Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
Santos envuelve los chorizos y mete el fajo de billetes dentro. Sube a la biblioteca y le tiende el paquete. Marcelino le agradece el obsequio y se encamina a la puerta, pero antes de marcharse le dice:
—Santos, tal vez te parezca extraño lo que voy a pedirte, pero no lo es. Aunque en los últimos años Patricio y tú os hubierais distanciado, recuerda que fuisteis buenos amigos. Intenta que su nombre aparezca en las historias de la literatura. No lo borréis. Él se lo merece, y tú seguro que puedes conseguirlo. El mejor regalo que podemos hacerle es que las próximas generaciones le estudien en la escuela o, por lo menos, que oigan hablar de él.
Santos promete tenerlo presente, pero le advierte que él no tiene amigos en todos los ministerios.
—Por cierto, Marcelino, ¿sigues escribiendo obras de teatro? Oí que habías tenido mucho éxito con una pieza antes del Alzamiento.
Marcelino sonríe amargamente y le explica:
—Los ricos siempre han permitido la existencia de artistas y de intelectuales disidentes porque les divierten, porque están ahítos de poder y de placer y buscan secretos vitales desconocidos para ellos, que les liberen de tanto hastío. Los escritores, los poetas, los pensadores y los artistas somos como los enanos de Velázquez. La única actitud revolucionaria es no publicar, renunciar a divertir a esa gentuza, no seguirles el juego, dejarles que se ahoguen en su desidia y en su mierda. Yo sigo escribiendo porque me divierto mucho haciéndolo. He debido de terminar dos o tres obras y algunos libros de poemas, pero lo he quemado todo. No publicaré jamás y tampoco les divertiré cuando me muera. Sólo quiero que se jodan.
A Santos le molestan las palabras de su primo, pero le tiende la mano y le dice que cuente con él para lo que quiera. Marcelino le mira con sorna y sale a la calle Pinar. Desde la verja de entrada Santos le ofrece su auto y su chófer, pero Marcelino los rechaza amablemente.
Santos no sabe por qué permaneció en la puerta mirando cómo bajaba Marcelino la calle Pinar derrotado y enfermo, como él cuando se proclamó la República. ¿En qué pensaba? Se acordaba de aquel muchacho orgulloso, refinado y elegante que le enseñó Madrid y que una noche en Chicote les dijo a Pátric y a él que era adoptado y que la tía Carmen estaba al borde del abismo. Todavía recuerda Santos cómo se alejaba la figura del primo Marcelino: levemente inclinada hacia un lado para compensar el peso de la vieja maleta que llevaba en el contrario.
«Muy señor mío:
»Acabo de terminar su infecto libro. Mejor hubiera sido no enviármelo. No sé por qué supone que me iba a gustar. Usted me dijo en su primera carta que estaba trabajando en un libro de historia, no en una mala novela. Fue una mentira más, ¿verdad? No sabe cuánto me arrepiento de haberle estado ayudando en ese libro de historia que ha resultado ser una patraña. Es usted un gusano. Mire, voy a ser muy clara: me da igual su raquítico vocabulario; me deja indiferente esa tramposa estructura en fragmentitos, que sólo evidencia su incapacidad para sostener la tensión narrativa durante más de 30 cm (por cierto, se le ha olvidado a usted citar
El Paraíso en la tierra,
Barcelona, Eugenio Subirana, 1921, y
Manual de la matanza,
Madrid, Penthalon Ediciones, 1982, a los que sigue muy de cerca); no me indignan sus personajes planos ni me repugnan sus situaciones inverosímiles (¡comerse a un hombre como si fuera un cerdo!); no me importa que su novela no tenga penetración psicológica y que esté plagada de incongruencias históricas (¿es que no se ha dado cuenta de que sus personajes hablan como los jóvenes de hoy y de que tienen costumbres contemporáneas?); no me sorprenden sus chistes malos (¡a quién se le ocurre llamar a una novela
Los Beatles!);
no me maravilla su torpeza para la descripción, de la que podría darle mil ejemplos, ni me ofende la vulgaridad de esa pornografía oportunista y zafia, producto de su mente enferma y machista, que usted incluye con aviesas intenciones comerciales. Todo eso, le digo, me trae sin cuidado. Lo que no voy a pasar por alto, sin embargo, son sus mentiras, sus blasfemias y sus injurias; no permitiré bajo ningún concepto que mancille mi nombre ni el de mi marido ni el de nuestros amigos muertos. Normalmente las novelas utilizan personas reales con nombres imaginarios y se protegen con el consabido "cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia"; la suya, en cambio, utiliza personajes imaginarios con nombres reales. No piense que esto es una originalidad: es una indecencia, señor mío, y sobre todo un delito. Y estoy dispuesta a llevarle a los tribunales. Pero antes quiero decirle que es usted un sinvergüenza. Ha incluido cartas que yo no he escrito y ha modificado las verdaderas hasta dejarlas irreconocibles. ¿Así quiere combatir las fabulosas narraciones que, según usted, nos han hecho leer como historia a través de los tiempos? ¿Es ésta la historia verdadera que usted quería escribir? Su manuscrito sería la narración más fabulosa del mundo si no fuera la mentira más insultante, la calumnia y el engaño más perversos. ¡Menuda farsa! Pero no voy a consentir que me llame puta una y otra vez, como lo hace durante toda la novela insinuando que me acosté con toda España, incluidos aquellos muchachos a los que ni siquiera traté; no voy a permitir que retrate a mi marido, que fue un desinteresado mecenas, como un mañoso maligno y poderoso que manejaba todo a su antojo. ¡A quién se le ocurre! Si mi marido se enterara de todo lo que usted dice de él o de Pepe Ortega, el modo en que manipula sus palabras y saca de contexto sus escritos, las mentiras que vierte sobre aquel sueño —abortado por los que son como usted— que fue la Residencia de Estudiantes, las ofensas contra el pobre Federico, el escarnio que hace de Juan Ramón, del bueno de Pepe Moreno o de don Alberto o de Ramón; si Leo leyera esto, le aseguro que usted recibiría lo que merece. ¿Quiénes hablan en ese Comité para el Apoyo de las Artes? ¿No se da cuenta de que eso no tiene ni pies ni cabeza? Tenga usted un poquito de respeto por la memoria de los muertos. Hay cosas con las que no se puede bromear porque están en juego los sentimientos y la honorabilidad de las personas. ¿Usted cree que puede llamar homosexual a mi marido así como así? ¿Cree que puede frivolizar la monumental figura intelectual de Ortega de ese modo, diciendo que estaba obsesionado con las marquesas? ¡Él, que sólo vivía para España y para su santa esposa! Usted intenta banalizar su figura, pero no puede porque usted es un enano, y él el más grande pensador que ha tenido España desde Feijoo. Su intento de mancillarle con su rencor, con su resentimiento y con su mierda sería indecente si no fuera patético. Yo sé por qué escribe esto; lo sé porque he conocido a muchos como usted, seres muertos que envidian y detestan a la vez todo lo que tiene o tuvo síntomas de vida, los únicos años dorados que ha tenido este bárbaro siglo XX. Es usted un mediocre y no soporta la existencia de seres superiores porque éstos le recuerdan permanentemente su mala calidad.
»Le dejo, don Escritor Frustrado; no sabe usted dónde se está metiendo. Siga, si quiere, haciendo pasar malas ficciones propias por narraciones ajenas y alegando autores que no dicen lo que dicen o lo dicen de otra manera; continúe jugando al escéptico, al revelador de realidades o al filósofo aporético; adelante, no pare de ofender a su alrededor; pero, cuidado, no me lo publique, porque como publique esta mierda, esta gran mentira, entonces sí que va a saber usted quiénes somos.
»En Belle Terre, a 6 de marzo de 1994.» [Firma ilegible.]