Fabulosas narraciones por historias (41 page)

Hacía tiempo que el incansable no la perdía de vista. Ella se había limitado a saludarle y no había vuelto a dirigirle la palabra. Las marquesonas, en cambio, se peleaban por estar a su lado, y él se dejaba querer, aunque sus cinco sentidos seguían a la otra, que no se apartaba de Cordero. Había perdido. Por primera vez en su vida mordía el polvo. Podría consolarse pensando que le derrotaba un cuerpo joven y que María Luisa era una puta. Que le derrotara un cuerpo joven, lejos de consolarle, le desolaba por irrefutable y sobre todo porque era imposible de remediar. Viejo. Recordó aquella fiesta en la que María Luisa, a quien apenas conocía entonces, se colgó de su brazo y le dijo Pepe, no le suelto en toda la velada. Un par de horas después fornicaban fuera de sí en el interior de un armario empotrado. Puta. Se preguntaba quién habría estado aquella noche vigilándoles como él lo hacía ahora. ¿Leo? No, Leo no; Leo era un pobre maricón; aunque nunca podía saberse a ciencia cierta qué cojones era aquel hombre. Siempre le había considerado el cornudo más ridículo de la corte, y sin embargo el otro día, en la reunión de la Junta, le había soltado por primera vez un feroz sarcasmo que le había dejado sin respuesta. Así como en aquella lejana ocasión María Luisa celebró sus paradojas, así reía ahora la hermosa puta las mamarrachadas de aquel pavo real. Tendría un cuerpo perfecto, pero ¿qué finas ironías podían salir de aquella bocaza? Alguien en su interior ensayó una respuesta: María Luisa, la puta de ella, no enlazaba ese brazo atraída por los originales planteamientos metafísicos de su dueño o por sus glosas a Husserl, sino por una razón más primitiva, física y contundente; aquél era un brazo musculoso y duro que pertenecía al espeluznante tronco de un hombre joven y bello. Carnalmente él era una mierda; su ironía podía ser endemoniada, pero su abdomen era blanco, blando y suave como la tripita de un sapo. Sintió la desazonante injusticia de la naturaleza y la crueldad de los instintos naturales: por primera vez mordía el polvo. Él, el incansable luchador por la europeización cultural de España, estaba agotado.

—¡Para
Mujer de Hoy!
—oyó gritar a un reportero. Una explosión de magnesio ante sus ojos le sacó de sus lúgubres cavilaciones y le dejó ciego.

Al contrario que el filósofo, la fiesta atravesaba sus mejores momentos. Los presentes habían bebido alcohol suficiente para perder la compostura, y muchos de ellos ya lo habían hecho. Además continuaban llegando invitados. Los que lograban alcanzar el salón, se agitaban al son de la música jazz. Los que se quedaban fuera subían y bajaban por una escalera alfombrada en rojo, que nacía justo a la salida del baile y que conducía al segundo piso, donde se observaba un frenético, pero mudo, trasiego de hombres y mujeres.

La vigilancia de Santos terminó por dar sus frutos; cuando menos lo esperaba, divisó la cabellera rubia de María Luisa navegando por el extremo opuesto del salón. Abandonó al repeinado José Antonio en plena monserga y se zambulló en aquel magma humano con la intención de atravesarlo y alcanzarla, alcanzarla, alcanzarla. Este pensamiento metafísico y sutil machacaba las sienes de Santos mientras esquivaba cuerpos, interrumpía conversaciones y apartaba obstáculos. Cuando creía estar cerca de la otra orilla, se detenía, levantaba la cabeza y descubría con desazón que apenas había avanzado en aquel mar de poderosa resaca. Así, hasta que finalmente alcanzó el lugar donde creyó haberla visto. Entonces emergió, miró a todos lados y notó que alguien se le echaba encima:

—¡Nefasto!

Cuando Santos, sin aliento, pudo separarse del bestia que le estaba dando semejante abrazo, exclamó:

—¡Martini! ¿Qué estás haciendo aquí?

El tuerto, que llevaba ya varios cock-tails a juzgar por su amplia sonrisa y su ojo brillante, le contó que Patricio había localizado su célula y que le había invitado a la fiesta de presentación. Él no se había podido negar, aunque continuaba muy enfadado. Santos le preguntó que qué tal le iba con los anarquistas, y Martini contestó que de puta madre, que pronto iba a suceder algo gordo, que ya vería.

—¿Has visto a Patricio? —quiso saber Santos.

—Sí, está por ahí, hecho una estrella.

—¿Y a María Luisa?

—También. Va con él del brazo a todas partes. Sigues encoñado con esa tía, ¿eh? Malo. Ven, te quiero presentar a unas chicas con las que me estoy timando y que me quieren llevar a no sé dónde.

Y Martini le presentó a las Women; que, de cerca, la verdad, le resultaron decepcionantes. Maruja Mallo, la que primero se había descubierto las tetas durante el baile, era la más bajita y la más generosa de carnes. Tenía unos grandes ojos negros, una mirada desvergonzada, una naricilla chata y una tensión en la comisura de los labios que le proporcionaba cierto aire lascivo. Lo de la lascivia lo pensó Santos. Elizabeth Múlder unía a su gesto dulce un gracioso bigotillo. Leticia Blasco era, con mucho, la más alta y, con mucho, la más fea de las tres, pero era difícil comprobarlo porque la pobre tenía toda la cara cubierta de granos y espinillas. A ellas se había sumado una hermosa joven de bonitas piernas que se llamaba María Zambrano.

—Venga, vamos arriba a soltarnos —propuso Múlder—. ¿Se viene usted con nosotros?

Y Santos dijo que sí sin saber a ciencia cierta adonde ni a qué. Salieron del salón y subieron por la escalera hacia el segundo piso. Dos reporteros con pesadas máquinas de daguerrotipos iniciaron el ascenso antes que ellos, pero un par de fornidos individuos, ataviados con trajes impecables, les impidieron discretamente el paso. Santos seguía mirando en todas direcciones. Se cruzó con el barón, rodeado de mujeres, y con el repeinado, que, en compañía de otros jóvenes de pelo semejante, le confesó a gritos que empezaba a divertirse.

Al final de la escalera, un largo corredor se extendía de derecha a izquierda. De alguna de sus puertas salían de vez en cuando felices grupos de invitados y parejas abrazadas. Con Isabel Múlder a la cabeza, se dirigieron hacia un cuarto que estaba cerrado con llave; llave que Múlder tenía. Entraron en una sala decorada en tonos rojos, cuyo techo era un gran espejo. Los chicos miraban hacia arriba impresionados y las chicas les miraban a ellos divertidas.

—Es para verse mientras se hace el amor. Esto es un cuarto de orgía —explicó Leticia. Isabel Múlder se había sentado en uno de los divanes que se repartían por la estancia y manipulaba una cajita de plata que contenía un polvo blanco. Les explicaron que era cocaína, palabra que Santos asoció con hospitales. Una a una, las chicas inhalaron a través de un tubito plateado, a juego con la cajita, una pequeña porción de polvo blanco. Santos y Martini se fijaron muy bien en cómo se hacía y las imitaron. Tras unos instantes de silencio, atentos todos a los efectos de la medicina, se apoderó de Santos una furiosa necesidad de escapar sin pérdida de tiempo, a mata caballo, fuera como fuera, a toda costa, inmediatamente, cayera quien cayera y cochite hervite. Me he vuelto loco, pensó; y cuando Múlder se lamentó de que se les hubiera olvidado la botella de scotch para enjuagarse, saltó como un resorte y dijo yo voy. Y se marchó.

Una vez fuera del cuarto de las orgías, sintió una ingravidez muy agradable; le pareció que se había deslizado de la habitación levitando y se creyó capaz de bastantes hazañas. Al bajar las escaleras, un leve pinchazo le hirió en el bajo vientre, y se dio cuenta de que tenía ganas de hacer pis. Camino de los urinarios se encontró con Babenberg, pálido como un cadáver y misterioso como una aparición.

—¿Se divierte? —le preguntó el barón.

—Mucho. ¿Y usted?

—Menos. De hecho, me voy ahora mismo a La Moratilla; necesito aire puro. ¿Se viene conmigo?

Se hubiera ido. Oportunidad como ésa para hacerse íntimo del barón y presumir no iba a presentársele otra vez en la vida. Sin embargo, le dio miedo su mirada y recordó el diagnóstico del repeinado: sodomita y adicto a la morfina.

—¿Cómo dice? —preguntó el barón.

—No, nada, que prefiero quedarme.

Y Babenberg desapareció.

Después de orinar, deambuló por el salón, envalentonado a causa de la medicina, decidido a dar con María Luisa, a confesarle lo que sentía y a abrirle su corazón. Tanto empeño puso en la búsqueda que la encontró. En un discreto rincón, Patricio y ella se fundían en un beso de revista. Sus cabezas giraban alrededor del eje de sus lenguas; como si estuvieran atornillándose, pensó Santos. La succión de la lengua ajena dibujaba un hoyuelo en las mejillas del que chupaba. Durante el beso hubo un instante en que separaron sus bocas, y Santos pudo ver la lengua de ella saliendo de la boca de Patricio, que recorría con las manos su espalda desnuda mientras ella apretaba el culito de Patricio contra sí. No quiso ver más; sintió lo mismo que cuando su madre bailaba con otros hombres en las bodas y en las verbenas: que nada le pertenecía, que todas sus posesiones habían sido expropiadas. No fue un golpe bajo, sino uno muy alto, en la frente, y se figuró que despertaba de un sueño en el que él era muy tonto. Se dio la vuelta con la esperanza de poder alcanzar al barón e irse con él a La Moratilla, pero su mirada, trazando una línea recta, se encontró limpiamente, sin tropezar con ninguno de los cuerpos que bailaban por el salón, con los ojos de la marquesa de Campolugar, que le miraban fijamente desde un rincón.

—¿Me permite bailar con usted? —oyó decir Santos, y se preguntó si habría sido él quien se había acercado a ella, y quien había preguntado eso. La marquesa le miró de arriba abajo y contestó:

—Será un placer.

Bailaron charleston, fox-trot, tango, swing y, por fin, un bolero muy agarrado. Santos abrazó sin pagar por ello, por primera vez en su vida, el cuerpo de una cincuentona. Ella acercó su boca a su oído y le preguntó que quién era. Santos dijo que él era Santos Bueno y le preguntó, por preguntar, que quién era ella. Ella se llamaba Esperanza. Santos dijo que él era muy amigo del autor. De qué autor, preguntó ella. Del autor de
Los Beatles,
la novela cuya publicación estaban celebrando. Ella no sabía nada de eso. Santos dijo que él también era amigo de María Luisa. De María Luisa, preguntó ella. Sí, de María Luisa, respondió él. Esperanza quiso saber si se había acostado con ella. Santos pidió que le repitiera la pregunta. Que si se había acostado con ella. No, no, respondió. Santos tuvo la impresión de estar besando el cuello de Esperanza y de que ella se estremecía a causa de este beso mencionado anteriormente.

—¿Te gustaría joder con una vieja? —oyó que le preguntaba ella; y, muchos años después, cada vez que recordaba esta escena, se reía solo pensando que la respuesta apropiada hubiera sido, por ejemplo, tú no eres ninguna vieja, cariño mío, más bien pareces una princesa; vayamos raudos a hacer el amor, o algo así. Sin embargo, en cuanto oyó la pregunta, contestó:

—¿Joder con una vieja? ¡Dios! No sabes cuánto lo deseo.

«Estimado Dr. Moore:

»A mí siempre me han gustado las tías mayores. Ya en el colegio me sentía atraído por la maestra y por las madres de mis amigos. Siendo un adolescente, lo que he hecho mucho ha sido comprar su revista en busca de cartas como la que salió el año pasado, de una señora de Tenerife que hacía el acto con su sobrino. Durante toda mi vida he querido acostarme con una mujer madura. El tiempo corría en contra mía porque cuanto más viejo me hacía más viejas eran las mujeres que me gustaban. Me llegué a preguntar si yo tendría un límite de edad, si me gustarían a los cincuenta las mujeres de ochenta. Siempre pensé que tenía que darme prisa en conseguir mi meta porque así, de primeras, hacer el acto con una anciana no me llamaba la atención.

«Conseguí acostarme por fin con una cincuentona la semana pasada, y la verdad es que me decepcionó. Era una señora rica, se llamaba Eugenia y nos conocimos en un baile. La saqué a bailar, y no nos separamos en toda la noche. Nos fuimos a un hotel. En cuanto entramos en la habitación, la tomé por detrás, me froté contra ella y cogí sus tetas con mis manos. Eugenia movió su culo contra mí, inclinó la cabeza hacía atrás para encontrarse con mi boca, que llenó con su lengua endurecida. Yo se la mordí como un gato. Había imaginado tantas veces situaciones semejantes que el solo hecho de estar viviendo una de ellas me produjo más excitación de la que yo podía soportar. No sabía si descubrirla y comerme sus pezones o tirarme a sus pies y, una vez descalza, chupar sus dedos uno a uno. Finalmente, me decidí por besar y besar su boca y acariciar sus mejillas como un imbécil.

»—¿Necesitas aire, amor mío? —me preguntó alarmada.

»—No, no. Es sólo que estoy muy cachondo y no sé qué hacer —le expliqué yo.

»Eugenia sonrió comprensiva y empezó a desabotonarme la bragueta; y yo, que vi ese gesto tan masculino, imaginado mil veces, que es empuñar una polla y chuparla con la boca a punto de reventar, empecé a preguntarme si no estaría dentro de una de mis fantasías. Me dio vértigo pensar esta gilipollez, y me corrí como si me estuviera haciendo pis. Igual.

»—Ya verás ahora cómo te encuentras más tranquilo —me aseguró. Y es que las tías mayores tienen mucha experiencia, y eso me gusta una barbaridad.

»Más relajado, le arranqué los botones de la blusa y la descubrí. Claro que no era el firme pecho de las chicas de
La Pasión,
con su pequeño pezón que mira al frente en medio de una corona rosada perfectamente dibujada. El de Eugenia tenía grandes pezones que apuntaban ya hacia el suelo; eran enormes ubres vencidas por la ley de la gravedad, en las que no obstante hundí la cara como si fuera un pastel. No eran tetas duras, como había imaginado en tantas y tantas pajas, sino muy blandas; pero la verdad es que no me importó: Eugenia me las ofreció, y yo mamé, y ella se rió. Luego empezó a besarme el cuello y me quitó la corbata, me desabotonó la camisa y paseó su lengua por mi pecho. Así estuvimos otro tanto. Terminamos de desnudarnos sobre la cama.

»Empecé a recorrer el rostro de la cincuentona con la punta de la lengua y de repente me pareció que estaba besando un melocotón. El caso era que, después de correrme, notaba que el cuerpo de Eugenia no despertaba en mí la lujuria que había imaginado siempre. Quería marcharme de allí; en realidad, eso era lo que más deseaba.

»—No tienes por qué seguir, si no quieres —me advirtió.

»No sé, me excitó que fuera tan espabilada y que me hubiera leído el pensamiento. No sé qué fue. Me acordé de mi madre y de mis tías y me zambullí en ella sabiendo ya que no iba a encontrar las redondeces y las simetrías de
La Pasión.
Besé sus patas de gallo y su algo de bozo mientras sentía que sus brazos me recorrían la espalda. La obligué a levantar el tronco y paseé la lengua entre los anillos de Saturno que protegían su tripa; noté al tacto el abultamiento del vientre y su culo blando; me imaginé sus muslos transparentes, recorridos por estrías como cicatrices y venas varicosas. Volví a su boca, acaricié sus pantorrillas y noté intermitentes pinchazos de pelos olvidados que hirieron mis dedos como las espinas de un rosal. Bajé hasta el pubis, me froté contra su vello y abrí de un lengüetazo su vulva seca.

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