Fabulosas narraciones por historias (53 page)

—¿Has escrito tú alguna carta a
La Pasión?

Entonces el que se rió fue Santos.

—Yo creo que las he escrito todas —reveló Santos, y los dos soltaron a la vez una sonora carcajada. Bebieron más orujo, y Santos hizo uso de su turno:

—¿Cómo murió Babenberg?

—A Babenberg nos lo cargamos María Luisa y yo.

La respuesta no fue un mazazo, como Santos esperaba, sino algo así como una violenta constatación, una brusca evidencia amortiguada por el tiempo. Por eso tuvo que hacer un esfuerzo artificial para lanzarse sobre su cuello gritándole que era una sabandija. Con dificultad, a causa de su gordura, Patricio logró aflojar las manos de Santos y decir gilipollas, suéltame, que es una broma. Entonces Santos recuperó inmediatamente la compostura y le pidió disculpas. Se pusieron en pie, se sacudieron los ternos de paja y volvieron a sus asientos como si nada hubiera pasado. Bebieron.

—Te toca preguntar —dijo Santos.

—Los que han matado a Martini no son sus antiguos correligionarios anarquistas, como dice la prensa. ¿Sabes a quién iba dirigida esa bala?

Santos le miró fijamente, pero no contestó. Aquel discurso sobre la falsedad de las noticias de la prensa le resultaba vagamente familiar. Patricio encendió un cigarro. No fumes aquí, a ver si vamos a salir ardiendo, le pidió Santos. No te preocupes, tendré cuidado, ¿tú ya no fumas? No, lo he dejado, dicen que es malo. Patricio sonrió escéptico y dio una larga chupada. Sabía hacerse esperar. A continuación, afirmó que estaba seguro de que la bala que había matado a Martini iba dirigida a él. Y volvió a dar otra chupada a su cigarro.

—¿Y se puede saber quién quiere matarte? —le interrogó Santos con indiferencia.

—Ortega.

Santos no supo si el escalofrío le recorrió de arriba abajo porque presintió la historia o porque vislumbró por vez primera la demencia de Patricio. Sea como fuere, se acurrucó bajo la manta dispuesto a escuchar lo que iba a contarle. Se oía caer la lluvia sobre el techo de la cuadra. Patricio sirvió dos tragos de aguardiente y, antes de apagar con extremado cuidado el cigarrillo, encendió otro y dio comienzo al relato de una historia fabulosa.

«Apenas puesto a la venta el número almanaque de
LA NOVELA DE HOY
, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista
PATRICIO CORDERO PEREDA
ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que titula
EL PERSEGUIDO.»

Mujer de Hoy
(julio de 1936), pág. 45

Muchos años antes de que existiera el catedrático de Metafísica don José Ortega y Gasset, hubo en Madrid un joven aspirante a escritor al que llamaremos, propuso Patricio, Pepito Ortega. El narrador dio una larga calada al cigarrillo y soltó el humo sobre la cara de Santos. Pepito acababa de escribir por entonces una novela a lo Benito Pérez Galdós, titulada
La desalmada.
La novela no era muy buena. En realidad, lo único noble que tenía era la influencia del escritor canario. La trama en general resultaba inverosímil; y, aunque había algunos pasajes creíbles, eran precisamente aquellos que carecían de interés. En los demás, los personajes eran o tan planos que resultaba imposible saber si se trataba de hombres o de mujeres, o tan desmesurados en sus pasiones que resultaban cómicos. Ningún editor quiso publicar lo que, sin lugar a dudas, iba a ser un fracaso. Pepito, que era muy orgulloso, tardó en recuperarse de semejante humillación, pero al final se dio cuenta de que no tenía talento para escribir novelas o, por lo menos, para escribir novelas realistas. Sin embargo, Pepito, en vez de cambiar su ocupación, decidió cambiar la literatura, la literatura para la que no estaba dotado. Se trataba de acabar con el realismo, con Galdós, y poner de moda lo que él llamaba novela de vanguardia, es decir, novelas sin trama, novelas con personajes planos, novelas con personajes grotescos, novelas sin problemas humanos. Con otras palabras: Pepito iba a tratar de convertir sus incapacidades narrativas en tendencias novelísticas, para luego convertir
La desalmada
en estandarte de la nueva moda. El plan fue meditado cuidadosamente. Para que tuviera éxito era necesario que desapareciera momentáneamente Pepito Ortega, el joven aspirante a escritor, y que naciera don José Ortega y Gasset, el catedrático de Metafísica, el incansable luchador por la europeización cultural de España. Había, además, que dotar de prestigio social a esa figura. Una vez conseguido, convencería a la gente con artículos y libros de ensayo. Y empezó a escribirlos, uno detrás de otro, con prisa. Si Santos se fijaba, le advirtió Patricio, se daría cuenta de que ninguno de los ensayos de Ortega estaba terminado; él siempre prometía en sus introducciones próximas continuaciones que nunca se producían porque su intención no era crear un sistema de pensamiento, sino simplemente destruir el realismo galdosiano que él no sabía manejar. Si Santos leía cuidadosamente sus pestilentes trabajos, aseguró Pátric, observaría que Ortega nunca había hablado de aniquilar la novela, sino de acabar con el realismo, de deshumanizar la novela, de eliminar del género los personajes humanos y las pasiones. Cuando se le acababan los argumentos ponía punto y final al ensayo, aunque hubiese prometido cinco tomos más. Su maquiavélico proyecto también incluía la creación de una gran editorial, la Revista de Occidente, para que fuera absorbiendo todas las editoriales que publicaran realismo. Debía asimismo eliminar o aislar a todos aquellos escritores que lo cultivaran. El Proyecto requería también un discipulado fiel, que llevara a la práctica las teorías del maestro y cuya función consistiera únicamente en crear poco a poco un nuevo gusto literario, una nueva concepción de la novela sin trama y sin personajes, de la que Pepito Ortega era un maestro y con la que esperaba pasar a la historia de la literatura. La Residencia era donde se adoctrinaba a esa minoría selecta que iba a desbrozar el camino por el que entraría triunfalmente Ortega. Por eso había que evitar cualquier disturbio que perjudicara la imagen social de La Casa. Era imprescindible que la Residencia conservara impoluto su prestigio. De este modo, las minorías, cuyos cerebros se lavaban allí, serían seguidas por la masa social. Cuando el Vacunin puso en peligro el Proyecto, le dejaron paralítico. Cuando el Temario —¿se acordaba Santos de ellos?— prosiguió la obra del Vacunin, le mataron. Aquélla fue la primera vez que el Proyecto exigió el derramamiento de sangre, pero no la última. Luego vendrían Martínez Johnson, el barón, incluso Patricio mismo. Pero el narrador no quería adelantar acontecimientos. La maniobra dio sus frutos en los años veinte: olvidado Galdós, durante aquellos años el realismo se consideró el colmo de la vulgaridad. Fue por estas fechas cuando él publicó
Los Beatles
gracias a Leo. Que el barón le ayudara y le apoyara fue considerado por Pepito una declaración de guerra. No lo pensó dos veces: Pepito ordenó el asesinato del barón, el único que tenía cojones y dinero suficientes para derrotarle. Tras la muerte de Leo, Ortega empezó a publicar una ingente cantidad de artículos dirigidos contra
Los Beatles.
Logró hundir el libro y, con él, el intento de resucitar el realismo. Consiguió que sólo sobreviviera una derivación descolorida, rebajada y farsante: la que él, Patricio Cordero, se veía obligado a escribir para poder ganarse el jornal. Ortega veía con buenos ojos la existencia de esta basura pseudorrealista y comercial porque era la constatación de que el realismo agonizaba. Pero Patricio había empezado a sospechar que Ortega no estaba solo en esta empresa, que el asunto era más grande y que en él estaban implicados banqueros y políticos. Lo que había empezado siendo una simple ambición personal de Ortega acabó convirtiéndose en un gran proyecto empresarial que movía mucho, mucho dinero; una red de corrupción en la que todos estaban pringados en mayor o menor medida: Jiménez, Ramón, Jiménez Fraud, Moreno, Lorca.

Esto era lo que Patricio había pensado siempre, hasta que un día, hacía una semana, recibió un paquete anónimo que contenía el manuscrito autógrafo de
La desalmada.
¿Quién era la única persona que podía haber conseguido esa joya? ¿Quién, además de él, estaba interesado en destruir a Ortega? El barón, efectivamente. Desde entonces no podía quitarse de la cabeza la idea de que Leo estaba vivo. Después de mucho pensar, Patricio había atado cabos y llegado a la siguiente conclusión. Cuando él publicó
Los Beatles,
Leo ya sabía que iban a intentar eliminarle; de modo que decidió simular su muerte y desaparecer. Desde el otro mundo podía dirigir con mayor comodidad la caída de Ortega. Patricio creía que, desde el día de su falso entierro, Leo se había consagrado a la destrucción de Ortega. Y lo estaba consiguiendo. Si Santos se daba cuenta, todos los jovencitos facturados por la Residencia, los que le habían seguido como si se tratara de un Mesías, ya habían comenzado a abandonarle bien por hastío, bien porque habían descubierto la jugada o simplemente porque se habían dado cuenta de que con sus ideas no se iba a ninguna parte. ¿Conocía Santos a María Zambrano? Había discutido con él. Y lo mismo había sucedido con muchos de los vanguardistas. Los que repitieron como papagayos todo lo que el incansable ordenó entonces, ahora le criticaban. Buñuel había filmado una película realista, y Lorca escribía poesía social. Ortega estaba siendo derrotado por su misma gente, y Patricio veía en ello la mano del barón. Patricio llegó a decir que no le extrañaría que buena parte del desorden político y de las amenazas de golpe de Estado que esos días circulaban por España hubieran sido provocadas por él con el único fin de cambiar el gusto literario hacia asuntos menos vanguardistas y más comprometidos. Una guerra es lo mejor para resucitar el realismo, y Leo lo sabe muy bien, sugirió Patricio. Fuera como fuera, de lo que sí estaba él seguro era de que los años treinta iban a ser muy diferentes a los años veinte. Patricio se sentía llamado a ser el cabecilla de la rebelión contra Ortega. Por eso Leo le había enviado
La desalmada.
Pero un pequeño error había propiciado que Ortega se enterase de que Patricio tenía el manuscrito en su poder, y había decidido retirarlos de la circulación al manuscrito y a él. Por eso estaba seguro de que habían querido matarle cuando dispararon contra Martini. Todo lo pasado, que antes no tenía un sentido especial, había ido adquiriendo, dijo, un significado oculto, pero claro; tal y como sucedía en las buenas novelas. Aún le oyó decir Santos que ése era el mejor momento para resucitar el realismo de Galdós y de dar al traste con todas las peregrinas ideas de Ortega. Él, Patricio, estaba harto de escribir basura, quería escribir algo de calidad y tenía muy buenas ideas en la cabeza.

Cuando acabó su relato estaba extenuado y sudoroso. A Santos le dio mucha lástima. Su viejo amigo había llegado al pozo sin fondo de la demencia no por el noble camino de la desesperación o el exceso de inteligencia, sino por un vil y vulgar sobrante de vanidad. Incapaz de aceptar el fracaso de su vida y de su literatura, su cerebro enfermo había generado un delirio paranoico que satisfacía sus ansias de reconocimiento. El precario equilibrio entre la realidad y la fantasía se había quebrado en favor de ésta. Débil como era en el fondo, había sido incapaz de aceptar su papel secundario. Imaginativo, había creado una realidad paralela en la que él era el protagonista del reparto. En lo más profundo de su corazón hubiera deseado que le mataran a él y a la vez permanecer vivo en otra parte para poder deleitarse con el dolor que su desaparición provocaba en el mundo. Patricio estaba loco, pero era un demente vulgar, un enloquecido. Santos prefirió guardar silencio.

—¿No dices nada? —se extrañó Patricio encendiendo otro cigarrillo.

—¿Qué quieres que diga? Me parece una narración fabulosa.

—Cree el ladrón que son todos de su condición. Te cuesta aceptar que estás excluido de la historia, Santos, eso es lo que te pasa y lo que te ha pasado siempre —le soltó Pátric sin venir a cuento, exasperado por su indiferencia. Santos no tuvo inconveniente en dejarle las cosas claras.

—Siempre has sido vanidosillo, Patricio; pero esta vez tu deseo de notoriedad lo tendría que ver un médico. Aunque fuera verdad lo que dices, aunque ejércitos de poetas y de autores teatrales te persiguieran para matarte, eso me importaría tres pepinos porque a quien han matado en realidad ha sido a Martini; y esto es un dato objetivo que ni siquiera tu salvaje paranoia puede interpretar. Me parece indecente que a tus años no puedas controlar tu vanidad. Respeta un poco al pobre Martini. En esta historia el protagonista es él, no tú, por desgracia.

Patricio se quedó en silencio. Santos creyó que por primera vez le había abatido. Acostumbrado a que siempre se le bailara el agua y se participara en sus fantasías, Patricio se había quedado tras sus palabras como un títere sin titiritero. Pero Patricio no decía nada porque estaba considerando la posibilidad de marcharse y de dejar allí a Santos, envidioso, impedido de ver más allá de sus narices, ciego para otras percepciones que no fueran las comunes, incapaz de reconocer virtudes ajenas, fariseo, vulgar, rijoso, amargado y resentido. ¿Había sido él realmente amigo de aquel ser mate que detestaba la brillantez ajena tanto como su mediocridad? Lo mejor que podía hacer era dejar que se pudriera. Patricio dio una larga calada a su cigarrillo y expulsó el humo sobre la cara de Santos, que lo apartó con la mano diciendo:

—Por favor, Patricio, me molesta el humo.

—Y a mí me molestas tú, me molesta tu mediocridad, tu envidia, tu veneno, tu vulgaridad, que lo contamina todo. Estás gordo, asqueroso; estás ciego para otra cosa que no sea tu propia mierda. ¡Abre los ojos, intenta ver un poco más allá de tu barriga sebosa!, (no sabes cómo te has puesto). ¡Hay gente diferente a ti, que también sufre!

Lo que más le indignó a Santos fue que el cabrón de Patricio le robara las palabras y le usurpara su intervención en esa escena. ¡Pero si hasta le llamaba gordo aquel monstruo de sebo y sudor! Santos tuvo deseos de meterle el Astra por la boca, de meterle todo el brazo por el esófago, de meterle el puño hasta el duodeno y dispararle un cargador de mil balas hasta sentir que reventaba por dentro; pero se fue a dormir.

Apenas pudieron pegar ojo. El suelo estaba mucho más duro que la noche de su juventud, y también hacía más frío. A la mañana siguiente se pusieron en pie muy temprano, con un horrible dolor de cabeza a causa del vino peleón y del orujo, y torturados por los picores. Se limpiaron como pudieron sin cruzar una palabra. Patricio, como estaba tan gordo, no alcanzaba a sacudirse unas pajas que tenía en la espalda; el picor le estaba atormentando tanto que creyó que perdería el juicio.

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