Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
«No, por favor», me suplicó aterrada una mujer. Era rubia y delicada. Su cabello brillaba más que el oro bruñido a pleno sol. Sus cejas se arqueaban prodigiosamente, como dos ballestas, protegiendo sus ojos moros. Sus labios rojos como claveles tempranos acentuaban la palidez de lirio que tenía su piel.
Tras la lectura de aquel párrafo, Patricio presentó algunos síntomas de asfixia y salió al balcón. El aire frío le alivió. Todo estaba en silencio. Una brisa racheada movía con cierta majestuosidad las copas de los sauces. Con un cigarrillo levemente desmayado entre los labios y los ojos guiñados para evitar que el humo entrara en ellos, se agarró con las dos manos a la baranda del balcón. Bajo él, dormida, la plaza de Santa Ana. Se preguntó si los rasgos de su protagonista femenina, extraídos a partes iguales de un soneto gongorino y de la cara de María Catarata, y que por separado respetaban el canon de belleza, resultarían monstruosos fundidos en el mismo rostro. ¿Era horrible o muy erótico que unas cejas se arquearan prodigiosamente? ¿No era absurdo compararlas con ballestas? ¿Qué sensación le produciría a él una rubia de ojos negros? Tenía además otras preguntas relacionadas con el aspecto físico de sus personajes: ¿podía una mujer de nariz respingona tener dibujado el deseo en la comisura de los labios? Si adjudicaba a una joven frente amplia y largo cuello de cisne, ¿estaba creando un monstruo como el del doctor Frankenstein o una criatura de sublime belleza? ¿Eran compatibles los pómulos prominentes con los graciosos hoyetes en la barbilla? Definitivamente no tenía imaginación espacial; era incapaz de imaginar unos ojos almendrados, como solían ser los ojos en las novelas; no sabía cómo era un rostro de trazos finos o una mirada inteligente o una boca sensual. Buscó por la habitación su ejemplar de
El sabor de la tierruca
, escrito por el tío José María a los cincuenta años, y leyó:
«El personaje que estaba enfrente de él en la mesa era un mocetón hercúleo, de mucha y enmarañada greña, y sobre ella, tirado de cualquier modo, un sombrero negro de anchas alas. Estaba despechugado y dejaba ver un cuello robusto, unido al abovedado pecho por un istmo de pelos cerdosos, entre músculos como cables. No era fea su cara, pero tampoco atractiva, aunque risueña. Pecaba algo de sucia, y no eran sus ojos garzos todo lo grandes ni todo lo pulcros que fuera de desear.
Garzos. Ojos garzos. ¿Había empleado o emplearía alguna vez el adjetivo garzo? ¡Por Dios, si ni siquiera sabía lo que significaba! Él era un negado para la descripción de rasgos físicos, de maravillas naturales y paisajes en general. A él sólo se le ocurrían aventuras y enredos, historias trágicas y anécdotas divertidas, pero era incapaz de describir, por ejemplo, la majestuosa belleza de la basílica de Nuestra Señora de Montserrat o la sobrecogedora estampa de la montaña santanderina, algo en lo que su tío había sido un maestro reconocido. No sabía presentar a sus personajes con cuatro trazos magistrales, como solían hacer los maestros. ¿Y qué decir de los ambientes? En su novela los personajes entraban en los casinos o en las casas o en las catedrales, pero él jamás hacía una sola referencia a la intensidad de la luz ni a los olores. Lo veía venir: la novela
Los Beatles,
de Patricio Cordero, carece absolutamente de sensualidad, descripciones y matices expresivos. Se sumergió de nuevo en la novela de su tío, a quien estaba necesitando en esos momentos más que nunca.
«La cajiga aquella era un soberbio ejemplar de su especie: grueso, duro y sano como una peña el tronco, de retorcida veta, como la filástica de un cable: las ramas, horizontales, rígidas y potentes, con abundantes y entretejidos ramos; bien picadas y casi negras las espesas hojas; luego, otras ramas y más arriba, otras, y cuanto más altas, más cortas, hasta concluir en débil horquilla, que era la clave de aquella rumorosa y oscilante bóveda. Ordinariamente la cajiga (roble) es el personaje bravio de la selva montañesa, indómito y desaliñado».
Bravío, selva montañesa, indómito. Jamás podría escribir de ese modo que tanto admiraba. Pero ¿tenía un buen novelista que saber describir cualquier tipo de árbol? No pudo contestarse porque llamaron a la puerta. Mi tío, pensó. Entreabrió, y el rostro de Santos apareció frente a él.
—¿Qué quieres? —preguntó con la puerta entornada y su cuerpo impidiéndole la entrada.
—Hablar.
—¿Hablar? Vuestras acciones ya han hablado por sí solas —contestó Patricio e hizo ademán de cerrar la puerta. Santos lo impidió:
—Déjame pasar, por favor.
Silencio. Patricio se dio media vuelta y permitió que Santos entrara.
—¿Qué quieres? —volvió a preguntarle, encendiendo un cigarrillo.
—Explicarte.
—Yo no te he pedido explicaciones.
—Ya lo sé; pero yo quiero dártelas.
Otro silencio. Hubiera jurado Santos que Patricio se relajaba.
—Siéntate —le invitó Pátric; aunque la invitación pareció una orden.
—Prefiero quedarme de pie —declinó Santos vigilante, atento y dispuesto a no ceder un palmo de terreno. Sacó tabaco y ofreció.
—No, gracias. Estoy fumando.
Santos enrojeció; la equivocación había delatado su turbación y nerviosismo. Patricio se rió para sus adentros.
—No te rías para tus adentros. Claro que estoy turbado y nervioso. ¿Cómo quieres que esté? Tú eres mi mejor amigo…, o por lo menos lo has sido, lo único que tengo en Madrid, y estamos a punto de romper, si no hemos roto ya.
Santos se escuchó, y estas palabras le dieron aplomo para seguir:
—Cuando vine a Madrid yo era un palurdo que no sabía nada de nada, excepto de cerdos. Todo lo que sé ahora sobre la capital, todo lo capitalista y ciudadano que soy lo he aprendido de ti. Yo siempre te he admirado, Patricio. Para mí tú siempre has estado por encima de la mayoría de la gente; tú has sido siempre un modelo, una persona superior. Y eso no me pasaba sólo a mí. Mi primo Marcelino te adora, y tú lo sabes; cuando hemos conocido a alguien, ese alguien siempre se ha quedado impresionado con tu inteligencia, con tu facilidad de palabra, con tu ingenio y con tu gran cultura; ese alguien, quienquiera que fuese, ni siquiera se daba cuenta de que yo iba contigo; las personas que hemos conocido juntos nunca se acordaban de mí al día siguiente. Con las mujeres, tres cuartos de lo mismo. Ellas sólo tenían ojos para ti. Pero yo, te lo juro por mis muertos, nunca te he tenido envidia malsana; siempre me ha parecido justo que yo, que soy un ignorante, pase inadvertido a tu lado. Siempre he estado orgulloso de ti y orgulloso de que quisieras ser amigo de un paleto como yo. Este último año ha sido muy raro; hemos conocido a personas nuevas, y nuestra vida ha cambiado: Martini, Babenberg, María Luisa, la expulsión… Muchas cosas para un solo año. Me da vergüenza confesar esto, pero te lo voy a decir porque me he obligado a ser sincero hasta el final: a raíz de que Martini empezara a venir con nosotros, tú comenzaste a tratarme de un modo diferente; te burlabas más de mí; y me parece que hasta te avergonzabas un poco. Además, si recuerdas, desde que Martini entró en nuestras vidas, tú y yo no hemos vuelto a salir por ahí, solos, como hacíamos antes. De todas formas, esto no me molestó mucho, sobre todo porque Martini me parece un tipo fenomenal. Aunque he echado de menos nuestras borracheras particulares, me he divertido un montón cuando hemos ido los tres juntos por ahí haciendo el burro. Han sido otras cosas las que me han dolido de ti, si me permites que te las diga. Mira: aunque no te lo creas, yo he puesto en tu novela más ilusión y más esperanzas de lo que te imaginas. Cuando la terminaste yo fui el primero en alegrarme; no sabes lo orgulloso que me sentí de ti; por fin tenía un amigo novelista. Empezaste a cambiar según te fueron negando prólogos; se te notaba cada vez más resentido y amargado. ¡Y con razón! Empezamos a hacer el gamberro y a reventar tertulias. Cada vez que te negaban un prólogo te entraban más ganas de hacer el bestia. Tú no lo hacías de puro gamberro como Martini o para mondarte de risa como yo; tú lo hacías porque no te publicaban la novela. Si te hubieras visto… No pensabas en otra cosa que no fuera tu persona o tu novela; estabas obsesionado; el mundo entero desapareció para ti. Perdona que te lo diga, pero te convertiste en un cerdo: todo el día con la cabeza baja, atento sólo a tu comida y a tu propia mierda, incapaz de mirar hacia arriba. Cuando te dije que habían forzado a María Catarata, tú ni siquiera me oíste y te limitaste a decirme una burrada que me sacó de mis casillas. Imagínate: venía del hospital, de ver a María Catarata, que estaba la pobre inconsciente y con toda la cara inflamada, y a ti no se te ocurre otra cosa que recomendarme que me la folle. Pero, bueno, lo que más me jorobó no fue esto, sino que después de haber sido tú el que más ganas tenía de reventar la tertulia de Ortega, resulta que me entero por terceros de que llevas semanas y semanas acudiendo como un traidor a su casa. Reconozco que no lo pensé dos veces: me pareció tan injusto, tan egoísta por tu parte, que no me paré a meditar en las consecuencias que tendría meter un cerdo en la tertulia. Hice exactamente lo que tú mismo hubieras hecho hace dos o tres meses. Luego he estado pensando que a lo mejor me dejé llevar por el ímpetu inicial y que a lo peor te había jorobado la publicación. Vengo a pedir que me perdones. Te he explicado todo lo que ha pasado por mi cabeza. He sido sincero y ahora sólo quiero que hagamos las paces y que todo vuelva a ser como antes. Para mí sigues siendo lo único que tengo en Madrid.
Tras el parlamento de Santos, el más largo que Patricio le había oído desde que le conocía, hubo un largo silencio. Santos esperaba que Pátric le diera un abrazo, pero no lo hizo.
—¿Y Martini? —preguntó.
—Martini se ha marchado del hotel.
—¿O sea que él no participó en lo del cerdo?
—Lo del cerdo fue cosa mía.
—¿Y no te dejas nada en el tintero? ¿Algo que también te atormente, y que no hayas mencionado? —quiso saber el astuto Pátric.
—No creo. Si hay algo, será poco importante.
—Santos: tú siempre has sido un tipo noble, sano y limpio. Desde que te conozco, me he sentido fascinado por tu bondad natural, por tu sencillez, por ese modo tan fácil que tienes de entender el mundo y esa capacidad tuya, tan rara, de tomar como propias las empresas de otros, de alegrarte con los éxitos ajenos. Estas virtudes son para mí más importantes que escribir bien o haber leído muchos libros. Precisamente porque eres así, porque te fijas en los demás, sabes mejor que nadie cuánto he trabajado en
Los Beatles;
sabes que he puesto en esa novela los mejores años de mi vida. ¡Claro que me fui amargando según me negaban los prólogos! ¿Qué querías que hiciese? ¿Que diera saltos de alegría? La única satisfacción que puede tener un novelista es que le publiquen lo que ha estado escribiendo durante cuatro años. Por eso sentí una simpatía vertiginosa hacia Babenberg y María Luisa; porque después de cien negativas ellos fueron los únicos que se preocuparon por mi novela. ¿Cómo hubieras reaccionado tú si hubieras escrito una novela y María Luisa te propusiera conocer a Ortega y te asegurara prácticamente que el incansable luchador te iba a escribir un prólogo? ¿Te hubieras negado sólo porque hubieses cometido unas cuantas gamberradas juveniles? En absoluto. Tú no lo hubieras hecho. Nadie lo hubiese hecho. Por lo tanto, no me lo exijas a mí. Nos hemos divertido mucho los tres juntos; hemos salido, hemos bebido y, como tú dices, hemos hecho mucho el burro; Martini nos confesó que le había cortado la polla a su padre; tú nos contaste la historia de tu tía, y un día hablamos de reventar la tertulia de Ortega. Y seguramente lo hubiéramos hecho de no haber cambiado las circunstancias. El caso es que surgió la posibilidad de publicar si yo asistía a esa misma tertulia, y no lo pensé dos veces: asistí. Sólo los imbéciles son incapaces de cambiar y de olvidar las niñerías cuando suena la hora. No estamos hablando de grandes principios, sino de gamberradas infantiles. ¿Qué se me puede reprochar? ¿Que no os dijera nada? Pensé que era mejor no hacerlo, esperar a tener el prólogo o a tener publicado el libro y mostraros los resultados. Pero vosotros, bueno, tú, mejor dicho, contagiado por Martini, has hecho algo impropio de ti, un acto vil y mezquino, una putada rastrera y sucia, que además me ha jodido bien jodido. Te lo hubieras propuesto o no, has conseguido que Ortega no me prologue.
Santos sintió ganas de llorar.
—Entonces ¿no se publica? —logró preguntar venciendo la presión que sentía en la garganta.
—Publicarse, sí; pero en Lisboa, en una editorial que se llama Paul Ollendorff. Como comprenderás, no es lo mismo.
—Te pido perdón —suplicó Santos compungido—. Y te pido que seamos amigos otra vez.
Tardó Pátric en aceptar la mano de Santos, pero finalmente la estrechó e incluso llegó a fundirse con él en un abrazo viril. Bajaron al bar del Victoria a tomarse juntos un scotch después de tanto tiempo. Lo pidieron, se acodaron en la barra y se quedaron en blanco, sin saber qué decirse. Y como el silencio, según se prolongaba, resultaba más y más incómodo, Pátric volvió a interesarse por Martini. Santos le contó lo de los anarquistas, y su decisión de abandonar el Victoria para irse a vivir con ellos.
—Martini es carne de cañón —sentenció Pátric y, tras la frase lapidaria, volvió a apoderarse de ellos aquel insoportable y estruendoso mutismo. Santos se aclaró la voz antes de preguntar cómo le iba con María Luisa. Aunque no se había atrevido a precisar el momento exacto en que iba a producirse, Patricio esperaba esta pregunta, de modo que lo tenía todo preparado.
—No me va de ninguna manera porque no hay nada que tenga que ir de modo alguno —trabalenguó Patricio. Santos bebió un sorbito y diez segundos después le preguntó, no por nada, si él la quería.
—No más que a una hermana —repuso Patricio sosteniendo su mirada. Y con el toro por los cuernos, atacó—: ¿Qué me dices tú? ¿Estás tú enamorado de María Luisa?
Santos pudo aparentar tranquilidad, gracias a que tenía un vaso a mano, del que bebió largamente antes de contestar:
—Yo no. ¿Por qué?
«EN LA RECEPCIÓN DE LOS CUEVAS DE VERA,
MARÍA LUISA ELBOSCH, BARONESA DE BABENBERG,
DESMIENTE LOS RUMORES SOBRE SU CRISIS MATRIMONIAL
Y CONFIRMA QUE CELEBRARÁ COMO TODOS LOS AÑOS
LA FIESTA DE LA PRIMAVERA.
»Con motivo de sus bodas de plata, el matrimonio Cuevas de Vera ofreció una recepción en su residencia madrileña, a la que acudió, además de destacadas personalidades de las finanzas y de la alta sociedad española, nuestro presidente del gobierno, el general Primo de Rivera, quien, con la llaneza y cordialidad que le caracterizan, tuvo palabras ingeniosas para todos los presentes. Le acompañaba en esta ocasión su hijo José Antonio, un joven serio, elegante y bien parecido con quien sostuvimos una breve entrevista. El joven José Antonio se autodefine como una persona espontánea y con bastante sentido del humor. Nos aseguró que en su vida la familia y los amigos tienen un gran valor. Para él, la madurez consiste, según nos dijo, en sentirse bien consigo mismo y con los demás. Licenciado en Abogacía, don José Antonio, que acaba de llegar de los Estados Unidos de América del Norte, se declaró muy interesado por los problemas de España. Para terminar, le hicimos la siguiente pregunta: