Fabulosas narraciones por historias (32 page)

—Don Críspulo —respondió Luisito.

—¿Será posible el niño, la manía que me ha cogido? Mata uno un perro y le llaman mataperros. Yo no he pedido nada; a mí que me registren.

—¡Los cafés y los mantecados los ha pedido don Críspulo, que lo he visto yo! —gritó Domingo, el jefe, desde la barra—. Don Críspulo: ¡a ver si me deja ya en paz al niño!

El empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante preguntó con cara de inocente:

—¿Me creen a mí capaz de hacer eso?

Y todos, unánimemente por primera vez en la historia de ambas tertulias, respondieron que sí.

Los únicos momentos agradables eran los que pasaba junto a los cerdos cuando iba a echarles de comer. En ocasiones le acompañaba en estas experiencias místicas un humilde muchacho que se llamaba Adrián y a quien Santos intentó llamar Adry los días que pasó allí. Adrián, como Mallarmé, había leído todos los libros; sólo que en su caso eran todos los que había en la biblioteca de la escuela, que no eran muchos. Siempre que Santos venía de Madrid, Adrián aprovechaba para ampliar sus conocimientos. Santos, ¿asigna Descartes la función principal a las ideas innatas?, le preguntaba atándose la alpargata; Santos, ¿para Spinoza, Dios es un ser absolutamente infinito o una sustancia constituida por una infinidad de atributos?, le interrogaba camino de las pocilgas; Santos, ¿eran firmes las ideas que Bayle profesaba sobre la autonomía de la verdad histórica?, le espetaba mientras daban de comer a los cerdos. Santos no le prestaba atención, y solía contestarle a todo que sí mientras sentía penetrar por su nariz el fortísimo hedor de la corte y oía gruñir a los cerdos barruntando la proximidad de la comida. Santos se quedaba extasiado al verlos hacinados, rebozados en barro y excrementos.

—¿Cómo puede gustarles tanto la mierda? —le preguntaba Santos al filósofo Adrián.

—Puede ser que sea porque son unos modorros y no sepan lo que es la mierda; o porque son espabilados hasta más no poder y tienen el instinto de convertirla en alimento. Además, Santos, tú que has estudiado debes saberlo: ¿no es convertir la mierda en alimento la máxima expresión de la inteligencia, según Francesco Toneti?

—Tú lo has dicho, Adry.

—Santos, perdona que te interrumpa con otro orden de cosas, pero es que te he pedido en innumerables ocasiones que no me denomines Adri.

Por lo demás, no vio Santos el día de regresar a Madrid hasta que finalmente llegó. Por encima se despidió de su familia siciliana, y en el compartimento del vagón no dejó de hablar ni un momento con María Luisa, la baronesa. Por eso le extrañó tanto cuando llegó a Madrid en medio de un diluvio que ella no estuviera esperándole bajo un paraguas en el andén, junto a Pátric y Martini, que, ajenos a sus cavilaciones, le abrazaron con sincera alegría, se pelearon por ayudarle con las maletas y le dieron cuenta atropelladamente de todo lo sucedido en su ausencia.

El lugar del exilio le pareció formidable. Le recordaron con malicia que lo habían elegido en parte porque tenía aparato de teléfono en cada cuarto, en parte por su inmejorable localización: ¡frente a la casa de su tía!, le gritaron riendo. Y él también se rió; cómo iban a saber sus amigos que la tía Carmen había salido de su vida para siempre.

—Por cierto, escribí a Marc para contárselo todo y darle nuestra nueva dirección. Esta misma mañana he recibido contestación suya.

—¿No ha venido para las navidades?

—No. Dice que estaba trabajando en una obra de teatro y que no quería perder la inspiración. Parece que está muy contento. Dice que habla inglés casi perfectamente y que ya se ha echado nuevos amigos —le explicó Patricio; y Santos creyó percibir en esas palabras reproches o celos.

—Pues su madre estará que trina con eso de que no haya venido. Yo le pregunté a la mía que si Marc era adoptado y me contestó que eso eran sandeces, que Marc era tan hijo de su padre y de su madre como tú y como yo —informó Santos. Patricio se rió:

—¿Le has dicho a tus padres lo de la expulsión?

—No, no; me hubieran arreado. ¿Y vosotros?

—Yo estuve hablando con mi padre por conferencia telefónica, y pareció entenderlo perfectamente —respondió Patricio con falsa naturalidad.

—¿Y tú, Martini?

—Mi familia tiene que acostumbrarse a que de mí ya sólo se tiene noticia por los periódicos —fanfarroneó el tuerto.

En el taxi el chófer les advirtió con acento extranjero que era francés, que no conocía muy bien la ciudad y que perdonaran si daba alguna vuelta innecesaria, sobre todo con una lluvia como aquella Pátric y Martini se miraron, pero no dijeron nada; Martini, porque se contuvo, y Patricio, porque tenía la boca ocupada con otro asunto: estaba dándole la noticia a Santos de que por fin iban a publicarle
Los Beatles.
Expresiones de alegría. Santos preguntó, y Pátric le relató, sin entrar en detalles, la velada en el palacete de Santa Bárbara. A Santos se le fue la cabeza, y sintió que le faltaban el aire y las palabras:

—¡No me digas que pasasteis la nochevieja con María Luisa!

—Con María Luisa y con Leo.

—Pero ¿cómo no me pusisteis un telegrama o un correo urgente? ¡Me hubiera vuelto de inmediato!

Ni Pátric ni Martini supieron qué alegar a este peregrino reproche. Santos por su parte quedó sumido en una especie de mutismo autista que parecía amplificar el triste ruido del limpiaparabrisas achicando el agua. Llegaron al Victoria. Santos quiso darse un baño caliente y echarse la siesta del carnero, a ver si se le pasaba el berrinche. Se levantó una hora después, más tranquilo; y aunque no tenía muchas ganas de gaitas, aceptó la invitación de Patricio, que convidaba a una cena en La Posada del Vacas.

Nada especial: unas sopitas y un pescadito se pidieron y mientras esperaban regaron con un par de chatitos el magro relato que hizo Santos de sus navidades. A continuación, éste se encontró con ánimo y fortaleza suficientes para preguntar cómo lo habían pasado ellos en casa de los Babenberg. Patricio esperaba la pregunta y tenía la respuesta:

—Babenberg tiene una conversación interesantísima. Es un hombre cultísimo, uno de los pocos humanistas que yo he conocido. Se nota que tiene dinero, pero no es uno de esos nuevos ricos que jamás han tenido tantos billetes. Su fortuna le viene de familia y la riqueza es para él un estado natural. Ser rico le ha permitido conocer a todo el mundo. También estuvimos hablando de los surrealistas franceses, ya sabes, Breton y compañía. Él los conoce, y nos estuvo explicando los motivos que les mueven. Está convencido de que lo que nosotros hacemos es la versión española del surrealismo. Por eso nos tiene tanta estima. Dijo que
Los Beatles
le había gustado mucho y que le había parecido muy sólida y sorprendente para ser mi primera novela. Me aseguró que la iba a publicar; pero me advirtió que iba a tener en contra a todos los escritores oficiales, que están tratando de crear un tipo de novela poética que no tiene nada que ver con la mía. Me dijo que Ortega quiere lanzarse como novelista y que utiliza a los jóvenes de la
Revista de Occidente
para que le abran camino.

El camarero apareció con las sopitas, y el momento fue aprovechado por Martini para decir, mirando a Patricio, algo que aceleró todos los pulsos excepto el suyo:

—O le cuentas todo o no le cuentas nada.

No permitió, sin embargo, que Patricio eligiera; antes de que éste abriera la boca o pudiese propinarle una patadita por debajo de la mesa, Martini dio comienzo a su historia:

—Nos recogió el chófer ese raro, que no le entiende ni la madre que le parió, y nada más entrar en la casa de Babenberg, Pátric empezó a soltar un rollo insoportable sobre la mezcla de culturas y de idiomas. Entonces Babenberg le dijo, no, no, si Hans se llama Anselmo y es de Tomelloso, si no tiene ninguna mezcla cultural. Este cabrón se puso como un tomate y empezó otra vez: claro, los españoles, ya se sabe, siempre queriéndonos hacer pasar por extranjeros. Y entonces va el barón y le dice: mire, lo que pasa es que los taxi-conductores se hacen pasar por extranjeros para simular que no conocen la ciudad y cobrar un poquito más en cada viaje. Este cabrón ya no sabía dónde meterse. No te he dicho nada, Pátric, pero yo estaba avergonzado.

—No fue para tanto —protestó Patricio, que aceptaba mal las burlas a su costa.

—Tú no te viste —contestó secamente Martini. Y prosiguió—: Al final, sí, el barón le dijo: me ha gustado mucho su novela; y entonces se tiraron siglos hablando de la puta novela y de las razones por las que el incansable no querrá publicarla.

—¿Y por qué no querrá publicarla? —preguntó Santos.

—Porque le hubiera gustado escribirla a él —repuso Martini.

—No sólo por eso —le enmendó Patricio visiblemente irritado por las simplificaciones del tuerto.

—No sólo por eso; pero sobre todo por eso. A mí tanto halago y tanto su novela es cojonuda, perdona que te diga, pero me escama mucho. Mira, Pátric: no te he dicho nada, pero me da que a ese barón no le ha gustado un pelo lo que has escrito. Lo que pasa es que el tío es listo y sabe cómo decir las cosas. Párate a pensar un poco: ¿qué dijo de tu libro? Que tenía un sabor muy fuerte, como el cocido. ¿A ti te parece eso un halago, Santos? ¡No me jodas! Y no es sólo eso: ¿recuerdas lo que dijo luego, cuando se puso sentimental y nos contó sus batallitas en la guerra, y nos quiso impresionar con todo el rollo ese del suicidio? ¿Te acuerdas? Dijo que lo único que le interesaba era el surrealismo francés ese porque desenmascaraba las mentiras de la vida occidental o no sé qué cojones. Bien. Ahora pregúntate: ¿desenmascara este cocido que has escrito las mentiras del mundo? No me parece a mí que los cocidos desenmascaren mucho.

Mientras Martini hablaba, Patricio se había tomado, sorbito a sorbito, toda la sopa. Aparentaba calma, sí, pero por dentro trinaba. Y, efectivamente, en cuanto le pusieron su segundo plato, una truchita con jamón serrano, muy rica, trinó por fuera:

—Martiniano, ¿no te das cuenta de que tu actitud provocativa e iconoclasta resulta empalagosa, por no decir indigesta? ¡No se puede ir por la vida de virgen inmaculada como vas tú! Todo el mundo es un hijo de puta menos yo, que soy cojonudo; y al que me diga lo contrario le pego cuatro tiros. Ese comportamiento tiene su gracia las cinco primeras veces. Yo me he reído mucho contigo, no te digo que no; pero luego, si sigues y sigues, cansa; y la sesquicentésima vez que lo haces repugna, huele a acetona. Aunque tú no puedas soportar esta idea, en el mundo, además de los hijos de puta que todos conocemos, hay gente honrada, buena, inteligente y refinada. El barón Leo Babenberg no tiene ninguna necesidad de poner en peligro su prestigio lanzando a jóvenes promesas. Si tiene tanto interés en Patricio Cordero, será, supongo, porque la novela le ha interesado. De verdad, ¿tan inconcebible te resulta este hecho? ¿Tan intolerable te parece la idea de que yo vaya a publicar una novela? ¿Tanta envidia tienes?

—Yo pensaba que mi tío era la vanidad personificada, pero veo que no. Te lo repito, por si quieres entenderlo cuando te quedes solo: lo que debes preguntarte no es qué grado de envidia te tengo, sino qué grado de surrealismo tiene el cocido. ¡Dijo que tu obra maestra era un cocido garbancero! ¿Es que no te das cuenta de que se estuvo riendo de ti delante de t us propias narices? Si hubieras estado un poquito más atento a sus palabras y menos ocupado en rozarte los pies con su mujer por debajo de la mesa, te habrías dado cuenta de que se estuvo contradiciendo continuamente.

Santos, que parecía un espectador de
lawn-tennis,
oyó la última parte de la intervención de Martini y sintió que su cabeza era el badajo de una campana que repicaba con alegría en la procesión del Corpus.

—¿Te estuviste rozando los pies con María Luisa? —logró preguntar con el hilo de su voz, que no le salía del cuerpo.

Patricio notó que sus músculos faciales se tensaban y tuvo que sonreír, no pudo evitarlo. A Santos esta satisfacción irreprimible del amigo le pareció indecente e insufrible. Patricio recurrió a la falsa modestia para expresar en pocas palabras y sin parecer muy vano que María Luisa Babenberg estaba loquita por él. Y concluyó con un hábil reproche:

—No sé por qué me ponéis esas caras. Hacéis que me sienta muy mal; y, francamente, no creo haber hecho nada indebido. ¿Hago mal en intentar publicar mi novela y en creer a quien me dice que le ha gustado? ¿Tengo yo la culpa de que una mujer hermosa me seduzca por debajo de la mesa? Más bien tendría que ser yo el que se quejara de mis malos amigos, que no se alegran con mis triunfos.

Martini no se mordió la lengua:

—Patricio: lo que me molesta de ti no son tus triunfos, perdona que te diga, sino tu facilidad para pensar una cosa u otra según te vaya en la feria. Me apena que te ciegues tan pronto, en cuanto se te toca un poquito la vanidad. En eso eres como mi tío.

Patricio dijo que ya había oído bastante, que estaba hasta los cojones de él y de su tío, y que no tenía por qué seguir aguantando a un resentido que se echaba sobre él como un coyote en cuanto conseguía levantar la cabeza. Y se levantó.

—Antes de marcharte, prométeme una cosa —le pidió Santos, que iba a lo suyo. Patricio alzó las cejas: escuchaba.

—Prométeme que si alguna vez te acuestas con María Luisa, me lo dirás.

Patricio le miró largamente. No sabía si ponerse a reír o a llorar. Si Martini era un cabrón, Santos —tenía razón Marcelino— era un paleto, un paleto salido.

—Santos, tú estás enfermo —le soltó por fin. Y dejó su trucha intacta.

Un taxi, conducido por un alemán que acababa de llegar a Madrid y que no se conocía muy bien la ciudad, por lo que pedía disculpas si daba algún rodeo innecesario, les condujo al Rector's Club a través del diluvio universal.

—Tengo ganas de hacer algo gordo ahora que nos han expulsado y que Patricio se ha revelado como un nefasto moderado y esquirol —le confesó Martini cuando se hubieron instalado en una mesa del local. Habían pedido scotch y permanecido en silencio unos instantes, acariciando con el índice el borde del vaso, cada uno con la mente en sus cosas. Al oír las palabras de Martini, Santos volvió en sí:

—¿Algo gordo?

—Matar a Babenberg o quemar la Residencia, algo con clase y envergadura —sugirió el tuerto.

—Mira, compañero: me parece que exageras un poco con Babenberg. Si dice que le ha gustado la novela, será que le ha gustado. Tal vez no sea tan bueno como lo pinta Pátric, pero tampoco es el demonio que tú dices. Yo no sé por qué a todo el mundo le cae tan mal el pobre barón. Don Homero le tiene una tirria de aquí te espero. A mí, por ejemplo, me parece que el Moreno es mucho peor y que de él no decimos nada. Él es el que nos ha expulsado de la Residencia, y aquí estamos, tan tranquilos, cuando lo que teníamos que haber hecho es haberle roto la crisma.

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