Fabulosas narraciones por historias (54 page)

—Santos, hazme el favor, quítame allá estas pajas, que me muero de picor y yo no llego —le suplicó sin pensar lo que estaba diciendo. Santos había empleado gran parte de la noche en esbozar un discurso más o menos coherente, que fuera breve y al mismo tiempo incluyera las cuatro cosas que quería decirle a Patricio. Al oír esto, no dejó escapar la ocasión:

—¡Así has sido siempre para todo! ¡El primero, siempre el primero! ¡El más importante! Ése es tu problema, Patricio: creer que eres el fruto más dulce de la naturaleza cuando sólo eres un ingente montón de mierda. No eres un genio; eres repugnante. Siempre te has creído el centro del universo, pero no eres más que un cerdo cenagoso y sucio que sólo sabe contemplarse a sí mismo y revolcarse en su propia mierda mirando siempre hacia abajo, incapaz de mirar al cielo, incapaz de mirar al frente siquiera, incapaz de mirar a otros, incapaz de agradecer; atento solamente a sus cosas; a su comer, a su dormir y a su follar; atento a su propia porquería. Te crees que tu vida es importante porque has escrito cuatro libruchos para maljodidas, pero tu vida no vale nada.

Patricio, que se había quedado estupefacto y sin picores ante aquella reacción extemporánea, encendió con indolencia un rubio americano, dio una larga calada, expulsó el humo sobre el rostro de Santos y le dijo:

—¡Qué bello estás cuando te enfadas! ¿Me dejas que te la chupe?

«Estimado Dr. Moore:

»Me dirijo a usted para contarle mi experiencia. Si alguien me hubiera preguntado hace unos años si yo era homosexual, le habría contestado que no sin ninguna duda. Pero esto no tiene ningún valor porque también hubiera negado ser sadomasoquista y, por supuesto, hubiera negado ser un asesino. Sin embargo, ahora sé que pertenezco a las tres categorías. La vida es así; uno no acaba nunca de conocerse.

»P. y yo somos amigos desde hace muchos años. Él me ha enseñado todo lo que sé. No exagero si digo que, bueno o malo, soy lo que soy gracias a él. Nuestra amistad viene de muy lejos y ha tenido sus altibajos, como todo. Ha habido épocas en mi vida en las que P. me ha parecido un monstruo vanidoso y egoísta, un ser del que debía alejarme para siempre. En otros momentos, sin embargo, he sentido por él la misma veneración y respeto que por Nuestro Señor. Hemos tenido diferencias muy serias, pero no por eso he dejado nunca de quererle. Estoy hablando, por supuesto, en términos viriles. Aun que él sí había tenido relaciones sexuales con otros hombres (P. era artista, y ya se sabe que los artistas tienen más sensibilidad que el resto de los mortales), nunca nos planteamos ir más allá de la amistad porque a mí sólo me gustan las mujeres; y eso se lo he dejado siempre muy claro. En alguna ocasión tuve fantasías con él mientras me masturbaba, pero la cosa no pasó nunca de ahí. Además, quien esté libre de culpa que tire la primera piedra.

»La vida y otras muchas circunstancias nos fueron separando. Él se marchó de España. Yo me casé, tuve hijos y no volvimos a saber nada el uno del otro hasta que un día, estando mi mujer y mi hija en el pueblo, visitando a mis padres y a mis suegros, P. se presentó en mi casa. Al principio no le reconocí. Estaba muy gordo, prácticamente calvo y fumaba como un carretero. Me alegré de verle, por supuesto. Saqué unos whiskies y unos taquitos de jamón serrano y empezamos a charlar. Pasamos horas hablando de los viejos tiempos, bebiendo y comiendo jamón serrano. Estábamos ya un poco borrachos cuando él dijo que se tenía que marchar. Yo me encontraba muy a gusto, y se me hizo insoportable la idea de que se fuera. Así se lo dije. Entonces él se quedó callado un momento. A continuación me propuso, sin que hubiera sucedido nada que lo justificara, que sólo se quedaría si yo le permitía que me hiciera una mamada.

»—Tu puedes cerrar los ojos y pensar que te la está haciendo tu mujer —me sugirió. Reconozco que la proposición me excitó. Mi mujer siempre se ha negado a hacerme felaciones, y aquélla podía ser una buena oportunidad para experimentar la sensación prohibida. Me bajé los pantalones y le ofrecí mi polla completamente erecta, que él se apresuró a introducir en su boca. Pero no cerré los ojos para imaginar que me la chupaba mi esposa. Me sorprendió descubrir que, en el fondo, deseaba ver a mi amigo del alma mamándomela, subiendo y bajando, llenándola de saliva, comiéndome los huevos y pasándome la lengua de arriba abajo. Me gustó contemplar ese gesto tan masculino que es empuñar una polla y chuparla con la boca a punto de reventar. Cuando noté que me iba a correr, le sujeté la cabeza con las manos y empecé a embestirle. Imaginé que estábamos copulando, y le llené la boca de semen; él se echó hacia atrás, satisfecho, tragando como podía mi leche. Le vi mirarme desde abajo con el semen chorreándole por la barbilla y me pareció muy hermoso. Pero enseguida él lo estropeó todo: se puso en pie, se acercó a mí y me dio un beso. Ayudándose de su lengua, me pasó mi propio semen diluido en su saliva. Me retiré inmediatamente y estuve a punto de vomitar. Me dio tanto asco que tuve que apoyarme en la mesa para no caerme. Lo escupí todo y me bebí media botella de whisky para quitarme el sabor. Todo cambió después de esta cerdada, y empecé a arrepentirme de lo que había sucedido. Le miré con repugnancia. Le vi contemplarme con amor, y eso me repelió todavía más. Si hacía un instante le había visto hermoso, ahora me parecía horrendo. Si hacía un momento no soportaba la idea de que se marchara, ahora tenía la necesidad de que se fuera, de que se fuera para siempre; le había amado, lo reconozco, pero ahora sólo pensaba en matarle porque se apoderó de mí la certeza de que nunca sería feliz si él permanecía vivo en alguna parte del mundo. Y ahí fue cuando mis manos tropezaron con el cuchillo que había utilizado para cortar los taquitos de jamón.

»—Eres un cerdo cenagoso —le dije, y se lo clavé en la garganta sin pensar, en un acto reflejo. Me miró incrédulo con el cuchillo hundido hasta media hoja en el esófago, se levantó y caminó tambaleándose por toda la habitación, como si buscara una salida a su muerte segura. Me di cuenta de la barbaridad que acababa de cometer. Dr. Moore, para un ignorante como yo es muy difícil describir con palabras el infinito amor que se apoderó de mi corazón en ese momento. Corrí llorando a abrazarle y le desclavé el cuchillo como un imbécil, queriendo reparar lo que ya no tenía remedio. Un chorro de sangre roja, casi negra, surtió con fuerza. Y entonces tuve la idea. De todas las posibilidades, esta que relataré a continuación era la que más se acercaba a lo que en verdad hubiera querido, es decir, lo más parecido a devolverle la vida. Lo que hice le parecerá cruel, Dr. Moore; pero si lo piensa despacio, se dará cuenta de que sólo me movía el amor más puro y de que fue este inefable sentimiento el que me dio las fuerzas y el coraje necesarios para llevarlo a cabo. Le miré por última vez como a un hombre. Sus intentos por gritar eran inútiles: como el cuchillo le había roto la tráquea y rasgado las cuerdas vocales, sus espasmos sólo conseguían aumentar la hemorragia, y lo único que hacía era unas muecas horribles, pero sonido, ninguno. Su agonía fue terrible. No perdió la consciencia. En todo momento supo que se estaba desangrando y que iba a morir lentamente. A mis ojos, su dolor y su sufrimiento no hicieron sino añadirle belleza a su cuerpo y hermosura a su rostro. Dr. Moore, no se puede usted imaginar la cantidad de sangre que cabe en un hombre adulto. Salía como el chorro de La Cibeles y lo manchaba todo: las paredes, los muebles, mi cuerpo, mi cara, su cabello, su rostro. Corrí a por un caldero y aún pude recoger una cierta cantidad, que removí para que no se echara a perder, lo cual, dicho sea de paso, hubiera sido un sacrilegio. Para que la sangre no se estropee, además de removerla con un palo, hay que mezclarla con un poco de agua, una pizca de sal y una cebolla.

»Cuando estuve seguro de que estaba muerto, seccioné el esófago por la parte más próxima a la garganta e hice un nudo con el mismo para evitar la regurgitación del contenido estomacal. Volví a clavarle media hoja del cuchillo con el filo hacia abajo y tiré hacia el pecho abriéndolo en canal. El abdomen se desplegó como una sonrisa, y los intestinos salieron humeantes en borbotón. Los puse en una sábana y los eché al agua para limpiarlos antes de que se estropearan. Tuve cuidado de recoger su hígado en un delicado paño blanco y de separar en fuentes independientes riñones, corazón y pulmones. Le desnudé, le quemé el pelo de la cabeza y el vello del cuerpo. Limpié cuidadosamente su cavidad abdominal ya vacía. Le bajé a mi bodega, que es un sitio muy fresco y, con la ayuda de cuerdas y una polea, le colgué de los pies y le coloqué dos gruesos palos en el interior para que se quedara abierto. Le di otro corte desde la cabeza hasta el nacimiento de las nalgas para que salieran los tocinos, las mantecas y su algo de lomo. La manteca fresca hay que extraerla con la mano, derretirla en una cazuela de barro y dejarla enfriar. Sirve para el picadillo de las morcillas, para hacer sofritos e incluso para tapar los chorizos que se quieran conservar en grasa.

»Antes de descuartizarle, le dejé orearse veinticuatro horas, mientras hacía unas morcillas. Nunca imaginé que la sangre de P. llegara a ser para mí el alimento celestial que me sostuvo, nutrió y fortificó aquellos días.

»¡Dios mío, Dr. Moore, he leído lo que acabo de escribir y me he asustado! En ocasiones pienso que soy un monstruo. Pero, en fin, me he propuesto contarle todo.

»Para hacer las morcillas que he mencionado, tuve que lavar bien sus entrañas y mondongos: desurdir sus tripas tirando de ellas suavemente, ponerlas bajo un chorro de agua fría, del derecho y del revés, como si fueran calcetines, y soplarlas para comprobar que no existían perforaciones ni agujeros. Para que la morcilla de sangre salga buena hay que cortar la manteca en trozos muy pequeños y echarlos en un barreño con cebolla picada, sal, pimienta, clavillo y canela. Se amasa, mezclando bien las especias, y se echa la sangre poco a poco, removiéndola sin cesar con un cucharón de madera. Una vez hecha la masa, es importante freír una cucharada en la sartén para probar si está bien ligada y sazonada, añadiendo la sal o la especia que se necesite. Si está en su punto se llenan los intestinos, dejándolos un poco claros para que las morcillas no revienten cuando se cuezan a fuego vivo. Así lo hice, y no me dio para más el día. Aquella noche cené los riñones y el hígado troceado y frito con aceite, sal, cebolla cortada en juliana, pimentón, un poco de laurel y algo de vino blanco. El día había sido muy largo, muy emocionante, y yo tenía mucha hambre, así que cocí unas patatas, las puse en una fuente y eché por encima el hígado y los riñones con toda su salsa. Este plato tiene que servirse muy caliente, acompañado de un buen tinto. Aquí viene lo extraño: aunque estaba preparado para un acceso de culpa y arrepentimiento, éste nunca se produjo. Todo lo contrario: terminé de cenar y eructé.

»A la mañana siguiente continué el trabajo con un gozo que podría parecer impropio si se olvida que no me movía la gula, sino el amor. Saqué a mano las costillas, ideales para guisarlas con unas patatas o un arroz. Vinieron luego los solomillos, dos tiras de carne magra, breves y apuntadas, exquisitas y generosas para ser de un hombre, aunque fuera gordo como mi amigo. Saqué la columna vertebral y la descarnicé para los recortes destinados al chorizo. Troceé el hueso y lo salé junto a los tocinos, las costillas y la cabeza, que me costó manipular a causa de la expresión de estupor que conservaba. Conseguí finalmente trocear la careta, que, muy frita, viene muy bien de aperitivo. Guardé los sesos para tomármelos por la noche con un par de huevos en tortilla y le corté las orejas para hacer, ya más adelante, un cocidito. Separé los brazos y los eché en sal. Las manos, troceadas, las añadí a unos callos de estómago y lengua que me hice a media mañana. Los callos salen superiores si se les añade un poquito de lomo y algo de solomillo. Yo les puse además el corazón. Comerme este órgano fue lo más difícil: esta vez sí que tuve una digestión pesadísima a causa de la mala conciencia; decidí echarme la siesta porque es que no podía seguir.

»Por la tarde, con las fuerzas renovadas, le desprendí las piernas. En F., mi pueblo, lo primero que se hace con los jamones es sacarles la sangre de las arterias. Luego, en mi casa, mi padre los rociaba con una solución de cinco gramos de sal de nitro, los dejaba unas horas y luego los cubría totalmente con sal común. Así estaban dos días, al cabo de los cuales los sacudía bien con escobas que comprábamos para la ocasión. Luego había que prensarlos con tablas lisas y sacos de avena y lavarlos bien con agua y arpillera. Los dejábamos secar y los frotábamos con un adobo de pimiento molido y vinagre. Finalmente, los colgábamos en un sitio aireado y, cuando estaban secos, los embadurnábamos de aceite para protegerlos de las moscas. Se oreaban en la sierra. Después pasaban a la bodega, donde se quedaban de uno a tres años. Yo seguí el mismo proceso. Los dejé fuera hasta que, al cabo de un mes, llegaron mi mujer y mi hija. Mientras, hice los chorizos. Salchichones, morcones y butifarras no pude hacer, ya que, si bien P. estaba bastante gordo, no tenía lomo suficiente; y además toda la lengua se me había ido en los callos. Para los chorizos piqué carne magra de la mejor calidad —brazos, piernas y lomos— procurando que llevara algo de grasa. Preparé un adobo a base de sal, ajo (machacado hasta que se convirtió en masilla), pimentón dulce y pimentón picante. Unté con él la carne picada, la amasé en una vasija de barro y le añadí un poquito de agua. Dejé reposar el picadillo, tapado con un paño, y lo embutí a los dos días. Es importante no olvidarse de amasarlo diariamente. Igual que con la morcilla, antes de meter el picadillo del chorizo en la tripa, hay que freír un poquito para ver si es preciso añadir algún ingrediente. Si está en su punto se embute la carne. Lo ideal es poder curar los chorizos al humo de un fuego de roble durante quince días, teniendo cuidado de hacerlos girar para que la curación sea uniforme.

»Como mi mujer también sentía debilidad por P., quise darle la bienvenida con un buen cocido que reuniera en un solo plato lo mejor de mi amigo. Eché huesos del brazo, parte de la careta, las orejas y el pene. Y, por supuesto, lo que un cocido debe llevar siempre: buena gallina, carne de ternero, un hueso de jamón curado, berzas, repollo, patatas y garbanzos. En el agua donde cocí la carne pinché los chorizos más curados para hacer la sopa de fideos. Puse también una pelota de carne picada con su huevo duro, su ajo y algo de picante.

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