Fabulosas narraciones por historias (46 page)

Entonces, por primera vez en la noche, Santos la miró abiertamente. Conservaba aquella belleza serena y la hospitalidad de su mirada; había engordado ligeramente, y algunos hilos del color de la plata surcaban su melenita azul. Su sonrisa seguía siendo una obra abierta, pero dibujaba ya tres rayitas sobre el labio inferior, y otras tantas al lado de sus ojos moros, muy cerca de la sien.

—No. Eso ya es historia —le respondió; y Santos sintió no sabría decir si estupor, alivio o alegría.

—¿No tienes noticias de él?

—Lo que dicen los periódicos y las revistas: que publica libros como morcillas.

Se moría por saberlo todo: cuánto habían durado, dónde, qué habían hecho, por qué lo habían dejado; pero no juzgó prudente hacer más preguntas. Y como ella tampoco parecía dispuesta a dar explicaciones, hablaron, como era natural, de política. Daba igual. Hubiese hablado de lo que hubiese hablado, Santos no habría dormido de todos modos aquella noche. Cuando llegó al Palace con un vago acuerdo verbal para volverla a ver más adelante, se tumbó bocarriba en la cama y vio amanecer con las manos en la nuca.

No se dejó caer por el palacete de Santa Bárbara al día siguiente, como le pedía el cuerpo; logró esperar casi una semana. Al quinto día se presentó sin avisar. No había ningún auto en la entrada principal, y esto le dio mala espina y le produjo una cierta desazón. Llamó a la puerta, por si acaso; y esperó con el corazón latiéndole en la yugular. Nadie abrió. Más tranquilo, volvió a hacerlo con menos esperanzas y con idéntico resultado. Iba a marcharse cuando, en un acto reflejo, su mano se fue al pomo; éste cedió y se abrió la puerta. Santos dudó un instante, pero finalmente entró en el palacete.

—¡Hola! —gritó—. ¿Hay alguien en la casa?

Y entonces Aquiles, el mayordomo, como si hubiera estado esperando esa pequeña equivocación, apareció entre las tinieblas y le colocó entre los ojos una automática que sujetaba con ambas manos.

—Levante las manos arriba.

Santos se asustó, pero enseguida comprendió la confusión. Con las manos en alto, se identificó al mayordomo y le dio toda suerte de explicaciones para aclarar la embarazosa situación. Aquiles no despegaba los labios. Santos comprendió que el mayordomo no quería reconocerle a propósito, que estaba aprovechando la ocasión para humillarle, como había hecho en otras ocasiones.

—¡No sea usted ridículo, Aquiles! Voy a quejarme a su señora. ¡Esto es denigrante! Le he dicho quién soy y a qué he venido. Estoy citado con la señora —dijo Santos con autoridad bajando los brazos. Aquiles pareció permitirle el movimiento, pero no dejó de apuntarle.

—La señora no está en la casa. No es posible que tú tengas la cita con ella. No debes entrar jamás en esta casa sin llamar. Fuera de aquí —le ordenó obligándole a salir de espaldas. Santos hubiera querido vengarse, avergonzarle de algún modo; y buscó con rapidez una frase en su cabeza. Pero el alemán no le dio tiempo y cerró la puerta detrás de él. Tardó en recuperarse de la afrenta. Su primera reacción fue marcharse a Fuentelmonge; pero, más tarde, cuando se apaciguó, determinó quedarse una semana más y esperarla. Envió un telegrama a su madre alegando contratiempos y confusión a causa de las inminentes elecciones en Madrid, compró los periódicos,
La Pasión,
algunas revistas ilustradas, y se fue al Retiro.

«Apenas puesto a la venta el número almanaque de la novela de hoy, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista patricio cordero pereda ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula
LA TENTACIÓN DE LA DESDICHA.»

Mujer de Hoy
(febrero de 1931), pág. 45.

Tardó en coincidir con ella más de lo que imaginaba, de modo que tuvo tiempo suficiente para pensar en la mejor proposición. Volvió a verla dos semanas después de su visita al palacete, en la fiesta de los Cuevas de Vera.

—¡Dichosos los ojos! —exclamó Santos.

—¡Santos! ¿Cómo está usted?

—Feliz porque al fin hemos coincidido. Pero tutéame, por favor; me siento muy raro llamándote de usted.

—Aquiles me ha contado el incidente. Créeme que lo siento. ¡Estoy tan avergonzada! Aquiles es un hombre muy extraño.

—No te preocupes; lo había olvidado completamente. Yo nunca le he gustado; me dio la impresión de que estaba esperando una situación semejante para humillarme.

—Te aseguro que si no le despido es por respeto a Leo, que le tenía un gran aprecio.

—No le des mayor importancia. El incidente más amargo fue que no estuvieras en casa.

—Eres un adulador insoportable, Santos. ¡He estado tan ocupada estos días! Espero que no quisieras verme por nada importante.

—Verte es muy importante. Para mí por lo menos. Me marcho pasado mañana a mi pueblo (los cerdos no pueden vivir sin mí, ja, ja, ja) y quisiera pedirte un favor: tengo que encargarme trajes y zapatos, y me gustaría que me ayudaras a seleccionar la tela porque yo soy un desastre para eso. Tenía pensado invitarte a comer y que luego me acompañaras. No sé si es mucho pedir.

A María Luisa le sorprendió. Debía reconocer que esperaba una súplica de cena o algo por el estilo, pero nunca que fuera con él de compras; de modo que aceptó.

—Me encanta ir de tienda en tienda. Tú me dirás cuándo.

—¿Qué te parece pasado mañana?

—¿Pasado mañana? ¿Pero no has dicho que te vas?

—¡Ah! ¿He dicho que me voy pasado mañana? Ja, ja, ja. Deben de ser las ganas. No, no. Me voy al día siguiente. ¿Qué te parece si quedamos pasado mañana en Chicote, a la una?

—Me parece muy bien. Perdóname, Santos; voy a saludar a Tota Cuevas, que no lo he hecho todavía, y llevo aquí media hora. Hablamos luego.

Pero en cuanto María Luisa le dejó, Romanones y compañía se echaron sobre él y le tuvieron secuestrado durante el resto de la velada.

Aquella noche se metió en la cama contento y a la mañana siguiente se levantó eufórico, convencido de que había desconcertado a María Luisa con su propuesta. Ese día transcurrió entre reuniones y entrevistas políticas; se fue a la cama temprano y, desde que se despertó, al alba, no supo qué hacer para que el tiempo transcurriera veloz. Hasta las doce los minutos se hicieron largos y pesados. A esa hora entró él en Chicote, de modo que cuando María Luisa hizo su aparición una inmensa hora después, ya le aventajaba en un considerable número de dry-martinis. Habló mucho menos que la vez pasada, pero no fue por discreción o prudencia, sino porque su cerebro trabajaba a toda máquina para encontrar una transición natural que le llevara desde las tonterías al único tema que de veras le interesaba. Almorzaron en Lhardy sin que pudiera encontrar ninguna; de modo que, hacia el postre, decidió aprovechar que María Luisa mencionó a Patricio para preguntar sin disimulo:

—Me corroe la curiosidad: ¿cómo se acabó lo vuestro?

María Luisa sonrió.

—Reconozco que has tardado en preguntarlo más de lo que imaginaba —confesó; y, mientras saboreaba un delicioso helado de vainilla, le contó la siguiente historia:

—Al poco de morir Leo, nos fuimos a París. Cuando regresamos,
El Sol
sacó una crítica firmada por Ballestero de Martos. Para él,
Los Beatles,
aunque plena de aciertos prometedores, era una pérdida de tiempo y de dinero, una basura infecta, vamos. Te puedes imaginar cómo se deprimió Patricio. Al principio intentó calmarse pensando que todos los clásicos inmortales habían sido criticados en alguna ocasión. El articulito tuvo unos efectos devastadores para las ventas. Ten en cuenta que una crítica en
El Sol
es una orden. Siempre esperó que alguien escribiera una contraorden, pero nadie lo hizo. Pasó de aguardar pacientemente durante las primeras semanas a buscar con desesperación en cualquier publicación una reseñita, una nota a pie de página, una mísera mención. Salía por la mañana temprano y recorría todas las librerías de Madrid en busca de su novela con la respiración agitada. A los libreros ni les sonaba el título. Podemos encargarla, si usted quiere, le proponían. Volvía a casa como un perro apaleado, se abrazaba a mí y se quedaba dormido como un niño demente, preguntándose de qué valía haberse comportado siempre según los presupuestos del discurso de la hormiga. ¿Sabes tú qué es eso del discurso de la hormiga? Yo no, y empezaba a pensar que se había vuelto loco. Pepe comenzó a publicar entonces una serie de artículos bajo el título
La deshumanización del arte,
y a Patricio le dio por pensar que aquel serial estaba claramente escrito contra
Los Beatles.
Apenas comía, no escribía nada y dormía una barbaridad. Una noche me desperté sobresaltada. Patricio, empapado en sudor y con los ojos aterradoramente abiertos, gritaba frases inconexas. Tuve que pedir ayuda a Aquiles para inmovilizarle. Tenía una fiebre altísima. Le velé toda la noche poniéndole en la frente compresas empapadas en agua fría para mitigar su delirio. Hablaba con su tío Pereda, fíjate. Yo estaba segura de que se había vuelto loco; pero, a la mañana siguiente, el doctor le diagnosticó un simple desorden nervioso que se había agravado por la falta de alimento. Le recetó un régimen severo y descanso absoluto. Nada de leer y nada de escribir. Decidí llevármelo lo más lejos posible de Madrid, a una casa que tengo en el estado de Nueva York, para que se olvidara de todo; pero fue inútil. Su carácter fue avinagrándose y haciéndose violento día a día. Se pasaba las horas pensando en
Los Beatles
y diciendo que Pepe, Leo y yo habíamos hecho de él un fracasado. Un día, ya en Madrid, me harté y le eché de casa. Desde entonces todo lo que sé de él es por los periódicos y por esos ridículos anuncios con los que avisan que ha publicado una nueva basura. Porque lo que escribe ahora es mierda. ¿Has leído algo suyo?

Santos no contestó. Se acordaba de Homero Mur, de sus palabras y de sus predicciones, y pensaba que igual aquel profesor no estaba tan chiflado. Pero si Homero Mur estaba en lo cierto, entonces Martini le había mentido con aquello de que Patricio había matado al barón. Le desagradó entrar otra vez en el laberinto de su juventud; y determinó que para abandonarlo no había nada mejor que hablar de él, tomarlo a chunga.

—¿Te acuerdas de Martini? —le preguntó.

—El loco del parche. Sí, claro que me acuerdo, ¿por qué?

—¿Sabes lo que me dijo el mismo día que enterraron a Leo?

Notó que María Luisa se tensaba. Guardó silencio.

—Me dijo que en la fiesta de la noche anterior había sorprendido una conversación entre Patricio y tú; y que Patricio, refiriéndose a Leo, te decía que ya se lo había liquidado, ja, ja, ja.

María Luisa no se inmutó o, si lo hizo, Santos no lo percibió.

—¿Qué te parece? —le preguntó Santos en vista de que ella no respondía. María Luisa tomó aire y pensó mucho sus palabras:

—Santos, la muerte de mi marido me sigue perturbando cinco años después. ¿Por qué no hablamos de otra cosa?

—Nada de hablar de otra cosa. Vamos al sastre, que para eso te he alquilado —dijo Santos poniéndose en pie. Su instinto le dijo que había que abandonar aquel asunto y el restaurante con él.

El auto de María Luisa les condujo a un sastre de la calle Almirante, amigo suyo. La baronesa le ayudó a elegir telas y colores. A continuación fueron a Monsúriz, y Santos encargó tres pares de zapatos, cuyas pieles seleccionó asimismo María Luisa. Cuando bajó el sol, Santos le propuso caminar, y María Luisa despidió al chófer. Por el camino se entretuvieron mirando escaparates o tomando horchata de kiosco cuando la sed apretaba. Al pasar por Loewe, el comercio de paños y pieles, Santos le preguntó:

—¿Puedo pedirte un último favor? Quisiera comprarle algo a la Chari, pero no tengo ni idea de por dónde empezar.

—Cómprale un broche. Ven, yo te ayudo —se ofreció María Luisa sin dudarlo, y entró con él en la tienda. Al ver a la baronesa, los dueños salieron del mostrador y la saludaron con mucha cortesía; ella les presentó a Santos y les explicó su problema. Los dueños les mostraron solícitos un gran surtido de broches, dorados, plateados, con brillantes, con perlas, grandes, chicos, impresionantes y espantosos. Santos seleccionó cinco de estos últimos y, orgulloso de su buen gusto, le confesó a María Luisa que no podía, llegados a ese punto, decidirse por ninguno. La baronesa se apresuró a señalar el menos horrible. Los dueños y empleados de la tienda estuvieron de acuerdo: aquel broche de plata era distinguidísimo y elegante. Y entonces Santos no tuvo duda:

—Envuélvanmelo bonito, que es para mi novia, ¿eh?

Regresaron a Santa Bárbara caminando y en animada charla. A Santos le dio por recordar su infancia, le habló de los sueños y ensoñaciones que tenía de niño, de lo mucho que lloraba cuando su madre bailaba con hombres que no eran su padre en las bodas del pueblo; le habló de la tía Carmen y de cuánto le gustaban sus pies; rememoró la primera vez que llegó a Madrid, su reencuentro con la tía; y le habló de su pasión por ella y, en general, de su pasión por todas las mujeres maduras de la capital; le confesó que esto le había retrasado en los estudios; y le contó con mucha gracia que en cierta ocasión se había metido en un confesionario para escuchar los pecados de las señoras. María Luisa le escuchó divertida y se rió muchísimo con estas anécdotas tan entretenidas.

Así llegaron a la entrada del palacete. María Luisa le invitó a tomar café. Santos dudó un momento. Se sentía muy a gusto charlando con ella, y quién sabía cuándo iban a volverse a ver. Sin embargo, todavía tenía que hacer las últimas compras para su familia, despedirse de algunos amigos y preparar el equipaje; de modo que, sintiéndolo mucho, lo más sensato era que se dijeran adiós en ese momento.

—Me ha alegrado mucho que nos volviéramos a encontrar —se despidió de María Luisa tendiéndole la mano.

—A mí también —repuso ella, y le sonrió exactamente del mismo modo que lo hizo el día de la cacería, la primera vez que la vio, se acordaba perfectamente, cuando Martini se burlaba de su llanto por el ciervo. María Luisa estaba a punto de darse la vuelta, e incluso había empezado a pensar aliviada que se había equivocado con Santos, cuando éste, con aires de galán, le susurró demasiado cerca lo que ella se había temido desde el principio:

—Te he dicho una mentira. El broche no lo he comprado para la Chari; lo he comprado para ti. Te lo regalo por haberme acompañado esta tarde.

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