Fabulosas narraciones por historias (44 page)

—¡Joder, Nefasto, por fin te encuentro! He pasado por el Victoria, y me han dicho que te acababas de marchar a tu pueblo. He venido a toda hostia. Menos mal que te he pillado.

Santos sonreía beatíficamente, sin ganas, como un obispo. Martini intentaba recuperar el resuello. Que si de verdad se marchaba a su pueblo. Que sí. ¿Y eso? Ya me dirás qué coño hago yo en Madrid: tú estás hecho un guerrillero y sólo apareces por sorpresa, y Patricio se ha marchado con María Luisa…

—¡Ah, conque lo sabes!

—Lo sabe todo el mundo.

Martini miró la hora y le preguntó que cuándo salía el tren. Fallaba todavía media hora. Entonces Martini se sentó y le dijo:

—Voy a contarte algo.

En otros tiempos este tono de máxima confidencialidad que el tuerto imprimió a su frase le hubiera hecho incorporar el tronco y colocar la oreja en la boca del amigo con un cosquilleo de excitación en el vientre. Pero Santos siguió repantigado en el asiento. Su único movimiento fue juntar las manos y llevarse los índices al labio inferior. Un gesto muy clerical (ya se ha dicho que sonreía como un obispo).

—¿Te acuerdas de que el día de la fiesta me dejaste encerrado con aquellas tías? Bueno, pues me deshice de ellas y me perdí por los pasillos y habitaciones del palacete. Es un palacio acojonante que habría que expropiar a la voz de ya. Resulta que en un saloncito, por ahí, dentro del palacio, sorprendí a Patricio y a María Luisa. Estaban cuchicheando. Me escondí para escuchar de qué hablaban porque pensé que se estarían diciendo guarrerías. Pero ¿sabes lo que oí? Oí que Patricio le decía a María Luisa: ya me lo he liquidado.

Martini le escrutó, pero Santos no se movió un ápice.

—¿No te lo crees? —le preguntó Martini con aire ofendido.

—¡Claro! Yo creo a todo el mundo, Martini. Ese es mi problema. Algunas veces me pregunto si suceden las cosas.

—¿Cómo dices?

—Nada, nada; pensamientos que yo tengo. Martini, ahora dame un abrazo y déjame solo, por favor.

Martini se levantó sin voluntad, se dejó abrazar por su amigo y él a su vez también rodeó el tórax de aquel tipo tan frío, tan serio, tan descreído y arisco que no tenía nada que ver con el Santos de toda la vida.

—Cuídate, Martini; que te vaya todo muy bien, y no me hagas mucho el loco.

6

«GOMAS HIGIÉNICAS LA DISCRETA

»Durante el siglo XIX los artistas han procedido demasiado impuramente. Reducían a un mínimum los elementos estrictamente estéticos y hacían consistir la obra, casi por entero, en la ficción de realidades humanas. En este sentido es preciso decir que con uno u otro cariz, todo el arte normal de la pasada centuria ha sido realista. Realistas fueron Beethoven y Wagner. Realista Chateaubriand como Zola. Romanticismo y naturalismo, vistos desde la altura de hoy, se aproximan y descubren su común raíz.

«Productos de esta naturaleza sólo parcialmente son obras de arte, objetos artísticos. Para gozar de ellos no hace falta ese poder de acomodación a lo virtual y transparente que constituye la sensibilidad artística. Basta con poseer sensibilidad humana y dejar que en uno repercutan las angustias y alegrías del prójimo. Se comprende pues que el arte del siglo XIX haya sido tan popular: está hecho para la masa indiferenciada en la proporción en que no es arte, sino extracto de vida. Recuérdese que en todas las épocas que han tenido dos tipos diferentes de arte, uno para minorías y otro para la mayoría, este último fue siempre realista.

»Desde hace veinte años, los jóvenes más alerta de dos generaciones sucesivas —en París, en Berna, en Londres, Nueva York, Roma, Madrid— se han encontrado sorprendidos por el hecho ineluctable de que el arte tradicional no les interesaba; más aún les repugnaba. Con estos jóvenes cabe hacer una de dos cosas: o fusilarlos o esforzarse en comprenderlos.»

José Ortega y Gasset, «La deshumanización del arte, I»,

El Sol,
I-X-1924, pág. 10.

«RHODINE.
Jaquecas, neuralgias, reumatismos, influenzas. Adoptada por el cuerpo medical de Francia. Tubos de 20 comprimidos de 50 centigramos.»

El Sol,
I-X-1924, pág. 10

Conoció a la Chari en el tren. Él regresaba a Madrid para hacer los últimos exámenes, y ella subió en Ateca acompañada de su madre. Le dieron los buenos días; él las ayudó a colocar las maletas en el portaequipajes y se sentaron frente a frente. Santos las contempló con disimulo, sobre todo a la madre; la hija era de su tiempo, y no era fea ni mucho menos; tenía una piel blanquísima y unos ojos ver des muy claros, casi transparentes. La observó sin reparos mientras ella miraba por la ventanilla. A su rara belleza contribuía un no sabía qué en su figura, o en la inclinación de sus hombros, o en la postura de sus brazos, que le daba un aire misterioso y enigmático. Inventó, como era su costumbre en los viajes, varios destinos y desdichadas historias para aquellas mujeres mientras intentaba que no le sorprendieran en plena contemplación. No bien notaba que sus ojos abandonaban el paisaje para fijarse en él, Santos movía rápidamente sus pupilas hacia un punto indeterminado. Así transcurrió una hora, hasta que la hija, cansada del juego, se puso en pie, de puntillas, y alcanzó su bolsa de viaje de la redecilla portaequipajes. Santos pensó que se marchaba, pero lo que hizo fue sacar un libro que dejó sobre el asiento mientras volvía a colocar la maletita. Santos leyó la cubierta con claridad: el libro se titulaba
La Gloria
y su autor era Patricio Cordero.

—¿Se encuentra bien, señorito? —le preguntó la madre, a quien le pareció que su compañero de viaje zozobraba. Santos recuperó la compostura y contestó que le había sorprendido ver el libro que estaba leyendo su hija.

—¿No estará prohibido? —quiso saber asustada la madre.

—No, no señora; no lo digo por eso; lo digo por el autor. Me ha sorprendido mucho. Él y yo fuimos amigos hace algún tiempo, y no había vuelto a saber nada de él hasta que he visto la novela de la señorita. ¿Me permite?

La muchachita blanca y frágil le tendió el libro y empezó a interrogarle con viva emoción:

—¿Conoce usted a Patricio Cordero? ¡Cuénteme, cuénteme, por favor, todo lo que sepa de él! El libro me está encantando, de verdad. Yo no soy muy aficionada a leer, ¿sabe usted?, siempre me ha aburrido mucho; pero este libro es diferente; lo estoy leyendo porque me lo ha regalado una amiga mía de Burgos, que lo leyó, le encantó y me lo mandó. Es tan, no sé…, tan emocional, tan real, tan la vida misma, que algunas veces me hace llorar. ¿Conque amigo de Patricio Cordero? ¡Qué casualidad! Por favor, cuénteme cómo es.

Santos se vio en la tesitura de tener que describir a Patricio. Ella quería saberlo todo de él: qué le gustaba hacer, qué era lo que más detestaba en el ser humano, sus creencias religiosas, cuál era su cualidad favorita en los hombres, con qué personaje histórico le gustaría celebrar una cena íntima, cuál era la virtud que más apreciaba en la mujer de hoy, cuál era el pecado que mejor perdonaba y con cuál era más intransigente, cuál era la comida que más le gustaba y cuál el estado actual de su espíritu.

—Como les digo, hace algún tiempo que no sé nada de él. Estudiamos juntos y luego la vida, que da muchas vueltas, nos llevó por caminos diferentes. La gente cambia una barbaridad, y yo no sabría ahora mismo contestar a todo eso que usted me pregunta, señorita.

La madre terció:

—Claro, hija; no molestes al señorito. Ya te ha dicho que se conocieron hace muchos años.

La niña recuperó la compostura inicial, bajó la vista y se acomodó en su asiento. En ese momento se hizo más evidente su extraña inclinación de los hombros. Para que la muchacha no pensara que él se sentía molesto, Santos les contó que iba a Madrid a examinarse y que, si Dios quería, ese mismo verano sería ya un señor abogado.

—Pues nosotras vamos porque aquí mi hija está muy delicada. Le dan desmayos y toses, y nos ha dicho el señor médico que se tiene que visitar del especialista porque debe de ser una ficción respiratoria.

—Mamá, se dice afección.

—¡Ay, hija, qué más dará ficción que fección! Y ya que venimos, a ver si le miran también unos golondrinos que se le han reproducido.

Santos sonrió. Emplearon buena parte de la mañana en hablar de enfermedades y achaques, y cuando llegó la hora de comer, la madre abrió una bolsa, sacó unas tarteras de aluminio con tortilla de patatas, un poco de queso, pan y unos chorizos en aceite. Por su parte, Santos echó mano al cuarto de hogaza con tortilla a la francesa y jamón serrano que su madre le había preparado.

—¿Gusta? —le preguntó la madre tendiéndole un chorizo. Santos aceptó y les ofreció unos trozos de su jamón.

—Nosotros criamos cerdos, y este jamón es de primera —les aseguró. Ellas se lo comieron encantadas y le dieron la razón. Estaba rico, sí. Conversando, conversando, dieron buena cuenta de la pitanza y, al cabo de la misma, descabezaron un sueñecito del que despertaron cuando la máquina estaba entrando prácticamente en la Estación del Norte. Hicieron los comentarios de rigor sobre lo corto que les había resultado a los tres el trayecto y se presentaron al final, en el andén, como siempre sucede en los viajes. La madre se llamaba Prudencia y la hija Rosario, pero todo el mundo la llamaba Chari. Se despidieron muy educadamente, convencidos de que no iban a volverse a ver nunca más; y hubieran celebrado la ocurrencia si alguien les hubiera dicho, cuando se dieron la mano en el andén de la Estación del Norte, que Santos y la Chari acabarían siendo marido y mujer.

«Apenas puesto a la venta el número almanaque de la novela de hoy, se han agotado los primeros 100.000 ejemplares. Era de esperar, teniendo en cuenta que el gran novelista Patricio Cordero Pereda ha escrito otra novela llena de belleza, interés, emoción y poesía, que se titula
LA GLORIA.»

Mujer de Hoy
(septiembre, 1926), pág. 23.

En Madrid permanecía siempre el tiempo indispensable. En las cuatro o cinco ocasiones en que había tenido que regresar por diferentes razones desde la lejana muerte de Babenberg, había realizado escrupulosamente sus gestiones y había regresado sin dar siquiera un paseo sentimental por la ciudad. Lo mismo sucedió entonces: remató por fin los últimos exámenes y regresó dos días después a Fuentelmonge. En el tren de vuelta se encontró de nuevo con la Chari y la señora Prudencia, que le preguntaron amablemente cómo le habían salido las pruebas.

—He salido contento —se limitó a contestar Santos, que no quería echar las campanas al vuelo, e inmediatamente se interesó por las dolencias de la niña.

—Para los golondrinos nos ha mandado un preparado. Del pecho, con perdón, no sabemos nada. Le ha mandado reposo y buena alimentación. Ya veremos —respondió doña Prudencia con gesto preocupado—. Le han puesto un tratamiento intensivo, y tenemos que volver el mes que viene.

El viaje de vuelta fue más silencioso que el de ida. Santos, pensando en sus exámenes; doña Prudencia, en los pulmones de la niña; y la Chari, enfrascada en
La Gloria
de Patricio Cordero. Sólo cuando se le fatigó la vista, cerró el libro y disertó sobre el autor:

—Este hombre conoce muy bien a las mujeres. La protagonista es tan real que sufro como si me estuviera pasando a mí lo que le sucede a ella. Por las frases que escribe, Patricio Cordero debe de ser un hombre inteligentísimo. Si no fuera porque usted le conoce, yo pensaría que es una mujer. ¿Por qué se separaron ustedes?

La señora Prudencia atajó la curiosidad de su hija:

—No le haga usted caso, que es una preguntona.

Pero Santos dijo que no le molestaba contestar y respondió que Patricio había tenido siempre una única obsesión, que era publicar una novela, y que algunas veces había pasado por encima de amigos y moral con tal de conseguirlo. Santos no decía que no hubiera que tener ideales en la vida, pero una cosa eran los ideales y otra cosa muy distinta las obsesiones, que nos obligan muchas veces a traicionar nuestros ideales.

—¿Le traicionó a usted?

—Sí —repuso Santos secamente. Y como las mujeres esperaban una respuesta más detallada, Santos hizo un esfuerzo de memoria o de imaginación, no estaba muy seguro, y amplió. Cuando las cosas le iban mal, Patricio se acordaba de todos los amigos, les visitaba, les escribía, paseaba con ellos y les lloraba. Pero en cuanto las cosas le iban bien, se olvidaba de todos. Pero Santos no quería que ellas pensaran que él guardaba rencor a Patricio. Ni mucho menos. Habían sido amigos y ahora ya no lo eran. La vida era así: todo pasaba, pero no había mal que durara cien años; así que, ahí se las dieran todas; cada uno por su lado y se acabó lo que se daba.

—Mira tu hermano —intervino doña Prudencia—. Era uña y carne con el Jeronimín, el de los Bonillas; y ahora, fíjate tú, qué lástima: desde lo que pasó en el baile, se ven por la calle y no se saludan.

Con este intercambio de experiencias y una cena frugal, que compartieron, el tren llegó a Ateca, donde se quedaban las mujeres. Antes de apearse, sin embargo, le ofrecieron amablemente su casa por si algún día se decidía a visitarlas. Esta vez sí estuvieron los tres convencidos de que era la última que iban a verse. Y todavía, si alguien les hubiera insinuado algo sobre un posible matrimonio entre Santos y la Chari, le hubieran tomado por modorro y se hubieran echado a reír. De hecho, cuando se quedó solo en el compartimento, a Santos ni se le pasó por la cabeza que le fuera a suceder lo que a partir de entonces le ocurrió, y fue que la imagen de la Chari se le apareció de improviso en esos momentos en los que la mente de un hombre se queda en blanco y sin defensas: al agacharse para coger un lápiz caído, al retirar el puño de la camisa para mirar la hora en el reloj de pulsera, al intentar recordar una fecha, al hacer una suma o al sacudirse meticulosamente por la noche, después de orinar. Y un buen día, después de que le comunicaran la superación de los exámenes, hecho ya, por lo tanto, todo un señor abogado, decidió pasarse por Ateca a visitarla. La Chari se alegró de verle mucho menos de lo que él esperaba. Doña Prudencia, en cambio, sí le recibió con júbilo y corrió a presentarle al marido y a los hijos, una hembra y tres varones, a muchos de los cuales conocía de haberlos visto en las fiestas de los pueblos. Le trataron con tanta hospitalidad y tanto insistieron en que se quedara, que almorzó con ellos, tomó café, y hasta se le echó encima la hora de merendar. Caída ya la tarde, al despedirse de la Chari en un frugal momento en que los dejaron solos a propósito, se oyó prometerle que volvería la semana siguiente.

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