Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
«De su culto a la mujer ha dejado testimonios en su obra. No recuerdo ninguna época de mi padre sin ese solaz que estimula su trabajo intelectual. Son mujeres generalmente bellas, inteligentes con las cuales le encantaba conversar, lo cual a mi madre jamás le molestó, porque sabía que aquella relación puramente intelectual no alteraba la vida familiar. Por eso le dejaba absoluta libertad […]. Mantuvo también una amistad de tipo intelectual con la señora Kochertaler, María Luisa Caturla, crítico de arte especializado en Zurbarán; con Carmen y Eduardo Yebes; con Leticia Dúrcal, de la cual solía decirme mi padre que era una cabeza con inteligencia masculina. Y con los Cuevas de Vera, sobre todo con ella, que era una señora de origen argentino. Y con Victoria Ocampo, con Belén Sansimena de Elizalde…»
Miguel Ortega,
Ortega y Gasset, mi padre,
Barcelona,
Planeta, 1983, págs. 70 y 72.
«Patricio:
»Pepe está, dentro de lo que cabe, encantado de que usted asista regularmente a su tertulia. Recuerde lo pactado. Por cierto, ¿podría usted librarse de sus amigos? Sería todo más fácil.
«María Luisa.»
Presionó el botón del timbre y esperó frente a la puerta a que ésta se abriera. Sobre la mirilla, un corazón de Jesús; bajo la misma, un letrero con el nombre del inquilino: don José Ortega y Gasset, catedrático de Metafísica. Se abrió la puerta, y ante él apareció el incansable enfundado en una bata de paño gris y calzando unas zapatillas muy calentitas. Le invitó a pasar con un seco «adelante». Patricio, que era novelista, se fijó en todo y comprobó que el vestíbulo estaba decorado siguiendo la razón práctica y la estética: un precioso barómetro, Rdo. de Guadalupe, informaba de la temperatura y de la humedad relativa del aire; un bellísimo baldosín con la inscripción «Dios bendiga cada rincón de esta casa» conjuraba las pompas de Satanás; una original y cuca llave de madera con clavos servía para colgar los llaveros. Y además las paredes estaban forradas con un papel estampado que daba a toda la casa el aire señorial que tienen los palacios decorados con tapices. Haga el favor de darme el abrigo y tenga la bondad de pasar al salón, le dijo el incansable.
«Pero antes, déjeme decirle algo: sé perfectamente qué clase de sujeto está usted hecho. Le recibo en casa porque tiene una excelente mentora. Si la baronesa Babenberg no hubiera insistido del modo en que lo hizo, yo jamás, óigame, jamás le hubiera admitido aquí. Como amigo de la baronesa tiene usted todos mis respetos; como persona me parece usted un gamberro, un indeseable y un quinqui. Si después de la humillación a la que le estoy sometiendo no tiene usted el orgullo varonil de marcharse, sígame.»
Y Patricio le siguió. Recorrieron el pasillo decorado con láminas modernistas que representaban chinitos con sombrillas en diferentes posiciones y llegaron a una amplia sala en la que habría unas diez o quince personas. La vista de Patricio tropezó con la de María Luisa. Sus ojos le parecieron serenos, y sintió un plácido bienestar. El salón tenía un mueble-librería en el que una gran radio ocupaba el lugar central. Sobre ella había un don Quijote y un Sancho Panza tallados en madera. Las demás estanterías estaban ocupadas con los retratos de los hijos de Ortega, vestidos de marineros y monjitas el día de sus primeras comuniones. Vio también algunos libros. Señores: quiero presentarles a… ¿su nombre otra vez? ¡Ah, sí, eso, Patricio Cordero!, dijo el incansable; y, uno a uno, fue presentando a los tertulianos: Gaos, Rosa Chacel, Gil Basto, Fernando Vela, Zubiri, María Zambrano, Andrés García de la Barga, Valentín Andrés Pérez, Blas Cabrera, Benjamín Jarnés, Salinas y Espina.
Mientras atravesaba los interminables pasillos blancos del etéreo y melancólico hospital de Santa Gema, por los que pululaban apresuradas y siniestras monjitas de tocados delirantes, pensó que no soportaría ver su sanguinolento rostro deformado, los coágulos y los puses de María Catarata. Tomó aire frente a la puerta, la golpeó suavemente con los nudillos y, como nadie contestara al otro lado, la abrió con cautela y asomó la cabeza. Familia no había, afortunadamente. Cuando sus ojos se acostumbraron a la tenue penumbra del cuarto, Santos pudo distinguir a la Mágica entre los algodones, inflamada y tapadita hasta la barbilla. Dormía.
Se acercó sin hacer ruido hasta sus pies y contempló sin apenas respirar su piel violácea, sus ojos hinchados y sus labios, que fueron claveles reventones, blancos como azucenas y también a punto de reventar. María Catarata debió de percibir su presencia porque entornó los ojos. Santos sintió en pómulos y orejas su mirada mortecina y libia como una fogatita que se dejara extinguir. María Catarata ni siquiera sonrió al verle, volvió a cerrar los ojos de un modo tan irremediable y tan lento que Santos se sintió culpable de todo lo sucedido. En ese momento se abrió la puerta y en el umbral apareció el ángel exterminador en forma de monjita insolente y maleducada, que le expulsó de la habitación sin miramientos y con malas palabras. Está como muerta, hermana, le dijo Santos alarmado; y la monja le contestó que cómo quería él que estuviese ella después del pinchazo de morfina que le habían metido. Y usted quién es, le preguntó la hermana exterminadora. Santos: Un amigo. La monja (escandalizada): ¿Un amigo? Santos: Sí, ella y yo éramos como hermanos, hermana; yo…
«¡Hala, hala! A ver mujeres al cabaret», le dijo la muy tonta, y Santos, que no estaba para gilipolleces y que además tenía ya mucha práctica, le metió una patada tan fuerte en el culo que, al salir despedida, aquella liviana y malhumorada monjita se dejó atrás el aparatoso tocado insectil, que planeó algo, un poquito, antes de tomar tierra con un ruido hueco. No volvió a verla; y eso que no pasó un solo día desde entonces sin que Santos apareciera por el hospital de Santa Gema a esa misma hora, para evitar a la familia, y se sentara a los pies de María Catarata, que le miraba con esos luceros negros y apagados en que se habían convertido sus ojos y que le hacían sentirse tan miserable.
Una tarde que parecía menos adormecida que de costumbre, Santos se la jugó y le contó un cuento.
Él no podía consentir una cosa así, dijo, así que compró un caballo blanco, un traje negro, y recorrió el tisavero de cabo a rabo. Se dejó ver al trote, enfundado en cuero, con un antifaz para no ser reconocido y unas botas arrugadas a la altura del empeine. Ah, y una capa. Una capa negra también, que volaba a su espalda como una estela. De esta guisa voceó a los cuatro vientos la noticia: que tuvieran cuidadito, que el justiciero Mogamour buscaba a los
clochards.
Pero los
clochards
estaban escondidos y nadie sabía dónde. Algo preparaban, decía la imaginación popular. Él no hizo caso del peligro y siguió su búsqueda; y a su paso las mujeres le gritaban piropos tras las celosías, los hombres le obligaban a desmontar una y otra vez para abrazarle virilmente, y el pueblo de Madrid se preguntaba quién era aquel hermoso jinete que había venido para librarle de los
clochards.
Era él, el justiciero Mogamour.
Una noche, al pasar el Puente de los Franceses, un insoportable hedor estuvo a punto de hacerle perder el sentido y el equilibrio. Se agarró a las bridas y alcanzó rápidamente la otra orilla; remontó el río, y vadeándolo se aproximó al lugar de donde provenía tan nauseabunda pestilencia. Efectivamente, allí estaban los
clochards,
apiñados bajo el puente e iluminados con teas. Se acercó a ellos y preguntó quién había violentado a la Mágica. Que se creía él que se lo iban a decir así como así. Nadie contestó. Preguntó de nuevo y de nuevo obtuvo el silencio como respuesta; y como respuesta el justiciero Mogamour les arrebató una de las teas y prendió fuego al campamento. Muchos
clochards,
borrachos de alcohol, murieron carbonizados o intoxicados por la inhalación de humos. Algunos intentaron escapar por su propio pie, pero el justiciero Mogamour los siguió al trote, y de un tajo limpio les fue segando el cuello de raíz. No quiso distinguir a las mujeres y a los niños el justiciero Mogamour. No escuchó a su corazón el justiciero Mogamour. No sintió piedad por la muerte ajena el justiciero Mogamour. La afrenta de aquel
clochard
en el cuerpo de la Mágica no tenía perdón. Las cabezas fueron cayendo en las aguas ya tintas del Manzanares, hundiéndose un poco, pero saliendo enseguida a flote con el rostro bestial hacia el cielo y una mueca de incredulidad dibujada en el entrecejo. Algunos se hincaron de rodillas implorando piedad con los dedos enlazados. En estos casos el justiciero Mogamour les dejaba sin las muñecas que le ofrecían estos vagabundos, y luego, zas, ese tajo limpio y mencionado que les hacía perder la cabeza. Tras cortar la última, Santos levantó la suya y vio la mar de cabezas que, como pequeñas boyas, se perdían lentamente río abajo hacia eso, hacia la mar. Embriagado por la crueldad de sus acciones, no se percató el justiciero Mogamour de que dos ojos brillaban a su derecha intentando grabar su cara en la memoria.
—Te agradezco mucho el cuentito, Santos, pero, por favor, no vuelvas a hablarme del Retiro ni de pordioseros. Por mí, pueden irse todos, y Madrid con ellos, al puto carajo. Yo, en cuanto pueda moverme, me voy de esta asquerosa ciudad.
¡Cómo hubiera podido imaginar Santos que aquel anuncio iba a provocarle algún día el desagradable efecto badajo!
—¿Te vas a marchar de Madrid? —preguntó.
—En cuanto pueda moverme, ya te digo.
—No te vayas, Mágica, por favor —se oyó decir.
—No te pongás melodramático, Santos, que no es para tanto. Y ahora soy yo la que no quiero que nos cambiemos los nombres. Llámame María Catarata, haz el favor.
Santos creyó que si deslizaba, trémulo, el revés de su mano por la mejilla violeta de María Catarata, ese gesto expresaría mejor que mil palabras lo dispuesto que estaba él a cambiar el nombre de las cosas y a aprender cuantos idiomas fuera necesario para conseguir que se quedara en Madrid. Pero María Catarata le abrió los ojos:
—No se te ocurra tocarme, Santos. No es por vos, lo juro. Es sólo que ahora me da asco el tacto de los hombres.
No consideró oportuno marcharse en ese mismo instante para no parecer lastimado. Por la habitación rondó un poco más, herido de muerte, pero dando siempre muestras de alegría y buen humor. Se despidió con una frase cualquiera y abandonó el hospital con la desapacible sensación de no estar siendo atraído por el centro de la tierra. Así, ingrávido y grave, se metió en la cama con la cabeza en los pies.
«Grietas de los pechos, úlceras, llagas, erisipelas, quemaduras, cortaduras, sabañones. Curación rapidísima. Cicatrizante Arnao. Pídase en farmacias.»
O había perdido el sueño o la tierra se lo había tragado. Si no, no se explicaba que habiéndole esperado hasta las tantas y habiéndose levantado al punto de la mañana para pillarle no lo hubiera conseguido todavía. Lo dicho: o Patricio había perdido el sueño o la tierra se lo había tragado. No había tu tía.
—Atutía no habrá, pero tiene que haber otra explicación, mi querido Santos —le dijo Babenberg con sorna o bellaquería.
¿Babenberg? ¿Qué hacía Babenberg con Santos? ¿Y dónde? ¿Estaban solos? Un poco raro, ¿no? ¿Quién se había puesto en contacto con quién? Vayamos por partes. Santos había intentado dar con Pátric por todos los medios y no lo había conseguido. Incluso le había dejado notas que se amontonaron sin leer en su casillero. Desde hacía unas semanas Martini también se había hecho caro de ver, aunque si uno tenía paciencia y un buen libro para esperarle por la noche, acababa dando con él. Santos lo logró y le propuso que cenaran juntos al día siguiente porque, ay, qué coño, le dijo, no se te ve el pelo ni por recomendación. Pero ésta debía de ser una sensación recíproca, porque Martini, sentado ya en La Posada del Vacas, le espetó:
—¡Nos ha jodido en mayo que no me ves el pelo! ¡Estás todo el puto día con la argentina esa, así que ya me dirás!
Mientras cenaban, Martini le dijo que él también le había estado buscando para decirle que había conocido una célula anarquista que vivía en una comuna libertaria muy cerca de la plaza del Progreso, donde todas las noches celebraban asambleas de formación ideológica para discutir la doctrina de Bakunin. Santos tenía que acudir.
—Te voy a dejar unos cuantos libros suyos. Bakunin era un tío acojonante.
—Sí, señor, un tío grande —contestó Santos, que, la verdad, ignoraba que el Vacunin hubiera escrito libros tras quedarse paralítico. Martini, crecientemente entusiasmado, le explicó que lo que quería el anarquismo era acabar con esa hipócrita y opresora sociedad de banqueros. El anarquismo no quería cambiar a los ricos por los pobres. No. Quería una auténtica revolución; construir una nueva organización social sobre cimientos nuevos. Para alcanzar eso había que destruir primero, a sangre y fuego, los cimientos antiguos. Sólo la violencia (cuanto más cruel, más efectiva) podía garantizar el final de la corrupción y de la opresión de toda la humanidad. Bakunin, dijo Martini, iba muy bien con su modo de ser. Lo que él detestaba, mucho más que los intelectuales y los artistas burgueses, era estar parado; él necesitaba movimiento, y el anarquismo le venía al pelo.
Mientras saboreaba una deliciosa
mousse au chocolat,
Martini le confesó que cuando entró en la Residencia lo único que quería era que le expulsaran; pero que una vez conseguida la expulsión había pasado unos días sin saber qué hacer con ella. Se habían mudado al Victoria para estar juntos y para continuar con las risas, y resultaba que se veían menos que antes. Estaba pensando, le dijo a Santos, dejar el hotel y marcharse a vivir con la célula, en comuna, entre otras razones porque su familia se había enterado de todo y había dejado de pasarle dinero. Santos dejó de comer, levantó la cabeza, le dijo que el dinero no era un problema y le pidió que no se fuera.
—¿Y para qué cojones quieres que me quede, Santos? Juntos ya no hacemos nada.
Después de cenar siguieron el ritual y se fueron a tomar una copa al Rector's. Y allí fue donde se encontraron con Babenberg, que salía del aseo y que los invitó a su mesa. A Martini no le hizo mucha gracia, pero Santos estuvo a punto de dar un salto mortal de alegría. Babenberg, María Luisa y él, cara a cara, sin las interferencias de Patricio. Pero eso era mucho imaginar. En el reservado de Babenberg no los esperaba ella, y Santos, cuando lo vio vacío, pensó que él era la aceituna sumergida en el dry-martini que el barón había abandonado sobre la mesa a causa de la micción.