Fabulosas narraciones por historias (43 page)

Varios hombres, que habían salido de los autos y de los coches, cargaron el féretro. El silencio amplificaba monstruosamente el sonido de cada paso, el rumor de cada roce y el contacto del barón muerto contra las paredes del ataúd, camino de la tumba.

Nadie dijo nada. Sólo las poleas chirriaron algo al bajar la caja. Luego, el sonido brutal de la primera tierra sobre la caoba y más silencio, arena sobre arena; y Patricio sosteniendo el cuerpo desmayado de María Luisa, que sólo gimió cuando los enterradores deslizaron la losa y sepultaron para siempre, con un golpe que retumbó en todo el cementerio y en las tripas de Santos, al barón Leopold Klaus Babenberg.

Con un pie muy cerca de la tumba la viuda fue recibiendo, uno a uno, el pésame de los presentes. Santos decidió esperar y ser el último, pero cuando vio que alrededor de veinte o veinticinco personas habían decidido lo mismo, se acercó a María Luisa. Al verle, Pátric alzó las cejas como si ese gesto fuera un saludo. Algo era algo, porque María Luisa, con la mirada baja y perdida, gesto de fatiga y ausencia, se dejó coger la mano y decir, la acompaño en el sentimiento, María Luisa; ayer intenté acercarme a su casa, pero el mayordomo y sus empleados me dieron una paliza de muy señor mío, mire cómo me han dejado la nariz…

—Santos —le interrumpió Patricio; y con un par de gestitos (cerrar de ojos y levísimo golpe lateral de cuello) le indicó que la dejara en paz.

—Está muy cansada —explicó.

—Pátric, también quiero hablar contigo. Es algo sumamente importante —le replicó Santos y notó que María Luisa elevaba los ojos.

—Santos, por favor, no creo que sea ni el momento ni la ocasión.

No pudo Santos justificar su impaciencia porque el allegado que le sucedía ya se había interpuesto entre él y la pareja y abrazaba a María Luisa con mucho sentimiento. Por eso tuvo que esperar un poco más, aguardar a que todos se fueran y aprovechar que la parejita abandonaba a solas el cementerio civil para agarrar del brazo a Pátric cuando éste tenía ya un pie en el estribo. María Luisa desde el interior del auto le preguntó qué sucedía y le pidió que se diera prisa.

—¡Joder, Santos! ¿Qué quieres?

—Patricio, escúchame, por favor. La fiesta del otro día no fue en honor de
Los Beatles.
Ninguno de los que fueron te conocía ni conocía tu novela. Ni los periódicos la mencionan ni las revistas ilustradas dirán nada. Era la fiesta de la primavera que todos los años se ha celebrado allí. Patricio, todo esto me huele muy mal. Deja a esa mujer y vente conmigo.

—¡Suéltame el brazo, coño! Lo que te pasa es que estás celoso. Déjame en paz.

—No estoy celoso, Pátric; yo también me acosté el día de la fiesta con una mujer mayor que yo.

Pero Patricio no le oyó; se había liberado de su amigo y se iba a montar en el auto cuando Santos volvió a sujetarle:

—¿Adónde vas? ¿Es que no me has oído? Esa mujer te está engañando.

Patricio deshizo el ademán de subirse al Packard, se acercó muchísimo a la cara de Santos, como si fuera a darle un beso en la boca. Pero no se lo dio.

—Santos, por favor, vete a tu pueblo, conságrate a los cerdos, come matanza, cásate con una buena chica, ten dos hijos, haz lo que te dé la gana, pero déjanos en paz —le susurró a media voz; se metió en el auto y dio un portazo. El Packard enorme y negro desapareció, poquito a poquito, carretera de Vicálvaro.

—Vengo a despedirme. Me marcho a mi pueblo; lo dejo todo.

Homero Mur levantó la cabeza y le miró por encima de los lentes.

—¿Tanto le ha afectado la muerte de Babenberg?

—Me ha impresionado un montón, pero no me voy por eso; me marcho porque me he quedado sin amigos en el Victoria: Martini se acaba de marchar a una comuna…

—… Y Patricio está con la viuda… —terminó Homero Mur.

—Sí. Y supongo que no volverá por el hotel. —Hablaba Santos con un tono arisco y desabrido que le sorprendió incluso a él mismo.

—Esa mujer es mala gente y está engañando a Patricio. No sé lo que pretende, pero le está engañado a base de bien. Le dijo que iba a dar una fiesta para celebrar la publicación de su novela, pero resulta que la recepción del otro día no fue en su honor; era la que dan todos los años al comienzo de la primavera. He intentado abrirle los ojos, pero ha sido inútil; Patricio se piensa que todo fue por él. En fin, ya es mayorcito para saber con quién va y con quién no va. Siento decirle, don Homero, que estaba usted muy equivocado. El pobre Leo, como ve, no era tan peligroso como usted lo pintaba; la peligrosa es ella. Ni usted ni nosotros nos dimos cuenta de eso.

—Tiene usted razón, Santos. Veo que comienza a analizar la realidad —repuso Homero con ironía, y añadió—: Por su boca, de todos modos, habla el despecho. Mucho me temo que le ciega la lujuria, o el amor, como quiera llamarlo. La pasión, a fin de cuentas. Mire usted: de todos los personajes de esta historia, María Luisa es el más inofensivo.

—Yo le creería, don Homero; pero es que es superior a mí. Sus historias me parecen fabulosas.

—Por eso no salimos nunca ni de tontos ni de pobres. Nos pasamos toda la vida tomando las narraciones fabulosas por historias y, cuando por fin conseguimos entrever la historia verdadera, ésta nos suena tan fantasiosa que no nos la creemos.

—¿Cómo me voy a creer sus historias cuando los hechos le quitan la razón? Según usted, Babenberg quería destruirnos, y Patricio nunca iba a publicar su novela. Pues ¡toma ya! Resulta que el destruido es precisamente Babenberg, y que además se ha matado después de publicar
Los Beatles
, para que luego diga usted.

—¿Conque ha publicado
Los Beatles?
¡Qué interesante! ¿Dónde? ¿Lo sabe usted? —preguntó Homero Mur con sorna.

—En una editorial de Lisboa.

—Ya veo. ¿Y podría usted conseguirme un ejemplar? Porque yo, por más que lo he intentado, no he dado con ninguno. Como yo, supongo que habrá mucha gente.

—Don Homero, por Dios: si el barón, q.e.p.d., sólo quería destruirnos porque le estábamos jorobando el negocio, ¿por qué se hizo nuestro amigo en vez de darnos una somanta de palos?, ¿por qué publicó a Patricio en vez de quemar el manuscrito?

—El amor, la lujuria, la pasión, llámelo como quiera.

—Sandeces, don Homero, perdóneme que le diga.

—Desde que empezaron a ir con Babenberg he pensado mucho en ustedes; he intentado mantenerme informado por varias vías y he analizado todo el material que me llegaba. Un buen día, sin embargo, me di cuenta de que en todos mis razonamientos había dejado siempre al margen el factor humano. Terrible error, porque lo pequeño —los pisotones, los gestos, las manías— siempre mueve lo grande, las grandes ideas, las grandes revoluciones, los grandes hombres. En cierto modo tiene usted razón: yo estaba equivocado. La lujuria, ese pequeño cosquilleo, ha movido en esta historia más montañas que el dinero. Ahora comprendo lo que nunca entendí muy bien: por qué el barón se los intentaba camelar cuando ustedes lo único que estaban haciendo era fastidiarle el negocio. ¿Quiere saber por qué, o no? —le desafió Homero Mur. Santos hubiera tenido que marcharse en ese momento, pero otro pequeño cosquilleo, la curiosidad, le hizo permanecer en el despacho y preguntar:

—¿Por qué?

—Por la pasión. La sociedad anónima formada por Babenberg, y Ortega se vino abajo cuando Ortega cometió el error de acostarse con María Luisa.

—Y si yo le dijera que el barón era homosexual y adicto a la morfina, ¿qué me contestaría usted? —preguntó Santos con aire interesante.

—Que no se crea usted tan interesante por saber eso; que eso es un secreto a voces o, mejor dicho, un falso secreto a voces, rumores interesados; Babenberg prefería ser maricón que cornudo. Leo Babenberg detestaba hacer el ridículo; por eso se construyó esa fama de sodomita redomado y vicioso, de enfermo decadente que debía tomar morfina constantemente para soportar los terribles dolores que le producía la sífilis. Pero era mentira; a Babenberg le gustaban las mujeres y estaba muy enamorado de la suya. En esta historia el verdadero motor es el amor, la pasión, la lujuria, llámelo como quiera, no el dinero. Cuando Ortega empezó a acostarse con su mujer, Babenberg tomó la decisión de machacarle, aunque eso significara arruinar su inversión literaria. El barón estaba considerando las diferentes posibilidades que tenía de acabar con el insigne pensador cuando apareció en escena un grupito de jóvenes iconoclastas, destructores de tertulias, que contenía en su interior un miembro que había escrito una excelente novela realista, titulada
Los Beatles.
Esta novela, además de ser lo suficientemente buena como para crear afición, encarnaba exactamente lo contrario de lo que propugnaba Ortega. Le vinieron ustedes al pelo. Por eso se hizo tan amigo suyo, porque el dinero ya no le importaba nada. Con una mano continuaría financiando el proyecto y con la otra publicaría
Los Beatles.
Era un plan maquiavélico: quería publicarla con un prólogo de Ortega que la bendijese. La novela, estaba seguro, cautivaría al público; y la empresa del propio Ortega se tambalearía. Cuando El Proyecto empezara a fallar, Babenberg retiraría su dinero y vería sufrir, consumirse y agonizar al viejo que le había puesto los cuernos. La pregunta era: ¿cómo conseguir que Ortega prologara algo que iba contra él mismo, contra sus ideas, contra sus intereses? La respuesta está en el sexo. María Luisa fue quien le sacó a Ortega la promesa de escribir un prólogo; el filósofo estaba loco por ella. Pero de nuevo la lujuria, la pasión, el amor, llámelo como quiera, hizo aparición en la historia: Patricio cometió el terrible error de acostarse con María Luisa. Inmediatamente se granjeó el odio no sólo de Ortega, sino también y sobre todo de Babenberg. Y ahí volvieron a cambiar los planes: a Babenberg no le urgía tanto la destrucción del viejo Ortega cuanto la del jovencito y vanidoso Patricio. Para lograrlo, lo primero era conseguir que Ortega se echara atrás y no escribiera el prólogo prometido. El filósofo sospechaba que a María Luisa le gustaba Patricio, pero no tenía constancia de que se hubieran visto íntimamente. La gamberrada del cerdo le dio, sin embargo, la excusa perfecta para no escribirlo. Estoy seguro de que Babenberg les animó a ustedes a llevarla a cabo, me equivoco? A continuación, como si estuviera haciéndole un gran favor, Babenberg le ofreció publicar
Los Beatles;
pero, claro, después de lo que había sucedido, tenía que publicarla una editorial no española, etcétera, etcétera. Resultado final: Patricio tiene su novela en una editorial pequeña e inofensiva, con poca tirada y deficiente distribución, para que no dañe el proyecto de Ortega. Como usted mismo ha percibido, se ha utilizado la fiesta que los Babenberg celebran todos los años para hacer creer al pobre Patricio que todo el mundo le conoce y que España entera está pendiente de su obra; pero, en realidad, ninguno de los presentes sabía quién era él y qué cosa
Los Beatles.
Ahora, sin ser consciente de ello, Ortega va a representar a la perfección el papel que Babenberg ha escrito para él; me apuesto veinte duros a que en menos de un mes aparece una crítica devastadora contra Patricio, sólo por si algún lector avisado ha conseguido dar con un ejemplar de su novela. Cuando eso suceda, Babenberg ya no estará a su lado para, digamos, ayudarle, entre comillas. Patricio acabará amargado, y María Luisa le abandonará, eso seguro. A Babenberg le gustaría estar vivo para ver la lenta agonía de su amigo, Santos. Y no estoy yo tan seguro de que no lo esté: morirse poco antes de que este espectáculo termine me parece un fallo demasiado grande, una torpeza impropia de él. Además, todavía tiene que ajustar cuentas con Ortega. Y si no, al tiempo.

Desde que Homero Mur dejó de hablar hasta que Santos tomó la palabra transcurrió un largo intervalo durante el cual éste intentó sin éxito inmediato volver a enfocar la vista, que se había perdido a través del ventanal del despacho, más allá del horizonte. Así, sin ver nada claro, ciego, le contestó:

—Don Homero, si no fuera porque le conozco, pensaría que se ha vuelto modorro. Usted siempre me ha dado consejos; ahora yo quiero darle uno: salga de este despacho porque está usted perdiendo la cabeza. No sé cómo se le pueden ocurrir a usted todas esas extravagancias. Yo me voy porque como me quede un minuto más en Madrid, el que se va a volver tarumba voy a ser yo. No aguanto más esta ciudad. Aquí todo es oscuro y confuso; aquí cualquier persona, aunque no tenga nada que ver contigo, puede hacerte daño. No sé si he enfermado o qué me pasa, pero estoy obsesionado por irme de aquí, por esconderme de todos. Fuentelmonge me parece el único lugar seguro. ¡No sabe usted el ansia que tengo de volver a la casa de mis padres y sentirme protegido por su vulgaridad y por su santa ignorancia! Me voy…

Santos se puso en pie.

—Pensándolo bien, tal vez lo mejor que usted puede hacer es marcharse —le repuso Homero sinceramente, sin rencor, levantándose también y sintiendo algo de lástima por aquel muchacho tan débil. Se estrecharon la mano.

—Cuídese, Santos; y, si viene por Madrid de nuevo, no dude en llamarme.

Salió confundido del despacho y cerró la puerta con un cuidado extravagante. Y en ese momento, un instante antes de soltar el pomo, Santos se pareció al muchacho que cinco años antes había abierto esa misma puerta y se había maravillado de que en ese despacho pudiera haber tanta luz. Pero no era el mismo.

Se despidió de sus tíos asegurándoles que se marchaba al pueblo a estudiar los exámenes finales; y, tras sentir en carne propia el bigote de su tía, bajó las escaleras preguntándose si existieron realmente aquellos días en los que se mataba a pajas por ella. Llegó a la estación con unas horas de adelanto; localizó su compartimento de primera, cerró la puerta y se quedó un instante de pie, fatigado, con la frente desmayada contra el cristal y las manos agarrando con una fuerza inútil los tiradores de las puertas correderas. Si alguien le hubiera sorprendido en ese intervalo de fugaz inmovilidad, que es muy parecido a ese otro que aprovechan los acróbatas para girar sobre sí mismos y cambiar de trapecio, no habría sabido decir si acababa de encerrarse o si se disponía a salir del tren como salió la primera vez que llegó a Madrid con aquella vieja maleta. Se sentó y contempló el andén desierto por la ventanilla con la mirada fija en un adoquín de granito. De repente, las puertas de su compartimento se abrieron violentamente.

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