Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
María Catarata se dio media vuelta y se marchó enfurruñada, dejándole allí plantado, en medio de la calle. Santos regresó solo a su cuarto del Victoria, se tumbó bocarriba en la cama y se preguntó qué coño estaba haciendo él con un personaje como ése. Entonces fue cuando entendió aquello que dijo Pátric la noche que se reencontró con María Catarata: aquella mujer era el personaje de una novela.
Mientras tanto, María Catarata caminaba por el Retiro sintiéndose trágicamente incomprendida por el mundo real. Cuando sus ojos toparon a lo lejos con la inequívoca figura de un vagabundo lector, su cara se iluminó; y su vida, de repente, volvió a tener sentido. Se acercó a él y comprobó que el
clochard
hojeaba el número seguramente atrasado de una publicación periódica. Por un momento pensó que pudiera tratarse de una revista de pensamiento, y la idea la excitó. No se molestó en comprobar que lo que el pordiosero tenía en sus manos era un ejemplar de
La Pasión,
y que miraba ávidamente una daguerrohistoria titulada «Historia de las lenguas».
María Catarata se acercó a él y se sentó a su lado.
—Salut, Áa vous derange que je míasseye ici?
El pordiosero gruñó algo ininteligible sin dignarse levantar la vista.
—Est ce que vous lisez de la philosophie?
Esta vez el vagabundo ni siquiera gruñó. María Catarata sabía que los
clochards
eran siempre reacios al primer contacto porque la vida burguesa los había hecho desconfiados; pero ella sabía cómo tratarlos. En primer lugar, por si acaso era un problema de idioma, cambió al español:
—Quizás te preguntás qué hago aquí. La respuesta es: me gustaría conversar, saber tu nombre. El mío es María Catarata. Me encantaría que nos contáramos nuestras vidas, que vos me dijeras si sabés tocar las flautas. La gente como vos me gusta. Es muy interesante saber cómo se ve la vida cuando no se tiene dinero ni ropa. Me pregunto si no les gustaría a ustedes acceder a la cultura que se les canceló, y poder…
María Catarata no pudo seguir hablando. Al
clochard
no debía de gustarle nada eso de conversar, y tampoco debía de gustarle mucho lo de soplar la flauta; pero sí, en cambio, mirar las fantásticas daguerrohistorias de
La Pasión,
a juzgar por cómo tenía de dura su maloliente polla cuando se la sacó del pantalón para metérsela en la boca a María Catarata. Al principio ella forcejeó; pero cuando el pordiosero le puso el filo de un cuchillo jamonero en la yugular, comprendió que era mejor abandonarse. Así que cerró los ojos e invocó con todas sus fuerzas recuerdos de cuando era niña. Notó las embestidas del vagabundo, pero luego éstas se fueron difuminando y confundiendo con el vaivén del balancín que había en la casa de sus abuelos, a las afueras de Buenos Aires. Se concentró para volver a experimentar la excitación que sentía cuando llegaba el fin de semana y su padre la llevaba con ellos. Dos días en su casa eran dos días de libertad absoluta. Los abuelos se lo permitían todo; todo menos asomarse al pozo del jardín, y entonces notó la repugnante corrida del vagabundo dentro de su boca. Pensó que iba a ahogarse. Sintió que tragaba cien litros de semen y que otros tantos se salían afortunadamente por las comisuras, chorreando por las mejillas, bajando por el cuello y empapándole el vestido. Lo que más deseaba en aquel momento era vomitar; pero pensó que, si lo hacía, se ahogaría en su propia mierda. Cerró los ojos con más fuerza y se concentró para que el esperma del vagabundo se le asentara en el estómago. En la casa de sus abuelos había un pozo al que tenía terminantemente prohibido asomarse si no iba acompañada de algún adulto. En cierta ocasión, jugando con su hermana, desoyendo las advertencias de los mayores, se asomó tanto, tanto, tanto que se cayó dentro. Aquella sensación se grabó a fuego en las circunvoluciones de su cerebro. Durante horas sintió que caía y caía, y que nunca llegaba al fondo del pozo que había en la casa que sus abuelos tenían a las afueras de Buenos Aires. Gracias a eso, no supo a ciencia cierta cuántas veces aquella polla encostrada en mierda y áspera de postillas o cicatrices entró en su cuerpo y se corrió dentro entre golpes exteriores y torpes lametazos de
clochard.
La primera sensación que se apoderó de él fue la del ridículo. Había hecho el canelo dando tanta importancia al contacto de un pie y unos testículos. Pero es que los testículos eran suyos y el marido de la dueña del pie estaba presente cuando se produjeron las caricias. Bah, tonterías. ¿Cómo debía comportarse a partir de entonces, según él? Con un poco más de entereza; se había derretido demasiado pronto. En lo sucesivo trataría a María Luisa con cordialidad, pero con extrema dureza. Ella no sabía quién era él y a qué extremos era capaz de llegar cuando decidía castigar a una mujer.
Perdón por el retraso, saludó ella. Pátric se levantó y le tendió la mano con una sonrisa de muchacho seguro de gustar. Ella le dio dos besos. De pie frente a él se sentía diminuta. Hubiera deseado abrazar ese cuerpo rotundo y formidable que imaginaba duro, caliente y generoso. Pero sólo le dio dos besos. La he buscado por todas partes, dijo Pátric. Lo dijo en un tono apasionado y a la vez irónico que le agradó. María Luisa fingió no oírlo, se sentó, le miró largamente y le dijo voy a pedirle a Pepe que le invite a su tertulia, pero quiero que, como primer paso, me prometa que no va a montar el espectáculo. Respondió por favor, María Luisa, me ofende usted pensando que soy tan imbécil como para reventar la tertulia de quien estoy convenciendo para que me prologue la novela. María Luisa rectificó, en realidad no lo digo por usted, dijo, sino por sus amigos, especialmente por ese Martini; le convendría alejarse de esos comportamientos iconoclastas y genialoides; ustedes no son los surrealistas franceses por más que se empeñe mi marido. Ya sé que no somos los surrealistas franceses, pero sí somos adultos, se lo aseguro, y sabemos que las cosas tienen un límite. Me alegra oírle decir eso, dijo María Luisa, y se puso en pie. ¿Eso es todo?, preguntó Patricio, a quien le hubiera gustado ocultar mejor su decepción. Sí, quería estar segura antes de hablar con Pepe. Patricio, que no se resignaba fácilmente, decidió dar un giro a la conversación; se acomodó en la silla y preguntó, ¿es su actual antipatía una compensación momentánea a su audacia de la otra noche o va a tratarme siempre de este modo? María Luisa le respondió tajantemente, la otra noche bebí más de la cuenta y mi comportamiento fue extremadamente vulgar; no volverá a ocurrir en el futuro. Patricio encontró un resquicio para ser picante, le propongo no cerrar ninguna puerta al futuro, por vulgar que sea. María Luisa sonrió con un leve gesto de fatiga, me encantaría intercambiar con usted un chispeante diálogo, lleno de picardías, sobreentendidos y cinismos a lo Oscar Wilde, pero es que Pepe me está esperando hace media hora; ¿qué le parece si lo dejamos para otra ocasión?; le llamaré con lo que sea. María Luisa le regaló una sonrisa de mujer segura de gustar, le dio otros dos besos sin esperar a que se levantara y allí le dejó, inmóvil, de piedra, con un palmo de narices y otro de penes.
«Distinguido amigo:
«Recibí su amable carta del día 1 de abril. Entiendo sus razones para no enviarme capítulos sueltos, por supuesto; pero no me resigno a esperar el final de nuestra correspondencia y de su obra. En fin, no quiero insistir.
»Sé que es difícil para una persona de su edad entender aquel mundo de cenáculos literarios, odios, venganzas, órdenes de no publicar y estrategias maquiavélicas por un puñado de versos libres, como usted dice. Debe tener en cuenta que en aquel entonces la literatura era el único acontecimiento social y que, por eso, estaba muy cerca del poder. Sólo en el Renacimiento vivió la humanidad algo semejante. No es que se matara por cuatro sonetos, entiéndame: el arte interesaba, claro; pero no nos engañemos, lo importante era la cantidad de dinero que movía y generaba un personaje como García Lorca, por ejemplo. Federico llegó a facturar mucho más de lo que gana hoy un tenista profesional. Esta cercanía entre la literatura, el dinero y el poder es lo que hoy prácticamente ha desaparecido. La Generación del 27 fue una buena idea de Pepe Ortega y de Leo, un negocio redondo. Hoy es impensable hacer algo semejante porque la gente no lee. ¿A quién le importa hoy día la literatura? Entonces era diferente:
les hommes de lettres
eran respetados por todas las clases sociales; y una persona podía presumir en una reunión por el solo hecho de ser historiador, por ejemplo. En mis tiempos la sociedad todavía adoraba a los humanistas y no a los sastres, como ahora. Para un padre resultaba vergonzoso que un hijo no se sintiera atraído por la Historia o la Filosofía. Eso era una desgracia que podía sucederle a cualquiera, desde luego, pero se consideraba una vergüenza. A ningún joven de mi generación se le ocurría preguntarse para qué servía la literatura, la historia, la filosofía o el arte. ¡Para que deje usted de ser un bestia, señor mío!, se le hubiera contestado, y nadie hubiera puesto más peros. Hoy, usted lo sabe mejor que yo, la mayoría de los jóvenes detesta las ciencias humanas y decide estudiar para picapleitos o para contable porque sabe que así tendrá el mundo a sus pies. Hace setenta años el mundo se inclinaba ante otro tipo de gente, eso es todo. Gente más interesante, desde luego.
»En cuanto a Pepe Ortega y Gasset, podría escribir páginas y páginas. Le conocí bien, como sabe, y puedo decirle que fue uno de esos tipos insolentes, odiosos, malignos e inteligentes que pasan a la historia solamente con el último adjetivo. Supongo que no quiere que hable de su talla intelectual; por eso sólo le diré una cosa con respecto a este asunto: con todos sus defectos, Ortega es nuestro único pensador, el único con categoría de tal, que ha producido la cultura española. Unamuno no pensaba; lo único que sabía hacer era hablar de sí mismo, quejarse y llorar, como los niños chicos. Hay que volver a leer a Ortega, hay que recuperarlo. Muchos de sus ensayos —yo diría que todos excepto aquellos en los que habla de literatura o de arte— están todavía vigentes, parecen escritos ayer mismo, y eso es una evidencia palpable de la calidad de un pensador. Haga la prueba; lea, por ejemplo,
España invertebrada
y quedará sorprendido por su claridad de ideas y su facilidad expositiva.
»En una de sus primeras cartas me dijo usted que los de su generación no habían visto jamás a Ortega de joven. Es cierto, ya se lo dije: él siempre pareció viejo. Tal vez sea por eso por lo que atrajo tanto a la juventud. Y no me refiero sólo a la juventud literaria. A él le gustaba mucho otro tipo de juventud, la femenina, especialmente si tenía título. Título nobiliario, se entiende. Créame: pese a su aspecto envejecido, tenía un éxito formidable con las mujeres, con las corcitas, como las llamaba él. Él pensaba que las mujeres eran corzas y que los hombres debían cazarlas. Lo tiene escrito en alguna parte. Aunque hoy serían motivo de crucifixión, estas ideas no eran muy escandalosas para la época. Todo el mundo pensaba —y yo lo sigo haciendo, se lo confieso— que para seducir a una mujer se necesitaba paciencia y atención con los detalles; lo mismo que para escribir un libro, usted debe de saberlo. Pepe sí me entendería. Pepe era un donjuán. Aquellas "marquesas intangibles" que le acompañaban a todas horas eran en realidad muy tangibles e incluso habían sido tocadas. Cuando estas mujeres de linda cabecita rubia —como las llamaba él— envejecieron, prefirió a sus hijas. Las madres entonces se convertían en generosas contribuyentes de sus revistas y proyectos pedagógicos creyendo que compraban su silencio. No sabían que él no hablaría jamás. Él era un caballero, ya le digo, el último donjuán. ¿Que cuántas alcobas nobles visitó? No sabría decirle con exactitud, pero todo el mundo sabía que en Madrid había pocos aristócratas que no fueran cornudos. De todos modos, visitar, lo que es visitar, no visitó muchas porque tenía una habitación permanentemente alquilada en el hotel Palace. Por supuesto también tenía amantes plebeyas. Él pensaba que era una suerte que sus alumnas, contertulias y criadas se acostaran con él. ¡Una suerte para ellas! Pepe era insufriblemente vanidoso. Pero eso es una característica de los intelectuales españoles. En España las cabareteras juegan a ser filósofos y los filósofos se comportan como cabareteras, saliendo todos los días en los papeles y en las revistas ilustradas. En cuanto a lo de su obsesión por la calvicie, creo que no. No sé quién le habrá dicho lo contrario, pero él estaba orgulloso de su cabeza. Por dentro y por fuera.
»Reciba, como siempre, mis mejores deseos. En Belle Terre, a 16 de abril de 1987. [Firma ilegible.]»
Se hizo la raya casi en la sien izquierda y se pasó los cuatro pelos, extraordinariamente largos, a la derecha, intentando que cubrieran la mayor superficie posible de su bola de billar. ¿Era él su alopecia? No. Su yo más íntimo había intentado trascender aquella circunstancia tan molesta con crecepelos de charlatán, con lociones británicas y con elixires milenarios, pero nada de eso había dado resultado. Con todo, las corcitas seguían viéndole atractivo. A su edad podía presumir no sólo de estar con una señora joven y estupenda, sino también de tener aventuras con mujeres de linda cabecita rubia, las hijas de sus viejas amantes. Se ajustó el nudo de la corbata y salió en dirección al Palace.
Ella llegó media hora tarde. Hola, corcita, le dijo. Ella logró reprimir un gesto de fastidio. Hubo un tiempo en el que le hacía gracia que la llamara corcita. Él se creía inteligente, y lo era. Él se creía admirado, y lo era. Él creía despertar pasión, y no era más que el Cristo muerto de una Piedad. El incansable se creía irresistible, pero era asqueroso. No se anduvo con rodeos el luchador y le propuso subir al nidito. María Luisa preguntó cariñosamente que qué prisa tenían y sugirió que se tomaran un cock-tail para ir perdiendo la cabeza, dijo textualmente a fin de que él, a quien le gustaba interpretar escenas donjuanescas, pudiera replicar que hacía mucho tiempo que había perdido la cabeza por ella. Lo dijo, claro, mientras le cogía la mano; y el incansable tuvo la sensación de ser irresistible. Ella también tuvo una sensación, pero algo más desagradable, al comprobar con repugnancia que el incansable tenía la palma sudada. Pidieron los cock-tails y hablaron de banalidades. Que si estaban muy ocupados, que si hubieran querido verse con más frecuencia, que si esto, que si lo otro. El incansable impregnaba todas sus frases de connotaciones sexuales, y a él eso le parecía brillante porque todos, hasta los más altos prohombres, estamos hechos del mismo barro innoble. Cuando María Luisa consideró que el incansable tenía baja la guardia a causa del alcohol y la creciente excitación sexual, le dijo que quería pedirle un favor. Cuál, preguntó el incansable. Luego te lo digo; ahora vamos, cual dos locos, a joder.