Fabulosas narraciones por historias (40 page)

»—¿Qué cualidades aprecia usted en la juventud actual, y cuáles son los problemas a los que se enfrentan los jóvenes de hoy?

»—La juventud hoy es sincera y tiene ganas de hacer cosas —repuso con laconismo militar.

»Entre los presentes no podía faltar don José Ortega y Gasset, el incansable luchador por la europeización cultural de España, a quien vemos en la foto de abajo junto a doña Esperanza Gil de Zúñiga, marquesa de Campolugar, que vestía un precioso traje de brocado rojo y collar de perlas. Preguntado el insigne filósofo por los incidentes que tuvieron lugar en su casa hace escasos meses, el pensador y escritor español se mostró tajante:

»—Creo que dando publicidad a esos gamberros estamos comportándonos precisamente como ellos quieren que lo hagamos. Permítame, pues, que decline contestar, no por desinterés hacia sus lectores, sino porque no desearía hacerles el juego a esa gentuza.

»En la siguiente ilustración vemos a la señora Kochertaler, felizmente recuperada de sus cálculos en la vesícula, acompañada por el joven escultor navarro, Malcom Joyce, gran amigo del barón Leo Babenberg. Al preguntarle por el proyecto en el que estaba trabajando, el joven artista nos respondió:

»—Actualmente estoy atravesando un periodo de crisis creativa. Después de mi último trabajo,
Jesús y sus olivos,
me siento vacío, y, al mismo tiempo, saturado.

»Al poco de iniciarse la velada, apareció bellísima, como de costumbre, Josefina Catarla, crítico de arte especializado en Zurbarán que, según nos comentó, contraerá matrimonio próximamente. Tuvimos el honor de ver asimismo a los siempre sonrientes Carmen y Eduardo Yebes, a quienes les preguntamos si son ciertos los rumores de que están esperando descendencia.

»—Hemos escrito a la cigüeña, sí, pero todavía no sabemos si ha recibido o no la carta —nos contestaron con simpatía.

»La duquesa de Navalmoral, Leticia Dúrcal, a la que vemos en esta fotografía acompañada del incansable luchador por la europeización cultural de España, don José Ortega y Gasset, nos confirmó que pasará el próximo verano en San Sebastián (recordarán nuestros lectores la polémica suscitada por los rumores de que doña Leticia Dúrcal iba a cambiar su residencia veraniega al Levante).

»Los anfitriones estuvieron departiendo amigablemente durante toda la velada con Victoria Ocampo, marquesa de Monreal, y con su jovencísima hija, Belén Sansimena de Elizalde y Ocampo, que, como recordarán nuestros lectores, fue presentada en sociedad el año pasado. En la instantánea de abajo, posa acompañada de don José Ortega y Gasset.

»Sin duda, la comidilla de la noche fue la presunta crisis matrimonial que atraviesa, según algunas fuentes, el matrimonio Babenberg. Hace unos años por estas mismas fechas saltó el rumor de que el barón austríaco Leopold Klaus Babenberg y la española María Luisa Elbosch estaban atravesando un delicado momento. Se dijo que las múltiples ocupaciones del prohombre europeo, tan querido por el público español, le obligaban a pasar buena parte de la semana lejos de su esposa y que éste era el motivo de aquella crisis, ya que María Luisa se sentía sola y, según ha comentado en sus círculos más íntimos, le gustaría que su esposo pasara más tiempo con ella. Ahora, como si de una serpiente primaveral se tratara, vuelven a surgir este tipo de comentarios a raíz de la fiesta mencionada. En la recepción del matrimonio Cuevas de Vera, el barón y la baronesa aparecieron en todo momento sonrientes y relajados. Ante el resurgimiento de los comentarios sobre su presunta crisis matrimonial, nos pusimos en contacto con María Luisa, quien, con la simpatía y la llaneza que la caracterizan, nos dijo:

»—Cuando me hablaron de este tema, me eché las manos a la cabeza. No me explico de dónde pueden haber surgido estos comentarios. Ya sucedió lo mismo el año pasado, y dejé bien claro que mi marido está por encima de todo.

»En cuanto al rumor según el cual este año no iban a celebrar su tradicional fiesta de la primavera a causa de los mencionados problemas matrimoniales, María Luisa nos aseguró que se trataba de un infundio y que todo estaba listo para la tradicional recepción de primavera en su palacete de Santa Bárbara, a la que cada año acude la flor y nata de la cultura, la aristocracia, las finanzas, la política y el espectáculo. Entre las personalidades que han confirmado su presencia se encuentra, según nos confesó en exclusiva la baronesa, Su Majestad, el Rey don Alfonso XIII; nuestro presidente de gobierno, general Primo de Rivera; y su hijo, al que hacíamos referencia más arriba, el joven y serio José Antonio.

»María Luisa y Leo tienen sus peleíllas, como ella misma dice, pero esos pequeños enfados pasan pronto; y, como ha manifestado en numerosas ocasiones, María Luisa es primero esposa y luego baronesa. El barón, por el contrario, no quiso hacer ninguna declaración durante la fiesta ni posteriormente, lo cual respetamos, por supuesto.

»Todos atravesamos por momentos bajos, pero la realidad de los hechos termina imponiéndose; y, en este caso, de lo que no cabe ninguna duda es del profundo amor que María Luisa Elbosch siente por su marido.»

Mujer de Hoy
(mayo de 1924), págs. 28-32.

Por su madre alquiló uno de los taxis más grandes y potentes, uno negro con franja roja, y se presentó en el palacete de Santa Bárbara. Cuando el auto se detuvo frente a la entrada principal, Aquiles abrió la portezuela. En cuanto puso el pie en la gravilla, Santos notó que la mirada del mayordomo le recorría de arriba abajo de un modo tan insolente y alemán que por un momento pensó que no se encontraba en el lugar correcto, que no vestía la ropa adecuada o que llevaba la bragueta abierta. Permaneció de pie frente a la puerta principal, oyendo la algarabía que llegaba desde el interior y esperando que, también del interior, saliera María Luisa a recibirle. Como ni ella ni nadie lo hizo, al cabo de unos minutos decidió entrar. El salón, que encontró sin dificultad, estaba tomado por una multitud de invitados que reían de pie, en pequeños corros que improvisaban mil conversaciones. Todo era música, vocerío, carcajadas y alegre despreocupación. Santos paseó entre aquellos cuerpos en busca de alguien conocido. Los hombres, de corbata negra, hablaban a un tiempo. Las mujeres, de melenita
à la garçonne,
con falditas a media pierna y talle bajo la cintura, reían y reían o coqueteaban con zapatos de tirillas y medio tacón, vestidos que disimulaban sus formas y largos collares que brillaban y hacían tilín, tilín bajo las luces artificiales. Miró al cielo y vio que del altísimo techo colgaba una lámpara de araña como una enorme joya.

En uno de los extremos del salón, sobre un fondo de cortinajes color corinto, un cuarteto atacaba los enloquecidos ritmos de charleston. De vez en cuando le cegaba una luminosa explosión de magnesio que ya no le sorprendía. Ventajas que tenía el codearse con gente famosa, se dijo. Le regocijó pensar que su familia contemplaría extasiada aquellas instantáneas en las revistas ilustradas. Al pie del cuarteto tres mujeres bailaban risueñas y despreocupadas al son de una trompeta con sordina y un contrabajo; agitaban sus abdómenes con los brazos levemente separados del tronco y las manos abiertas; se decían secretos al oído sin dejar de moverse y se reían mostrando sus bocas grandes. Volaban largos los flecos de sus vestidos Liberty, y sus collares de perlas como dientes. Parecían enfermeras locas observadas por enfermos divertidos y excitados; patéticos hombres con vaso en mano izquierda y mano derecha en bolsillo, que intentaban sin éxito bailar con la menos fea. Muchos de ellos ejecutaban los movimientos correctamente y lo hacían al compás; pero era inútil; ellas los ignoraban lesbianamente. Al final, como si se hubiesen subido a un tiovivo y hubieran tenido que bajarse en marcha incapaces de alcanzar un caballito, desistían con una sonrisa amarga y se perdían avergonzados y aturdidos mientras ellas continuaban girando.

—Son Elizabeth Múlder, Maruja Mallo y Leticia Blasco, las Women, como las llaman por aquí —oyó Santos que alguien decía a su espalda. Al volverse se encontró con un Babenberg de gesto serio y rostro embotado que al principio le dio miedo.

—¿Cómo está usted? —saludó Santos con una afectuosidad que contrastó con la mano blanda y desanimada que le estrechó el barón.

—Bien, bien —repuso sin cordialidad, mortecino.

—¿Cómo está su esposa?

El barón no le oyó o no quiso o no pudo contestar a su pregunta. Santos creyó percibir un cierto extravío en su mirada. Está borracho, pensó. En ese momento rugieron los hombres de vaso y bolsillo: una de las Women se había desabrochado el vestido y movía, alegre y acompasada, su pecho al aire. La música del cuarteto se animó aún más.

—Ésa es Maruja —musitó Babenberg. La tal Maruja ofrecía su pecho a los mirones y lo retiraba cuando éstos alargaban el brazo desvergonzadamente. Luego, sin dejar de bailar, se aproximó a sus compañeras, desnudas también de cintura para arriba, hasta que sus pezones se rozaron. Entonces se echaron a reír, se abrazaron, se besaron y exhibieron sin pudor sus bocas ocupadas por otras lenguas. A Santos le costaba mantener una de esas actitudes mundanas que no se extrañan de ningún comportamiento por extravagante que parezca.

—Esas tres son más zorras que las gallinas —dijo riendo a la vera de Santos, inconsciente de su hermosa paradoja y empalmado, un tipo corpulento de gafas ahumadas y fino bigotillo a lo Primo de Rivera. Babenberg tardó en reaccionar.

—¡Ah, Jaime! —exclamó tendiéndole la mano. Con una desidia insultante, Babenberg quiso presentarle al famoso patrono Jaime Oriol, y Santos comprobó horrorizado que el barón no recordaba su nombre. Me llamo Santos, barón; ah, sí, contestó Babenberg; y a la memoria de Santos acudieron sin razón aparente el nombre, el apellido y las palabras de Homero Mur. Tras un breve intercambio de cumplidos, Jaime Oriol se disculpó y se abrió paso en busca de un puesto de observación más cercano a las gallinas raposas. Un camarero se aproximó a ellos, y Santos alcanzó una copita de champán. El barón declinó.

—¿Dónde está Pátric? —preguntó Santos.

—En la gloria, supongo —le contestó el barón, con un gesto de extrema indolencia y, tal vez para quitárselo de encima, añadió—: Venga conmigo; quiero presentarle a un joven de su edad.

Salieron al jardín, y el barón buscó con la mirada al joven de mi edad, pero Santos iba a lo suyo:

—¿Conoce usted a un profesor de la Residencia que se llama Homero Mur?

El barón contestó que sí.

—Es mi consejero —explicó Santos sin que nadie le hubiese pedido explicaciones. Babenberg esbozó una leve sonrisa desganada y musitó:

—Me parece un hombre inteligente, aunque algo tozudo y un tanto paternal. Dicen que estuvo en el seminario algún tiempo. Se le nota: aconseja demasiado.

Babenberg articuló estas dos frases con naturalidad y desmayo, sin prestar atención a sus propias palabras, buscando por encima de todas las cabezas al dichoso joven. Finalmente apareció. Tendría su edad pero aparentaba diez años más, a causa de su rictus severo y disgustado. Gastaba brillantina y se peinaba hacia atrás. Se llama José Antonio, dijo el barón después de informarle al otro de que Santos se llamaba Santos y antes de marcharse para atender, aseguró, a los demás invitados.

—Hacen ustedes buena pareja; espero que además hagan buenas migas —añadió mientras se alejaba.

—¿Desde cuándo conoce usted a Leo? —le interrogó José Antonio.

—Desde hace un año escaso —se oyó decir.

—Entonces no le conoce.

Qué curioso. Lo mismo le decía Homero Mur. Con una cruel y calculada frialdad, José Antonio le abrió los ojos:

—Leo es por nacimiento y educación un aristócrata, pero algunas veces se le nota demasiado que es extranjero, adicto a la morfina y sodomita. Demasiado decadente para mi gusto.

—¡Hombre! ¡Tanto como sodomita, no creo!

—Ante los hechos, nuestras creencias no proceden. Babenberg es desgraciadamente un invertido.

Eso sí que era grande. Babenberg maricón. El mundo funcionaba a su espalda; o él era tonto, que todo podía ser. Decidió cambiar de tema porque detestaba parecer ingenuo. Preguntó si conocía él al protagonista de la fiesta esperando que el repeinado le revelara la cara oculta de su amigo, su verdadera identidad. Pero no.

—¿Quién es el protagonista de la fiesta? —preguntó.

—Patricio Cordero, el autor de
Los Beatles.

—¿El autor de los vítel? ¡Ah, no sabía nada! Pensaba que ésta era la fiesta de la primavera que los Babenberg celebran todos los años por estas fechas.

Mientras hablaban habían regresado del jardín al salón. Santos tomó al vuelo un scotch de las altas bandejas de un camarero. El cuarteto interpretaba sin descanso ritmos de moda, y varias parejas bailaban donde hacía unos instantes las Women habían celebrado su espectáculo. Pasaron frente a dos hombres que se besaban apasionadamente; Santos reconoció al acompañante del barón, al hombre que le acompañaba la noche que le conoció.

—¿Hay algo más ofensivo que los labios de un hombre en contacto con los de otro? Estos dos pervertidos son Malcom Joyce, el escultor navarro, que en realidad se llama Manuel Llopis y que acaba de romper con Leo, y el pensador nihilista Patrocinio Guita. Repugnante. ¿Y ve a aquella mujer que está hablando con Ortega y Gasset? Es Esperanza Gil de Zúñiga, marquesa de Campolugar. Es poetisa; eso dice. Yo diría, en cambio, que ha fornicado con todas las personas, hombres y mujeres, que se encuentran hoy aquí, exceptuándome a mí, claro, y no sé si a usted. Es célebre, dicen, porque suele pagar a sus amantes según el placer que le proporcionen. Repugnante, ¿no le parece?

—Los intelectuales y los artistas, ya se sabe —dijo Santos mirando intensamente a aquella marquesa cincuentona, ajada, distinguida y un punto basta, como le gustaban a él las marquesas y las mujeres en general.

—Sí y no. Aunque la mayoría de los intelectuales españoles son lacras sociales que es preciso depurar, estoy seguro de que existen algunos ejemplares saludables —proseguía el repeinado—. Lo que sucede es que resulta difícil encontrarlos en ambientes enfermos como éste, donde reina la diversidad y la dispersión, la mezcla de valores y la confusión.

Mientras el repeinado sermoneaba, Santos asentía sin prestarle atención. Tras contemplar a la marquesa de Campolugar, había estirado el pescuezo y oteaba la mar de cabezas en busca de una o, en el peor de los casos, de dos. ¿Dónde estaba María Luisa?

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