Fabulosas narraciones por historias (22 page)

La Libertad,
7-XII-1923, pág. 1.

«Si algo he pretendido con las páginas que siguen es descubrir la verdad oculta de un hombre […], don Miguel, el cual siempre fue de una sobriedad espartana que nos admiraba y nos irritaba a partes iguales. Siempre me he preguntado cómo podía mantener a su numerosa familia con el sueldo de catedrático. Se ha dicho que Unamuno era, sobre todo al final de su vida, un viejo avaro. No es cierto. Don Miguel tenía muchos defectos, pero ni la avaricia ni la codicia se contaban entre ellos. Tal vez se lo impedía su vanidad, quizá el mayor de sus pecados. Pero era una vanidad alegre, sincera, abierta, no como la vanidad vergonzante que tienen algunos, que de puro llevarla escondida termina por emperrarse y entonces se convierte en vanidad maligna. Don Miguel —he de decirlo— difícilmente admitía que se le llevara la contraria. Nunca se ha dicho esto, pero es verdad: Unamuno no sabía discutir, no le gustaba. Él era catedrático y estaba acostumbrado a que se le escuchara sin rechistar. No soportaba que nadie cuestionara sus palabras, que las pusiera en duda, que las tomara como un punto de vista más y no como verdad absoluta. No era que no tuviera sentido del humor —de eso le acusaban algunos—, sino simplemente que no le gustaba que cuestionasen su autoridad. Por supuesto, ni hablar de hacerle bromas. No soportaba las bromas; le irritaban hasta transformarle el carácter y reaccionaba con una agresividad sorprendente. Yo le vi con mis propios ojos abofetear en cierta ocasión a un tipo. Bien es cierto que la broma que le gastaron allí fue de muy mal gusto. Pero será mejor que relate el episodio. Sucedió en la Residencia de Estudiantes, donde Unamuno había ido a dar una conferencia sobre el carácter de la madre española. En aquel tiempo yo estaba instalado en Madrid, me había casado y acababa de nacer mi hija Clara. Me enteré de la conferencia por el periódico, y aunque ya entonces algunos bromistas empezaban a anunciar actos culturales que nunca se celebraban, decidí arriesgarme y fui a saludar a mi antiguo maestro, a quien hacía unas semanas que se le había muerto la madre, por cierto.

»La conferencia, todo hay que decirlo, fue aburridísima, letal. A Unamuno le traían al fresco todas esas teorías modernas sobre los límites de atención humana. Él jamás se había preocupado de ser ameno; de algún modo consideraba que su propia presencia despertaba ya la atención. Su charla duró hora y media, y al final la mayor parte de los asistentes estaba cabeceando porque Unamuno sería Unamuno, pero hora y media sobre la madre española también era hora y media sobre la madre española. Al final de la charla, se abrió un turno de preguntas, que despertó a los asistentes. ¿Usted qué piensa, don Miguel, de tal cosa? ¿Qué opina usted, don Miguel, de tal otra? Y así, todos; ya se sabe cómo son estas cosas. Todo transcurría por su cauce hasta que levantó la mano un muchacho, que tenía me acuerdo perfectamente un parche en el ojo, y le hizo, literalmente, esta pregunta:

»”Maestro, ¿es verdad eso que dicen de que su madre, q.e.p.d., sólo experimentaba placer cuando, después de hacer mucha fuerza, por fin conseguía expulsar el chorizo de caca entero, como una seda, sin que el esfínter lo cortara con una contracción refleja?".

»Yo creo que todos sentimos lo mismo: una especie de vahído, como si no nos cupiera en la cabeza que esto pudiera suceder. Don Miguel se levantó y se fue hacia él. Nadie le detuvo, no sé por qué; bueno, sí sé por qué: porque era don Miguel de Unamuno y a ver quién era el guapo que le cortaba el paso. Se dirigió hacia el tipo de la pregunta y le arreó un bofetón de aquí te espero. Acto seguido se marchó sin decir esta boca es mía. Rompió definitivamente con la Residencia.»

Eligió Herrador Simientes,
Unamuno de una vez,
Salamanca,

Junta de Comunidades de Castilla y León, 1987, págs. 32 y 148.

Un buen día Martini apareció en la entrada principal de la Residencia con un convertible rojo que despertó la admiración de todos los residentes; enseguida rodearon el auto y, siguiendo una costumbre muy española, lo contemplaron con las manos enlazadas en la espalda y las piernas ligeramente separadas. Santos y Patricio no daban crédito:

—¿Te has comprado un auto? —le preguntaron incrédulos.

—¿Cómo cojones me voy a comprar yo un auto? ¡Lo he robado para el fin de semana! Venga, dejad de hacer preguntas imbéciles, coged un par de calzoncillos, y al coche, que nos vamos de excursión.

Dicho y hecho. Entre risas y expresiones como «¡Este Martini está zumbado!» o «¡Tú no estás bien del aparato nervioso!», se montaron de un brinco, y Martini puso el convertible a toda velocidad dirección a Alicante. Por el camino cantaron, le preguntaron una y otra vez a Martini de dónde había sacado el auto, cantaron más y bebieron a morro de una botella de gaseosa. Se detuvieron en varias ocasiones para estirar las piernas, almorzar, y cuando se hizo demasiado oscuro para seguir conduciendo, decidieron hacer noche en la primera posada que tuviera luz. Se llamaba Venta Los Tomates y era una antigua cuadra aparejada con unos cuantos bancos para que sirviera de comedor. Pidieron al ventero que les sacara de cenar, y, aunque éste aseguró no tener mucho a esas horas, puso sobre la mesa jamones, lomos, restos de matanza, dijo, y un par de botellas de vino. En cuanto el paladar de Santos entró en contacto con el primer taquito de jamón serrano acompañado de un pan de miga blanca, crujiente y esponjoso, sintió la necesidad de filosofar:

—Los cerdos son unos bichos formidables. ¿Os dais cuenta de que convierten la mierda en manjares como éstos? A mí me gustan y me dan asco a la vez, no sé cómo explicarlo. ¿Habéis visto alguna vez una matanza? A ti te gustaría, Martini. Los cerdos chillan como si fueran personas.

Porcófobos y porcófagos. En esos dos grupos podían ser divididos todos los pueblos. Esto lo dijo Pátric, que aprovechó para dar una breve charla sobre el puerco y la civilización occidental. Santos, por su parte, había entornado los ojos porque el tocinillo del jamón le había trasladado a su infancia entre pocilgas. Con un hilo de voz trémula, evocó su niñez; llevó a los ojos de sus amigos el gran día, la mañana en la que le despertaban desde la corte los chillidos de los gorrinos que durante el año había visto nacer, cebarse y reproducirse. Se levantaba a toda prisa para verlos morir con el estómago vacío y el corazón lleno de pena. Su tío Manolo, su madre, su tía y sus hermanas cogían al cerdo de las manos, de los jamones, de las orejas y del rabo, y lo llevaban hasta un gran banco de madera, donde lo tumbaban sobre el lado derecho entre chillidos que se oían en todo el pueblo. Entonces su padre clavaba en la garganta del guarro media hoja de un enorme cuchillo que enseguida llevaba con un gran corte hacia las manos. Los gritos se apagaban poco a poco, y la sangre empezaba a brotar con fuerza y a caer densamente en un caldero que su abuela removía para que no se coagulase. Sus hermanas y él chamuscaban la piel y la limpiaban antes de que su padre lo abriera en canal y salieran humeantes los intestinos y las vísceras calientes. ¡Qué maravilla de animal! Parecía mentira que comiendo sobras cocidas con hojas de col, berza, harina y maíz pudiera dar semejantes chorizos, jamones tan hermosos y esos lomos de increíble finura. Aunque el cerdo ibérico carecía del porte imponente del toro de lidia, aunque Dios le hubiera dado una figura más cómica, era innegable que ambos animales tenían esa melancólica belleza de las criaturas que nacen para el sacrificio, vino a decir Santos con otras palabras menos pulidas. Eran los de la matanza días de hartazgo porque había que consumir cuanto antes el hígado, las tripas y demás partes perecederas. Santos podía ver a su familia, dijo todavía con los ojos entornados, comiendo con pan de hogaza la sangre frita y el hígado encebollado. En ese momento abrió los ojos y, como vio que sus amigos asentían y que, aprovechando que él no probaba bocado, daban a dos carrillos buena cuenta del cerdo, dejó de elogiarlo, se sirvió un buen vaso de vino y empezó a comer. No volvió a oírse una mosca hasta que las viandas no hubieron desaparecido de la mesa. El ventero se maravilló entre risotadas de la buena gana que tenían los señoritos y les convidó a un traguito de orujo para que hicieran bien la digestión.

—¿Tiene usted donde podamos pasar la noche? —se le ocurrió preguntar a Patricio.

—Camas mayormente no me quedan, pero si los señoritos siguen por esta carretera, se encontrarán con la venta del Emiliano, que seguro que tiene sitio. Hay un trecho, pero en auto se hace rápido —les indicó el ventero.

—¿No tendrá usted unas mantas y un par de botellas de este orujo? Con eso y con que nos deje dormir aquí, en el suelo, nos conformamos, ¿verdad? —propuso Pátric. A Santos y Martini no les disgustó la idea.

—¿Cómo van a dormir los señoritos en el suelo? Si acaso, duerman en la cuadra, que tener, no tiene plumas; pero sí una paja muy buena, y se duerme de mil amores.

Los chicos aceptaron: cogieron mantas y botellas, se acomodaron entre los fardos, hicieron circular la primera ronda de orujo y empezaron a hablar de mujeres. Patricio cometió la indiscreción de decir que a Santos le gustaban las viejas y de contar el episodio del Brotes de Olivo exagerando un poco todos los detalles, como novelista que era. Martini se rió tanto, que tuvo que sujetarse el parche para que no se le moviera de sitio. Santos también se rió con el cuento de Patricio y se defendió sin mucha convicción diciendo que no era que le gustaran las viejas, sino las maduras. La madurez estaba muy bien para las tertulias, dijo Pátric, pero no para la cama. ¡Joder!, exclamó Martini, lo que más asco le daba a él, más asco aún que las tertulias, eran los defectos de la piel, los pelos y las verrugas, sobre todo en las tetas, y las mujeres de cincuenta años debían de tener un montón. Santos, que en ese preciso instante estaba bebiendo a gollete, no pudo reprimir la risa, y el orujo salió de su boca como un surtidor. Las mujeres de cincuenta no son como pensáis, pudo decir finalmente. Cómo son, cómo son, le preguntaron; y entonces Santos recuperó la compostura, se puso serio y dijo que quería contarles algo. Patricio maldijo su suerte por no poderse echar un cigarrito, rodeado de paja como estaba. Se hizo un silencio. Santos no sabía por dónde empezar; se revolvió y por fin dijo que estaba enamorado de su tía Carmen. A Pátric casi le da un ataque. Pero ahí Santos no se rió, sino que, con una cierta vehemencia, les aseguró que había intentado reprimir sus deseos, controlarse y olvidarla; pero reconoció que estaba atrapado. Los deseos de follar con ella le atormentaban todas las noches; desde hacía varios meses no pensaba en otra mujer que no fuera su tía. ¿Lo sabe Marc?, le preguntó Pátric. No, y júrame que no se lo vas a decir nunca, le pidió Santos. Te lo juro. ¿Quién es Marc?, quiso saber Martini. El hijo de mi tía. Tu primo carnal. Sí y no, pero, bueno, eso es otra historia, repuso Santos, quitándose de encima la curiosidad de Martini. Patricio le recomendó que hablara sin tapujos con la tía Carmen; y entonces Santos contó lo que le había sucedido el día que decidió sincerarse con ella. Pátric y Martini escucharon tensos el relato hasta el momento en el que la tía Carmen sube grácilmente los peldaños de San Ginés.

—¿Y tú qué hiciste? —le preguntó Pátric, que no se resignaba a que la historia terminara en ese punto. Santos dudó un instante. ¡Había que joderse, coño! ¡Para una vez que era el centro de atención, resultaba que no tenía nada que contar! Decidió convertir en realidad lo que pensó hacer y no hizo, la fábula que imaginó aquella tarde, poco después, encerrado en su cuarto de la Residencia:

—Entré en la iglesia; me escondí detrás de la pila bautismal y empecé a mirarla, a ver lo que hacía. Me di cuenta de que quería confesarse. Estaba esperando un cura. A mí enseguida se me ocurrió la idea: aproveché el momento en que fue a encenderle una lamparilla a San Ginés para colarme en el confesionario como Dios. Saqué la estola y esperé. Estaba tan nervioso que pensé que me iba a dar algo. Al poco rato alguien llamó al ventanuco lateral.

—Tu tía —se anticipó Martini, totalmente metido en la historia.

—Exacto. Ave María Purísima, me dice, hace tanto tiempo que no confieso, y me acuso de los siguientes pecados: tal, tal, tal, tal, y de cometer actos impuros, me suelta. ¿Actos impuros, hija mía?, pregunto yo; ¿qué clase de actos impuros? Ten en cuenta, hija mía, que para que Dios te perdone, tienes que confesarlo todo con detalle. Noté que se quedaba así, un poco como diciendo, vaya cura más espabilado; pero enseguida empezó a hablar y a decir que todos sus actos impuros los cometía cuando se miraba al espejo desnuda; que empezaba a mirarse, a mirarse y a mirarse; a tocarse el pelo, a acariciarse el cuello, a sobarse el pecho; y que luego entrelazaba sus largos dedos entre el pelo de su coño. Pero eso no son actos muy impuros, le digo yo, para tirarle de la lengua. Al principio, me dice, me pasaba la yemas de los dedos; pero desde hace unos días, padre, he empezado a meterme plátanos.

Martini dio un largo trago de orujo y le pasó la botella a Pátric. Que continuara, le pidió; y Santos lo hizo, pero no antes de aclararse la garganta con un traguito.

—Le pregunté que si se imaginaba alguna historia mientras cometía todos esos pecados impuros, y ¿sabéis lo que me contestó la tía? Preparaos: que se avergonzaba, pero que como necesitaba expulsar todo el mal fuera de ella, no tenía más remedio que confesar que se imaginaba a cuatro patas haciendo el acto con su sobrino, el cual le estimulaba el ano con las yemas de los dedos de la mano derecha a la vez que intentaba abarcar sus dos enormes tetas con la mano izquierda. Ella movía las caderas de arriba abajo y la cabeza hacia los lados gritando fuera de sí, sintiendo dentro de ella el pene erecto del sobrino, que la cabalgaba como un caballo salvaje y le vaciaba toda su leche en el interior. Os podéis imaginar cómo estaba yo.

—¡Hostia! ¿Dijo eso? —se maravilló Martini.

—Como lo oyes —aseguró Santos.

—Pues entonces no sé a qué esperas para presentarte en su casa —le replicó Martini. Pero Santos no le oyó; miraba de reojo a Pátric, en cuyo rostro había creído percibir una sonrisa de suficiencia y escepticismo que le molestó.

—¿No te lo crees? —le preguntó ingenuamente; pero Pátric, que era un zorro, haciéndose el ofendido contestó que sí.

—¿Y sucedió algo más? —preguntó con las cejas arqueadas.

—Nada más: le absorbí los pecados y me la casqué.

—¿Cómo? ¿Qué hiciste con sus pecados? preguntó Patricio a punto de morirse.

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