Fabulosas narraciones por historias (49 page)

Si a la hora de la merienda no había visita, bajaba al casino a echar una partidita de subastado o iba a ver las obras de otra casa que se estaban construyendo cerca del río Nágima. Cenaban a las nueve y, antes de acostarse, bajaba una hora al bar, donde se encontraba con los hombres de su quinta que venían del campo reventados como toros. Al principio le costó entrar en aquellas reuniones, donde los hombres se tratan con la rudeza de la camaradería rural. Había que conocer sus claves, sus giros expresivos, y padecer los problemas del campo para no ser despreciado por marica o extranjero. A Santos le consideraban extranjero y señorito, pero a fuerza de echar con ellos parrafitos de macho y de convidarles a cerveza embotellada y a gaseosas El Laurel de Baco, le fueron admitiendo y considerando de los suyos. Le ayudó mucho la machada de la boda, que le obligaban a contar una y otra vez:

—¡Coño! Díganos lo que le dijo a la monja, Santos —le pedían, pero él aseguraba que no podía acordarse.

Cuando terminaron la nueva casa, que tenía chimenea, pasaba las tardes de invierno con la Chari frente al fuego, que le provocaba pensamientos que a él le parecían profundos. Una noche colocó la madera en forma de pira sobre una hoja de periódico arrugada, prendió un mixto y lo acercó al papel por varias partes. Apagó el fósforo agitando la muñeca y dejó la barrita de cera con la cabeza chamuscada sobre un cenicero. Durante dos horas miró hipnotizado las llamas, que bailaban espasmódicas. Al cabo de ese tiempo, se dio cuenta de que aquel fuego tan vivo había nacido de la cerilla prendida dos horas antes; se volvió a mirarla y le pareció que estaba muerta con la cabeza quemada. Sin embargo, las llamas de la chimenea, cada vez más vivas, eran en cierto modo el fuego del mixto muerto. No supo extraer una reflexión general, pero el rumor de sus propias cavilaciones no sonaba mal, le complacía, le adormecía y le dejaba satisfecho. Hubo un tiempo en que quiso ser de la piel del diablo o de la ley del viento; pero frente al fuego comprendió que era de natural sedentario y, en el buen sentido de la palabra, bueno. Empezó a pensar en tener un hijo.

Pasaron lentos los días y los años, y del manso discurrir en que se convirtió su vida sólo le extraían, de vez en cuando, las entrevistas, los nuevos libros y los relatos de Patricio Cordero, que con alguna frecuencia aparecían en las revistas que recibía su mujer, y que él, de cuando en cuando, hojeaba.

TITA MIRANDA: Apenas puesto a la venta el número almanaque de la novela de hoy, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista patricio cordero pereda ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula pepita, la perdida, ¿Cuándo comenzó a escribir?

«PATRICIO CORDERO: Escribo desde que tengo uso de razón. Pero me propuse escribir mi primera novela el año que llegué a la Residencia. Se
llamaba Los Beatles
y no ha tenido, creo, el reconocimiento que merece. Hasta entonces había escrito cuentos y poesías, pero fue en la Residencia donde decidí ponerme manos a la obra y terminar una novela.

»TM: Fue una decisión loable, si tiene usted en cuenta que lo que entonces se llevaba era precisamente escribir poesía y teatro.

»PC: Tiene razón. Escribir una novela era una tarea de ancianos; era como de Galdós o de
Baroja,
que para los jóvenes de entonces eran la encarnación de lo rancio, de lo autóctono, de lo putrefactamente español. Para estar a la altura de los tiempos había que ser joven, ligeramente
extranjerizante
y vagamente homosexual.

»TM: Pero usted decidió liarse la manta a la cabeza y escribir historias casi reales de doscientas o trescientas páginas, aunque semejante empresa estuviera pasada de moda. ¿Cómo fue capaz?

»PC: Me levantaba a las cinco de la mañana todos los días; me
preparaba
un café bien
cargado
y escribía hasta las nueve. Cuando llegué a la Residencia, mi propósito era no
hacer
ni un amigo; sólo escribir mi novela. Cuando llevaba un mes así, vi que era imposible o, por lo menos, que era imposible para mí estar solo, sin nadie. Tuve algunas aventuras; pero lo que yo quería era una relación estable. Hice varios amigos.

»TM: ¿Qué dijeron estos amigos cuando les enseñó su primera novela?

»PC: Creo que no la leyeron nunca. Y si lo han hecho posteriormente, no tengo constancia de que les haya gustado o disgustado. Los amigos no se imaginan cuánto pone uno de sí mismo en su primera novela.

»TM: ¿Cuánto? Díganoslo usted.

»PC: Todo.

»TM: En sus novelas, la mujer siempre es, de una u otra manera, protagonista. ¿Por qué ese interés en nosotras?

»PC: La mujer me fascina. La considero una criatura más interesante, en términos literarios, que el hombre; posee más pliegues psicológicos y, por lo tanto, tiene más rendimiento novelístico.

»TM: ¿Cuál cree usted que es el futuro de la mujer española en el siglo veinte?

»PC: Soy optimista. Creo que va para arriba. Hace tres años ni si quiera podían votar, y hoy, ya ve, ejercen su derecho igual que los hombres. Las mujeres accederán poco a poco a todos los puestos que hoy se consideran tradicionalmente masculinos. Probablemente, la sociedad, que es machista, se defenderá desprestigiando económicamente las posiciones que vayáis conquistando. Pero será un fenómeno pasajero.

»TM: Háblenos de su última novela.

»PC: ¿A cuál se refiere?

»TM: A
Pepita, la perdida.

»PC: En
Pepita, la perdida
abordo precisamente esta problemática. Josefina Borátegui es una mujer de clase media que quiere estudiar para médica contra la opinión de su familia y de la sociedad. Se marcha a Madrid, pero su hermanastra pone en circulación la mentira de que es una perdida en Barcelona. No quisiera revelar el final del libro, pero puedo decir que ofrece una visión sin tapujos de nuestra sociedad, de la mujer de hoy y de la lucha entre la realidad, encarnada en la carrera de Medicina, y la falsedad hipócrita, encarnada por el falso rumor de la hermanastra.

»TM: ¿Es usted un escritor consagrado?

»PC: No creo.

»TM: ¿Cuándo se es un escritor consagrado?

»PC: Cuando en las historias de la literatura ponen un espacio en blanco tras el año de tu nacimiento.»

Mujer de Hoy
(julio de 1935), pág. 23.

Estos sobresaltos, sin embargo, no eran nada comparados con los que día a día le deparaba la situación política. Ésta sí que empezó a amenazar seriamente el bienestar que con tanto esfuerzo había conquistado. Seguía en contacto con Lamanié, con Romanones y compañía, que le mantenían informado por carta y por teléfono del progresivo deterioro de la patria. Además, siempre los veía cuando iba a Madrid como representante de los agricultores y ganaderos sorianos, y le regalaba a cada uno un jamón de bellota.

Romanones debió de llamarle al principio de la primavera porque las voces de los niños en la calle se oían aquella tarde por primera vez después del oscuro y silencioso invierno. El último sol vespertino entraba abiertamente por las ventanas dibujando franjas luminosas sobre los libros de cuentas, que dificultaban su consulta y el cálculo de las operaciones. Estuvieron hablando media hora sobre las reformas económicas del Gobierno de Azaña, sobre la situación en Asturias y en Cataluña. Le notó preocupado y pesimista. Había que hacer algo, dijo Santos. Para eso te llamaba, repuso Romanones; tengo un plan, pero quiero consultarlo con vosotros, y no es cosa de hablar por el teléfono; ¿qué te parece la próxima semana? Le parecía.

Dicho y hecho. La siguiente semana estaba en Madrid almorzando con ellos en un reservado del Palace, donde Santos se alojaba siempre que bajaba a la capital. Se pasaron toda la comida echando pestes del Gobierno. Después del postre, mientras saboreaban una copa de brandy y encendían unos habanos que Lamanié acababa de traer de Cuba, Romanones, que se caracterizaba por tener soluciones fáciles para problemas difíciles, dijo que su plan era matar a Azaña y que muerto el perro se acababa la rabia. Había encontrado a alguien dispuesto a hacerlo por dinero. Por mucho dinero, para ser exactos, dijo. ¿Quién era ese tipo? Un amigo de José Antonio, un fanático.

—Por cierto, ¿dónde está José Antonio? —preguntó Urquijo.

—José Antonio no quiere ni oír hablar de nada que no tenga que ver con su partido. Está como un niño con zapatos nuevos, pero me ha dicho que ve con buenos ojos nuestra acción. Él ha sido el que me ha recomendado a este tipo que se llama Martiniano Martínez, ¿te suena, Santos? Él dice que te conoce. Estamos citados con él dentro de un par de horas en la cafetería del hotel.

La tertulia del Jute había cambiado mucho. Nadie hubiera imaginado que la fusión de las tertulias pudiera dar los excelentes resultados que finalmente dio. Habían pasado muchos años desde que el señor Iglesias, ahora muy anciano, subiera las escaleras acompañado de Tunidor para proponer la unión. Desde aquel día la mezcla explosiva había estado a punto de estallar en un centenar de ocasiones, pero al final siempre se había alcanzado un acuerdo. Con todo, la táctica de invitar a gente de nombre había resultado provechosa, y la tertulia contaba veinticinco tertulios, muchos de los cuales eran jóvenes promesas o nuevos valores, como decía don Carlos Hernando. Pero aunque las caras eran nuevas, habían conseguido mantener su idiosincrasia, la original división entre maximilianistas y carlistas. La última vez que estuvieron al borde de la guerra civil había sido hacía bien poco, a raíz del debate sobre si invitar o no de nuevo al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez. La facción maximilianista no estaba interesada en dejarse más dinero en el poeta puro. Los carlistas, en cambio, veían con buenos ojos la invitación y, tras numerosas reuniones, habían ganado la votación por escaso margen. Así pues, por sólo cuarenta duros, Juan Ramón Jiménez acudió al Jute por ducentésima vez.

El paso del tiempo había encanecido ligeramente la perilla del poeta puro, quien, por lo demás, seguía teniendo aspecto de hipnotizador con sus profundas cuencas oculares y la comisura de los labios derrotada, en gesto de amargura o pesar.

Quien sí había envejecido mucho, en cambio, era don José Moreno, que le presentó aquella tarde a todos los tertulianos, quienes, por otra parte, ya le conocían. Moreno había abandonado la jefatura de estudios de la Residencia por problemas de salud y había aceptado la oferta que le hizo don Carlos Hernando de asistir todos los días a su tertulia por unas perrillas que no le venían mal. Moreno había presentado tantas veces a Juan Ramón dentro y fuera del Jute, que no podía evitar un cierto tono de hastío, mortecino y sedante, que daba a su introducción aires de letanía:

—Ningún poeta se ha consagrado tanto a su arte como Juan Ramón Jiménez. Para él la poesía es un medio de buscar la salvación personal, lo que hace su obra difícil y, para algunos lectores, irritante por su autoanálisis tan completo y a veces tan hermético. A pesar de que su inveterada costumbre de corregir, suprimir y reordenar selectivamente su inmensa producción poética demuestra hasta qué punto le preocupa cómo ha de leerse su obra, en último término para él la comunicación es algo secundario. Hoy tenemos la oportunidad y el honor de poder escucharle. Muchas gracias, maestro.

Aunque era sabido que le molestaban mucho los ruidos, el de los aplausos no parecía hacerle el más mínimo daño. Juan Ramón agradeció las muestras de cariño, y leyó poesías durante una hora, algo molesto por los ronquidos del señor Iglesias, que estaba ya muy mayor y se pasó el recital durmiendo a pierna suelta. Tras la interesante lectura, se abrió un espacio para el diálogo. El primero en intervenir fue un nuevo valor de la facción carlista que se llamaba Almudeno Heras:

—Quisiera preguntarle si todo lo que hay en su poesía de claridad, de gusto por la palabra exacta y obsesión por la identidad entre palabra y cosa, de perístasis en suma, es así.
Per ístam:
¿sabían ustedes que Cefeo es una constelación boreal próxima a la Osa Menor, y que, sin embargo, cefea es la comida que buscan los cerdos hozando en la tierra? ¡Fíjense ustedes, una a, una simple a contiene la infinita diferencia que va de la tierra al cielo, de la estrella al cerdo, lo cual, si corremos los siglos hacia atrás, puede remontarnos a toda una serie de tradición poética en la vanguardia de cada siglo, que no distingue, que no observa, que no juzga oportuna ni pertinente la distinción entre poeta religioso y poeta no religioso; distinción que, en otro orden de cosas, nos llevaría muy lejos, y estoy pensando,
per ístam,
en fray Dominico de las Heras, pariente mío a la sazón, y en toda esa tradición de monjes saltarines como fray Román de la Campa y santa Jerónima de las Calles, que no tiene que ver con el deseo de cosificar la palabra; o, por mejor decir, de atrapar la ballena histórica, como vulgarmente se dice, en pos de una poesía de la cosa, que ya no tenga relación con la cosa, sino que sea la cosa en sí y para sí, reflexiva, autónoma, pandemónica, por decirlo de una manera que algunos tacharán de vanguardista. Pero no me importa que alguno de los aquí presentes piensen que la manera que tiene usted de escribir sea ésta o la otra, por simplificarlo un poco.

Se hizo un silencio un tanto incómodo, ya que muy pocas personas solían entender las preguntas-discurso del Almudeno.

—Níontiendo una palabra —confesó Jiménez.

—¿Cuál? —preguntó atento el Almudeno.

—El maestro quiere decir que no comprende el alcance de tu pregunta —le aclaró don Carlos Hernando. Pero Juan Ramón tampoco quería comprenderlo; por eso, antes de que el Almudeno abriera la boca, como si dijera ¡arriba España!, sentenció:

—La poessía eh eterna siempre y sanseacabó.

A continuación, todos esperaron pacientes el juego lúdico de Eleazar Pulido.

—Me van a permitir un pequeño juego lúdico con el maestro Juan Ramón Jiménez —pidió Eleazar Pulido como si fuera la primera vez. Si la literatura, con mayúscula, es traducción, ¿qué es la poesía?

—La poessía eh la verssión orihiná díessa tradussión.

—¿Y si la literatura es forma?

—Entonsse la poessía eh essenssia.

—¿Y si técnica?

—Arte.

—¿Y si vida?

—Muerte.

—¿Y si muerte?

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