieron en pie y en procesión se dirigieron hacia la tertulia rival ante la mirada maravillada de todo el café, que rompió en un sonoro aplauso. En el otro extremo del Jute don Carlos y los suyos, emocionados por la respuesta del respetable, sintiéndose protagonistas de un evento histórico, se levantaron de sus asientos para recibir con la mayor solemnidad a los que hasta ese momento habían sido encarnizados enemigos.

—Luisito, esto hay que celebrarlo: trae café con leche y mantecados para todos —le susurró don Críspulo Pinar al aprendiz.

Tras un primer intercambio de cumplidos cautelosos, don Maximiliano Quintana tomó la palabra como jefe supremo de su tertulia. Tras agradecer a los de don Carlos la bienvenida, dijo que no creía equivocarse si afirmaba que sus miembros estaban totalmente de acuerdo con la estrategia de pagar a una celebridad para que acudiera al Jute y atrajera público. Sus contertulios asistieron gravemente. Don Maximiliano añadió:

—El primer punto que deberíamos acordar es la persona que va a venir. ¿Han pensado ustedes en alguien?

—Yo había pensado en traer a un nuevo valor de la Residencia que se llama Federico García Lorca, un verdadero… —empezó a decir don Carlos Hernando. Amadéus le interrumpió con firmeza:

—Protesto. Me opongo a que venga nadie de la Residencia de Estudiantes.

—¿Qué tiene usted contra la Residencia? —le preguntó Carlos Hernando ofendido.

—No tengo nada, pero no me gusta lo que se oye por ahí —repuso Amadéus dignamente.

—Lo que usted oye por ahí son infundios, eso por descontado. El señor Iglesias se lo puede confirmar. Me consta que los gamberros que intentaron asesinar a Juan Ramón Jiménez han sido expulsados. Puede decirse que los cánceres de esa gran institución ya han sido destripados.

—Querrá usted decir extirpados —corrigió Amadéus.

—Sí, eso, extirpados —concedió don Carlos muy turbado—. No sé lo que digo. Las calumnias que se vierten contra el proyecto más ambicioso, moderno y europeizante que hemos tenido en la historia de España me hacen perder los estribos.

—¿Es verdad que los han metido en chirona sin juicio y sin nada? —quiso saber don Críspulo Pinar.

—¡Cómo los van a haber metido en la cárcel! Han sido sencillamente expulsados de la Residencia, sin más —aclaró el señor Iglesias.

—Pues yo he oído que al cabecilla le fusilaron el otro día en secreto al amanecer. Orden directa de Primo de Rivera. Parece ser que era sodomita —informó Marcelino Valtueña.

—Caballeros: pensé que tenían talante negociador. No estamos aquí para alimentar infundios que lo único que hacen es dañar la cultura y en última instancia la sociedad española en su conjunto, sino para decidir a qué personaje público traemos a nuestra tertulia —recordó don Carlos Hernando, intentando poner un poco de orden.

—¡Que sí tenemos talante negociador, hombre, que sí tenemos! Lo que sucede es que mis hombres son gente de humor y socarrona, y les gusta mezclar las burlas y las veras —explicó don Maximiliano.

—Pues sepan ustedes que a nosotros las burlas no nos hacen ninguna gracia.

Luisito apareció con la bandeja llena de cafés y mantecados.

—¡A ver, háganme un huequecito! —pidió el aprendiz—. ¿Y esto? ¿Quién ha pedido esto? —se preguntaron unos a otros.

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