Fabulosas narraciones por historias (18 page)

—Ana Ozores es una metáfora femenina de los avances técnicos que no encuentran salida en la sociedad española del momento actual; Ana encarna las ansias de cambio, de progreso económico, de europeización cultural y de secularización social. Ana Ozores nunca está contenta con ella misma, como España, como la clase trabajadora; ella tiene un ansia inconcreta que nadie ha sabido canalizar (su anciano marido representa los modos de producción feudales, impotentes, que no pueden satisfacer las necesidades de una España moderna y joven, llena de vida como Ana Ozores). La Iglesia, representada claramente por Fermín de Pas (esto nadie me lo puede negar), intenta mantener silenciosa esa fuerza revolucionaria que está naciendo en Ana, en España. En vista de que eso es imposible, intenta canalizarla para su propio interés, como siempre ha hecho la Iglesia; mienta transformar la energía revolucionaria en energía religiosa, lo cual no es muy difícil. Pero hete aquí que aparece Mesía, que rima con su clase, la burguesía. Él sabe perfectamente cómo seducir a Ana, a España. Las muy tontas se dejan engañar. La burguesía acaba históricamente con la aristocracia cuando Mesía mata al marido de Ana. Mesía, la burguesía, y esto es una profecía, no tiene ningún inconveniente en abandonar a su presa cuando ha extraído de ella lo que quería. Alas exhorta a la clase trabajadora mediante esta tragedia a que se cuide de sus explotadores.

—¿Qué le parece, don Nica?

—Formidable.

—Julito es mi lector microscópico; y no le llamo así porque sea diminuto precisamente ni porque tenga esos lentes de aumento, sino porque ve la verdadera composición de las obras de arte. Le llevo siempre conmigo para que lea las novelas antes que yo, para que vea si están infectadas. Si a través de mi lector microscópico veo que la novela puede hacerme mal o, lo que es peor, puede aburrirme, no la leo.

Todos los tertulios celebraron la ocurrencia de Ramón. ¡Qué ingenio que tenía el tío!

—Y ahora, Manolo Abril, nuestro lechero de la literatura, nuestro soldado de la cultura, nuestro reportero de la sensibilidad, danos el parte de guerra de la situación cultural en España. ¿Cuáles son las novedades esta semana?

—Lo más destacado esta semana, don Ramón, es la elogiosa crítica que ha aparecido en
El Sol
a su libro
El secreto del Acueducto.
Va firmada por Ballestero de Martos.

—Seguro que esa crítica se le ha ocurrido a Pepe —dijo Ramón riéndose—. ¿Y qué dice, qué dice?

—Básicamente, compara su libro con la obra de Marcelo Proust. Alaba la desarticulación de su prosa, la ausencia de argumento y la creación de personajes planos, sin interioridad psicológica. Considera que usted es el único autor español valiente, que se atreve a prescindir de la acción como elemento principal de la novela. En sus obras no pasa nada, y esto es considerado un rasgo de modernidad, un rasgo fundacional. Usted huye del hombre débil y minusválido. Usted se dirige a una casta específica de hombre: el que no se interesa por la trama, sino por la obra de arte.

—Gracias, Manolo, eres la mesilla de noche del tertuliano. Ballestero de Martos me clava en esa crítica, y creo que la voy a dar un diez —dijo Ramón con mal disimulada satisfacción—. El realismo ha muerto con Galdós, afortunadamente, y ahora lo que la gente quiere leer es arte puro, poesía, alimento del alma, novela poética, humorismo y metáfora. Yo quise inaugurar una nueva manera de hacer novelas con mi
Doctor inverosímil,
demostrar que la novela no necesita continuidad argumental ni continuidad de acción, como escribió Guillermo de Torre en esa pestilente revista llamada
Cosmópolis.
Sólo Cipriano Rivas Cherif y Pepe entendieron lo que yo quería hacer. Señores: la trama no es un elemento necesario en la novela, lo diré una y otra vez; las tramas son para los débiles mentales, son las muletas del lector paralítico; las barandillas de la prosa verdadera. Yo digo: basta de tramas, basta de argumentos, basta de historias. Mis novelas son arte, arte puro, como los toros, a los que uno no va porque exista la posibilidad de que corneen al torero, sino a pesar de ella. Estoy harto de esas novelas que huelen a sangre, sudor y lágrimas. ¡Vivan las novelas desinfectadas!

—¡Vivan!

«[…] lo cual me llevó a escribir estas memorias, con otras palabras: en lo que a mí respecta tengo la total certeza de que había que clarificar unos tiempos que permanecen hoy día en el Reino de la Tiniebla. Había […] de todo en la Residencia de Estudiantes […]. A la Residencia se llegaba por un caminucho ascendente que en su varga alcanzaba lo más alto del cerro. El sendero se abría paso entre los álamos. En la cima, el viento agitaba sus copas con una violencia de novela gótica, sorprendente en un lugar que estaba a media hora de la Puerta del Sol. En la cumbre del cerro se levantaban silenciosos los famosos tres pabellones […]. Fui representante de residentes durante diez años. Guardo muchas anécdotas de aquel tiempo; unas divertidas; menos divertidas otras. En cierta ocasión tuve que acompañar a su llorado director, don José Jiménez Freud [sic], y al jefe de estudios, el no menos llorado pintor y poeta don José Moreno Villa […], nada menos que al cuartelillo de la Guardia Civil que había a escasos metros de la Residencia. "¡Qué estampa más subrealista [sic] ver a aquellos dos grandes poetas en un escenario tan prosaico como aquél!, me comentaría al día siguiente el malogrado poeta andaluz, el tan llorado Lorca. Era el cuartel de la Guardia Civil un viejo edificio […]. Fue el caso que habiéndose recibido en el cuartelillo una denuncia del párroco de la iglesia del Perpetuo Socorro, iglesia esta con una hermosa fachada neoplateresca que […]. Desde hacía varias semanas un gamberro se pasaba toda la misa de doce soltando sonoras ventosidades. Sospechando el comandante del cuartelillo que el susodicho desaprensivo tenía vinculanza con la Residencia, nos mandó llamar a mí, como representante de residentes, al director y al jefe de estudios. En lo que a mí respecta, fui acompañado de estas dos grandes personalidades del mundo de las bellas artes y las letras. El pobre sacerdote sabía, como todo Madrid, que por entonces estaba ocurriendo lo mismo en la Residencia. Sospechaban de la misma persona que de vez en cuando iba a Los Jerónimos y gritaba cierto sacrilegio (Me c… en D…) justo en el momento de alzar la oblata […]|. Al final le cogieron […]. Se llamaba Cirilo Otería, […] un muchacho […] con mala […] suerte.»

Gervasio López Paradero,
Caminos y puentes de ingeniero,

Cuenca, Caja de Ahorros Provincial, 1952, págs. 65 y ss.

Desde la esquina más oscura del café Pombo, Patricio y Martini, que sorprendentemente había insistido en acompañarle, le vieron llegar y ocupar su asiento en el centro de los tertulios. Dispuesto a hincarse de rodillas, Patricio se puso en pie.

—Espérame aquí —le pidió a Martini, temeroso de que al tuerto se le fuera la lengua, y se dirigió hacia la tertulia de Ramón. En ese momento el ingenioso escritor levantó la cabeza y vio aproximarse a un joven alto y fuerte que, con un paquete bajo el brazo, esquivaba las mesas, se ponía frente a él y le empezaba hablar:

—Don Ramón, siento molestarle, pero necesito que me haga un favor, un mero formalismo. Mi nombre es Patricio Cordero Pereda, y vengo de parte de don Carlos Hernando. He escrito una novela y resulta que, hace unos meses, cuando se la di a don Carlos para que me la publicara, me dijo que no podía hacerlo si usted no la prologaba. ¿Sería tan amable de escribirme unas líneas? Ni siquiera tiene que leer el manuscrito si no quiere.

La última frase incomodó a Ramón, que había escuchado sonriente el discurso de Patricio.

—¿Por quién me toma usted? ¿Cómo voy a prologar una novela sin leerla?

—Entiéndame, don Ramón; no quiero ofenderle, pero tampoco quiero darle trabajo.

—¡Trabajo, trabajo! El trabajo no me asusta, caballero. Yo soy el jornalero de la literatura, el pollino de las letras. Los jóvenes de ahora están poco acostumbrados al trabajo, ¿no le parece, don Nica?

—Muy poco acostumbrados, muy poco —concedió don Nicanor, moviendo la cabeza resignado.

Patricio, por su parte, creyó prudente guardar silencio y humillar la cabeza. Al principio, la táctica de muchacho virgen pareció funcionar.

—¡A ver! ¿Me muestra su novela?

Patricio le tendió el paquete y Ramón lo desenvolvió sin demasiado cuidado.

—Los Be. A. Tles —leyó Ramón.

—Los bítels —corrigió educadamente Patricio. Error. Se dio cuenta enseguida. Ramón levantó la cabeza y con gesto muy serio le advirtió:

—Leo y entiendo perfectamente la lengua de Shakespeare y, si no me equivoco, esta palabra no pertenece a su vocabulario.

Patricio lo reconoció.

—Entonces, ¿por qué he de pronunciarla como si perteneciera? ¿Me lo puede decir?

Pátric se resignó. Había novelas que provocaban una adhesión irracional desde el comienzo de su lectura, pero la suya parecía provocar un rechazo visceral incluso antes de la misma. ¿Qué cojones le pasaba a la gente con su título? ¿Por qué se sentían todos obligados a corregir su pronunciación? ¿Sería para demostrar que sabían hablar inglés? ¡Por Dios, que se olvidaran del título de la novela y que la leyeran! Eso era lo único que pedía.

—El título no es importante —concedió Pátric—. Yo lo puse con la intención de que se pronunciara bítels, pero no es importante.

—Si no es importante, ¿para qué lo pone? —preguntó Ramón severo; y añadió—: En la mayoría de las primeras novelas, el título es lo único importante.

Silencio.

Ramón hojeó con desgana el manuscrito, se detuvo aquí y allá, y en cada parada leyó fragmentos con las cejas arqueadas, el gesto displicente y resoplando sin pudor en señal de desaprobación. Repitió la operación cuatro o cinco veces.

—De qué va esto, si puede saberse? —preguntó por fin.

—Es la historia de un grupo de amigos que con el tiempo dejan de ser amigos.

—Se pelean.

—No, no se pelean. Simplemente dejan de ser amigos porque así es la vida. Cuando se hacen adultos, cada uno se va por su lado y entonces…

—¿Tú la leerías, Donaciano? —preguntó de improviso Ramón a uno de los tertuliantes, un hombre ya mayor que contemplaba la escena con una sonrisa beatífica.

—Ni pensarlo —repuso.

La cara de Patricio debió de ser un poema porque Ramón soltó una carcajada y aclaró:

—No se preocupe, amigo, no se preocupe por Donaciano; no es nada personal. Donaciano no lee: le da miedo. Dile por qué, Donaciano.

Con tono de infinita paciencia, como si hubiera repetido la misma contestación un millón de veces, Donaciano respondió:

—Porque los libros hacen lo que quieren con nosotros. La gente cree que lee lo que quiere y que opina lo que a su señora mente le da la real gana, pero no es así. Las novelas, las poesías, los periódicos, las revistas, todos los libros están llenos de trampas para obligarnos a sentir y a pensar lo que ellos quieren que sintamos y pensemos. Yo me quedo al margen.

Ramón se reía como un conejo mientras le escuchaba. Patricio sonreía y se sentía cada vez más relajado.

—En fin, en fin. Ahí tiene usted al fugitivo de las letras, al perseguido de la literatura —dijo Ramón, y sin solución de continuidad añadió—: Amigo, lo he decidido: no se la voy a prologar. Su novela me huele mal desde el mismo título. He leído algunos párrafos sueltos y no me gustan.

—Don Ramón, por favor… —suplicó Patricio.

—Jovencito, he dicho que no y es que no. No me sea usted la María Magdalena de los escritores jóvenes. Hágame el favor de mantener la dignidad.

—¡Qué gilipollas eres, Ramón Gómez de la Serna! ¡Mantener la dignidad! ¡Vamos a ver si la mantienes tú! —dijo en ese momento una voz a la espalda de Patricio. Y el ingenioso prosista no se hubiera asustado tanto, si no hubiera sentido en el paladar la baja temperatura que, lógicamente, tenía la automática de Martini.

«Distinguido amigo:

»He recibido su amable carta del 20 de julio. Celebro que mis recuerdos le sirvan de algo. Me alegra asimismo que Madrid atraviese ahora, como dice, un período de sana despreocupación y alegría, semejante al que yo viví entonces. Disfrútelo si es usted joven y no tiene familia, porque el próximo no llegará hasta dentro de sesenta años. Y hablando de jóvenes, dice usted que, viendo las fotografías que se conservan de nosotros, se sorprende de lo que digo sobre la juventud en aquellos años. Le confesaré que sus palabras me han hecho reír, sobre todo cuando se refiere a los alumnos de Pepe en esas instantáneas en que aparece dando clase en la universidad. Hoy he mirado detenidamente mis fotos, y tiene usted razón: Pepe ha pasado a la posteridad con cara de anciano, con aires de viejo perpetuo; es cierto que no se conserva ningún testimonio gráfico de su juventud. En cuanto a sus alumnos, es cierto también que todos aparentan estar muy cerca de los cuarenta. Aquellos jovencitos y jovencitas de dieciocho años que éramos nosotros entonces parecen viejos prematuros. Más los chicos, con su terno, su bombín y su bigote, que las chicas. Los hombres, en cuanto notaban pelillos bajo la nariz, se dejaban bigote.

»Créame pese a que las instantáneas demuestren lo contrario. Los años de mi juventud fueron como los de todo el mundo: frescos, alegres y despreocupados. Sí es cierto que había pocos jóvenes y que los cuatro que había tenían desde edad temprana ansias de edad provecta; pero creo que es precisamente esa escasez la que explica el rango metafísico que la juventud alcanzó entre nosotros. La juventud y todo lo que ella trae consigo de inexperiencia, frescura, ingenuidad y violencia se alzaron a la categoría de valores estéticos. ¿Me pregunta usted por la Residencia de Estudiantes? Pues bien, la Residencia era el templo de la juventud, la quintaesencia de lo que acabo de describir.

»La mayoría de las respuestas a sus preguntas sobre el funcionamiento interno de la Residencia la encontrará usted en cualquiera de los muchos libros que se han escrito sobre ella. Déjeme, sin embargo, decirle algo que no hallará en esas obras: sólo Ortega y cuatro más pensaban que la Residencia de Estudiantes era una institución esencial para el futuro de España. Para los madrileños adultos no era más que un colegio en el que, de vez en cuando, alguien daba una buena conferencia. La fama y aureola mítica de La Casa son producto del recuerdo y de los tiempos posteriores. El cerebro era su director, don Alberto Jiménez, hombre de gesto serio y adusto, pero de trato agradable aunque distante; un trabajador incansable e insomne que vivía exclusivamente para La Casa. Y si don Alberto era el cerebro de la Residencia, don José Moreno Villa era su alma, aunque sería más acertado decir que era su cuerpo, porque Moreno tenía una planta impresionante: era guapetón y distinguido, y había chicos que imitaban su forma de vestir y caminar. También había otros que le detestaban por las mismas razones. En la Residencia se podía encontrar todo tipo de gustos y todo tipo de gentes. ¿Sabía usted que el General Cirilo Otería, el famoso Cometripas, del que han contado todas esas atrocidades, se alojó en la Residencia y coincidió en ella durante unos años con su víctima más célebre, el General Cantero?

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