Fabulosas narraciones por historias (42 page)

»—Hijo mío, déjalo, no tienes por qué seguir. Las viejas tardamos mucho en mojarnos —me explicó, pero no hice caso y hundí mi boca en lo más profundo de su ser. Tuve que emplearme a fondo, es cierto; buscar la humedad detrás de cada pliegue, mordisquear y adentrarme con mi lengua entre las esponjas, para vencer la inercia. Y poco a poco el flujo de la marea fue llenando todas las cavidades de un agua alegre y olorosa, como la que corre por las acequias vacías de mi pueblo cuando se abre la presa del canal. Aquel cuerpo sobado se desperezó entonces como si hubiera dormido de más. Eugenia me aseguró la cabeza sujetándomela por la nuca en el momento de soltar sus gemidos; nunca he oído a nadie gritar de ese modo ni agitarse como lo hizo ella. Aquí viene mi primera pregunta: ¿Cómo se corren las tías? ¿Qué sienten? Mi segunda pregunta es: ¿Cómo es posible que después de tantos años deseando hacer lo que hice me decepcionara de ese modo la experiencia?

«Capricornio. Lugo.

«OPINA EL DR. MOORE:

«Querido amigo Capricornio:

«Nunca he sentido un orgasmo femenino, pero puedo decirte sin temor a equivocarme que las mujeres lo sienten dentro de la vagina en forma de espiral hacia dentro, y que hay un momento en que les da la impresión de que la descarga ha entrado en el sistema circulatorio y que se expande por todo el cuerpo llegando hasta el capilar más recóndito. Sin embargo, no es así: el orgasmo se les propaga, digamos, de un modo más bestial, en forma de ondas sonoras, cuyo epicentro es el clítoris, donde sienten los latidos de placer como las explosiones de los fuegos artificiales.

»En cuanto a tu segunda pregunta, te diré que en tus largos años de masturbaciones sólo imaginaste el dulzor que, por analogía con las frutas, desprenden los cuerpos maduros. Y tenías razón, lo desprenden. Pero nunca reparaste en lo que de amargo, también por analogía con las frutas, pueden tener para un tacto joven su roce con una piel de más de cincuenta años. Intuyo que el curso de tu vida es una línea secante al plano de tu masturbación y que después de haber vivido ese fugaz y rarísimo punto de intersección entre ambos, resuelto en eyaculación asistida, digamos, pasarán siglos antes de que tu vida y tus fantasías vuelvan a coincidir. Alégrate: has vivido momentos que muy pocos mortales experimentan en su vida. Todas las experiencias son buenas. Te morías por acostarte con una mujer mayor y lo has conseguido. Quiero decirte también, amigo Capricornio, que no debes considerarte un héroe por haberla besado. Era lo menos que podías hacer después de su felación, que también debió de costarle lo suyo. Ten en cuenta que ingerir semen no es un plato muy apetecible; más bien es un trago amargo que deja muy mal sabor de boca. Ahora descansa en paz.»

«Historias»,
La Pasión,
33 (mayo de 1924), págs. 28-30.

Cuando abrió los ojos legañosos a eso de las seis de la tarde, Esperanza ya no estaba. Le había dejado un billete de veinticinco en el pecho y se había esfumado. Se incorporó trabajosamente, y le vino el ansia de vomitar. Tenía la boca pastosa, como la de un toro de lidia a media corrida, y el estómago encharcado. Le dolían por dentro los globos oculares, pero el timbre sordo que le perforaba de sien a sien no era la resaca, sino el teléfono ese, que sonaba por primera vez en la habitación y en su vida.

—¿Quién es? —preguntó a voz en grito, acercando demasiado la boca al aparato. Era María Catarata, muy recuperada, que llamaba para despedirse. Se marchaba a la Argentina para siempre. Santos logró con mucho esfuerzo articular a esas horas y con aquel terrible malestar palabras que transmitieran sentimientos.

—Por cierto, ¿qué ha sucedido? —quiso saber ella al final de la conversación. Y Santos por un momento pensó que le estaba preguntando por Esperanza, pero en un destello doloroso de lucidez comprendió que no era posible.

—Qué ha pasado con quién —balbuceó.

—¿Con quién va a ser? Con ese Babenberg. ¿Es que vos todavía no lo sabés? ¿No sabés que se ha matado?

Oyó la pregunta a lo lejos, sin consistencia y gaseosa; y notó que se solidificaba y que rebotaba en las seis paredes de la habitación y que entraba como metralla o como cálculos de riñón en su cabeza dolorida. Se dejó caer hacia atrás como muerto. Y durmió, durmió y durmió; y en sueños pudo ver al barón muerto, bocarriba; y esa imagen inmensa, que a duras penas podría contener un solo cerebro, ocupó violentamente su cabeza desalojando al instalarse en ella un volumen equivalente de recuerdos. Al despertar se sintió vacío y simultáneamente notó que le crecía un bulto en el esófago. Se avió con la esperanza de que su sueño hubiese modificado el curso de los acontecimientos.

Después de llamar insistentemente, pero con muy pocas esperanzas de que le abriera, a la habitación vacía de Pátric, bajó a todo correr las escaleras del Victoria y sin aliento se metió en un taxi, dispuesto a presentarse en el palacete de Santa Bárbara. Como el conductor era francés, acababa de llegar a Madrid y no se conocía bien la ciudad, dio alguna vuelta innecesaria antes de llegar a su destino. En la plaza de Santa Bárbara había una actividad inusual: decenas de autos se encontraban estacionados frente al palacete. Hacía unas horas que Santos había salido con Esperanza por esa puerta en la que ahora se agolpaban reporteros y curiosos a la espera de noticias. ¿Podía un hombre con todas sus cosas y todo su peso dejar de vivir de la noche a la mañana? ¿No sería, más bien, que habían transcurrido varios siglos desde aquella noche en que salió con la marquesa del palacete de Santa Bárbara? ¿Cómo, si no, se explicaba que no quedara frente a la fachada nada, ni rastro de las joyas, automóviles y perfumes? ¿Acaso aquella gravilla que ahora él pisaba tratando de llegar hasta la entrada le había recibido a él la noche anterior con augurios o con premoniciones?

Se abrió paso entre los cuerpos y alcanzó finalmente la puerta entre las protestas de los que aguardaban desde hacía horas. ¿Adónde vas, caradura?, le increpaban; llevamos aquí toda la mañana esperando. Apártense, apártense, soy amigo de la familia, gritaba Santos. Los dos forzudos que la noche anterior guardaban el acceso al piso superior cerraban esa mañana el paso al interior del palacete.

—Anoche estuve aquí. Soy amigo de la familia, déjenme pasar —les pidió Santos con gravedad e impaciencia.

Los forzudos se miraron, le pidieron el nombre, y uno de ellos desapareció, seguramente para anunciárselo a la baronesa. Pero quien apareció tras él no fue María Luisa, sino el maldito mayordomo, que volvió a mirarle con idéntico desprecio y que hizo una indicación casi imperceptible. Los forzudos se miraron otra vez, luego miraron a Santos, le cogieron y le alzaron sobre las cabezas de los reporteros. A la de una, a la de dos y a la de tres, gritó burlona la turba de periodistas. Y a la de tres, los forzudos le lanzaron al vacío entre la algarabía de la muchedumbre, que le gritaba llama a la baronesa y que te salve, amigo de la familia; llámala y que te salve. En el aire Santos se abandonó y pensó lo que piensa todo el mundo en circunstancias semejantes: que eso no podía estar sucediéndole a él.

Cuando abrió los ojos, vio el cielo y se asustó. Pero inmediatamente comprendió que estaba tumbado bocarriba.

—¿Se encuentra bien, amigo? —le interrogó una voz. Santos intentó incorporarse, pero desistió porque le dolían terriblemente los oídos, la nariz y la cabeza.

—¿Estoy muerto? —preguntó con entereza.

—Casi —contestó la voz sin rostro. Santos se interesó por lo que suele importar en estos casos: el lugar donde se encontraba y el suceso que le tenía postrado.

—¿Qué me ha ocurrido?

El rostro de la voz entró en su campo visual y le explicó que llevaba dos o tres minutos inconsciente. Había caído de bruces sobre el empedrado amortiguando la caída con la frente y las narices. Estaba tumbado bocarriba en un banco de piedra de la plaza de Santa Bárbara.

—¿Estoy deformado?

—Tendría que limpiarse la sangre para que pudiéramos comprobarlo. Déjeme que le ayude y que le invite a un café.

«SE DESPEÑA UN AUTO

»En el km 171 de la carretera comarcal de segunda que une los puntos de Guadalajara y la localidad de Horche, un auto Packard de ocho cilindros en línea, matrícula M-256, se encontró de frente a gran velocidad con una camioneta Mercedes Benz DKV, matrícula GU-9. A consecuencia de ello, el auto, conducido por el popular noble austriaco Leopold Klaus Babenberg, se despeñó por la ladera del monte conocido como Alto del Barbero, muriendo su conductor en el acto y resultando milagrosamente ileso el conductor de la furgoneta, el paisano Javier Azpeitia. Dada la celebridad del accidentado, trataremos de ampliar esta noticia en números sucesivos.»

El Sol,
23-V-1924, pág. 5

—Anoche estuve en el café de los Babenberg tomando unas instantáneas para
Mujer de Hoy,
y me quedé con su cara. Le he reconocido inmediatamente. Usted estaba en la fiesta, ¿sí? —le preguntó el reportero.

Santos se había lavado la cara y se había sentado frente a él en un café de la calle Santa Teresa. Sentía el corazón en la punta de la nariz y un palpitante dolor en el interior de las fosas nasales. Asintió.

—¿Notó usted algún comportamiento extraño en el barón?

Santos negó y temió que la nariz se le cayera en el movimiento.

—¿Le pareció especialmente triste o inusualmente eufórico?

Negativo. Notaba que su nariz se inflamaba por momentos.

—¿Le dijo algo que le llamara la atención?

Nada. Con la nariz como un tomate sí que no iba a poder festejar a María Luisa ahora que se había quedado viuda. Ni que decir tiene que enseguida se arrepintió de este pensamiento.

—¿Y en su esposa? ¿Notó usted algún comportamiento extraño en la baronesa?

Santos se esforzó por ver más allá de sus narices, le miró y le dijo:

—Si espera que le revele algo que usted no sepa, está perdiendo el tiempo. Por no saber, no sé ni cómo se ha matado.

El reportero le tendió un ejemplar de
El Sol.

—Aquí tiene usted la noticia oficial.

Santos leyó el suceso con pavor.

—¡Dios mío! ¿Sabe usted que me pidió que le acompañara, y que estuve a punto de hacerlo?

El reportero extrajo una libreta del interior de la americana y tomó nota.

—Me pregunto si hubiera hecho lo mismo de haber aceptado usted —musitó enigmáticamente. Santos le miró sin entender.

—Si hubiera hecho ¿qué?

El reportero le devolvió la mirada con simpatía.

—Como le acabo de decir, lo que ha leído usted en ese periódico es la noticia oficial. Todas las redacciones del mundo han recibido el mismo cable: el barón se ha estrellado con su auto. Oficialmente eso es lo que ha sucedido, ¿sí? Cuando dentro de setenta años alguien escriba una biografía del barón, tendrá que decir y dirá que se mató en un accidente automovilístico, ¿sí?

Santos le miraba guiñando el entrecejo sin comprender, y ese gesto —terminó por darse cuenta— le producía un fortísimo dolor en el tabique nasal. El reportero prosiguió:

—Sin embargo, Leo Babenberg no se ha matado en un accidente automovilístico. Leo Babenberg se ha pegado un tiro. Los periódicos han recibido redactada la noticia oficial. ¿Por qué? No lo sé. Tal vez a la viuda le parece indecoroso que el marido se le suicide, tal vez bla, bla, bla…

Como el boxeador que, fuera de combate, ha bajado ya la guardia y se tambalea —un traspiés, otro— trazando la diagonal del cuadrilátero, esperando la campana, y aún encaja con el consentimiento del árbitro y sin sentirlo ya, claro, el directo que le tumba, así oyó Santos, sin oírlo ya, claro, que Babenberg se había volado la cabeza. Tumbado bocarriba en la lona, esperó a que le contaran hasta diez y vio pasar frente a él escenas seleccionadas de su vida, como dicen que les sucede a los que han estado a punto de morir. Una de estas secuencias fue la del beso a tornillo de Pátric a María Luisa, lo cual era razonable. Lo que no supo es por qué se acordaba de dos detalles a los que hasta entonces no había dado importancia.

—¿Sabe usted qué celebraban ayer los Babenberg? —preguntó Santos al reportero, que hubo de interrumpir un discurso sobre los periodistas como generadores de realidad.

—¿Cómo dice?

—¿Que si sabe usted qué estábamos celebrando ayer en casa de los Babenberg?

—La llegada de la primavera, ¿sí?

—Pues no. La publicación de una novela que se titula
Los Beatles;
y que ha escrito mi amigo Patricio Cordero. ¿Le suena?

¿Hum! No, no le sonaba; qué extraño.

El reportero, como Esperanza, como el repeinado José Antonio, como el resto de los invitados seguramente, jamás habían oído hablar de aquella novela. El barón había muerto y Patricio Cordero, por así decirlo, no existía.

Se notaba la categoría del muerto. Los que habían acudido a darle el último adiós, como decían los periódicos, esperaban el cortejo en la entrada principal del cementerio civil agrupados en pequeños corros. Vio a Esperanza, pero no quiso acercarse a saludarla; reconoció al repeinado y se cruzó con las Women llorosas. A cada paso uno se tropezaba con caras conocidas y en general con gente de porte. Estaban asimismo los de siempre: entre los componentes de un corro divisó a Juancho, a don Alberto y a Ortega. Sobre todos ellos, mortales que acudían a un entierro, hubo aquella tarde un cielo gris perla, y aproximándose por el sur, movidos por una ligera brisa, nubarrones negros como pajarracos de mal agüero. Las conversaciones cesaron bruscamente cuando apareció, macabra y majestuosa, la carroza mortuoria tirada por caballos blancos que entrechocaban acompasadamente sus cascos contra el empedrado. Santos trató de imaginarse el cuerpo de Babenberg exánime y tal vez destrozado por el accidente o la bala, bocarriba, con los brazos sobre el pecho y un sudario blanco dibujándole el contorno de la cabeza. Al cadáver le seguía un cortejo de coches de caballos y automóviles. Tenía que haberlo imaginado: de un enorme Packard negro se apeó Patricio y a continuación, ayudada gentilmente por él, María Luisa. Vestía de luto riguroso y ocultaba su rostro tras unas enormes gafas ahumadas. Patricio le pasó su brazo derecho y protector por los hombros y con su mano izquierda tomó las de ella. Santos sintió en su pecho toda la congoja de una usurpación imaginaria y necesitó rápido un pensamiento de equivalente brutalidad, pero inverso, que, como una válvula, liberara la presión. Al pobre Pátric alguien le está engañando a base de bien, se dijo Santos; y la idea de que fuera así le alivió el esófago momentáneamente y le satisfizo.

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