Fabulosas narraciones por historias (16 page)

—¿Tú crees que te va a hacer un prólogo, o lo que tenga que hacerte, por tu cara bonita, sin que le des una mano de hostias? Ahí tienes la prueba: lo has intentado por las buenas y te ha dado por culo. Yo no digo que la dialéctica no esté bien como primer instrumento de comunicación; lo que digo es que, llegado a un límite, sólo existe la dialéctica de los puños y de las pistolas. A mí me parece que se gasta mucha saliva.

—No estoy de acuerdo. La violencia sólo engendra violencia —dijo Santos sacando pecho. Martiniano se volvió hacia él, y Santos tuvo la incómoda sensación de que el tuerto podía ver a través del parche.

—¿Esa frase es tuya o la has leído en alguna revista? —le preguntó Martiniano, burlón.

—Es mía —contestó Santos todavía con el pecho sacado.

—Pues es una gilipollez, perdona que te diga. Una cosa es tener o no tener razón y otra cosa muy diferente es cómo conseguir que la gente haga las cosas. A la gente la puedes convencer de que haga algo teniendo razón y sin tenerla. Si utilizas razones para convencer a un tío, eso no demuestra que estés en lo cierto, sino que tienes facilidad de palabra. También puedes convencerle con un par de hostias. Eso tampoco significa que tengas razón, pero no te la quita en absoluto; significa que tienes más músculos que vocabulario. ¿Qué pasa entonces? Pues que un día alguien que hablaba de puta madre, pero tenía menos fuerza que el pedo de un marica, dijo: no, no, es mucho más digno emplear la palabra que la fuerza (quería decir: cuidado, con mi piquito de oro puedo vencer a todo el mundo, pero con los puños no). Pero yo, que tengo más fuerza que palabras, digo: ¡Y una polla con cebolla! Usar la fuerza es tan digno o tan indigno como usar las palabras. Si tú tienes un piquito de oro, yo tengo unos puños de acero, a ver quién puede más.

—Si todos pensáramos como tú, Martiniano, esto sería la ley de la selva —arguyó Santos.

—¡Ojalá tuviéramos las leyes de la selva! Allí las cosas están muy claritas y todos saben cuál es su lugar. No hay trampa ni cartón. No hay traiciones. Todo el mundo sabe que el tigre se come al ciervo, pero que el mono no come culebras, sino plátanos, y que el león es el rey de la selva no por su fina inteligencia ni por su creatividad, sino por su instinto práctico y su zarpazo. Aquí no; aquí, desgraciadamente, un escritor, un poeta, un intelectual puede llegar, si no a rey, por lo menos a presidente de república. Y si no, ya lo veréis.

Y luego estaba el placer, añadió Martiniano. El placer de ver derrumbarse ante nosotros, frente al cañón de una pistola, a toda una montaña de arrogancia, orgullo y desdén por los demás.

—Yo lo hice una vez con mi tío y casi me corro. Claro, luego él me saltó el ojo, pero os juro por Dios que mereció la pena.

»El espíritu romano, para organizar un pueblo, lo primero que hace es fundar un Estado. No concibe la existencia y la actuación de los individuos sino como miembros sumisos de ese Estado, de la
civitas
. El espíritu germano tiene un estilo contrapuesto. El pueblo consiste para él en unos cuantos hombres enérgicos que con el vigor de su puño y la amplitud de su ánimo saben imponerse a los demás y, haciéndose seguir de ellos, conquistar territorios, hacerse señores de tierras […]. Si a un "señor" germano se le hubiera preguntado con qué derecho poseía la tierra, su respuesta íntima habría sido estupefaciente para un romano o para un demócrata moderno. "Mi derecho a esta tierra", habría dicho, "consiste en que yo la gané en batalla y en que estoy dispuesto a dar todas las que sean necesarias para no perderla."

»El romano y el demócrata, encerrados en un sentido de la vida, y, por tanto, del derecho distinto del germánico, no entenderían estas palabras y supondrían que aquel hombre era un bruto negador del derecho. Y, sin embargo, el señor bárbaro las pronunciaba con la misma fe y devoción jurídicas con que el latino podía citar un senadoconsulto o el demócrata un artículo del Código civil.

José Ortega y Gasset,
España invertebrada,
Madrid,

Revista de Occidente, 15.ª ed., 1967 (1.ª ed. 1921), págs. 145-146.

Cuando apuraban la quinta ronda de scotch, el Poli, que ya deliraba, preguntó con la lengua de trapo si había huevos para ir a la Residencia y jugar al Ojete Majete, aprovechando que la fabada estaba haciendo efecto. Los de la Oposición se miraron entre ellos y se echaron a reír. Se oyeron voces sensatas, como la del Ruso y la del Amancio, que recordaron cómo estaban las cosas en La Casa y quién se alojaba en ella. Pidieron otra ronda, al cabo de la cual el Poli convirtió la pregunta en aseveración. No había huevos para ir a la Residencia y jugar al Ojete Majete. Esta vez el Ruso y el Amancio también se miraron y también se echaron a reír. Patricio, Santos y Martiniano esperaban que alguien les explicara en qué consistía el dichoso Ojete Majete. Camino de la Residencia, el Ruso les advirtió que este juego se basaba en la duración de los pedos, y que no contabilizaba el número que pudieran tirarse los participantes, como luego fueron contando algunos por ahí. En cada pedo había que poner una peseta, y había que soltarlo por el agujero de la Gas Station, una enorme caja de galletas que el Poli guardaba debajo de su cama. Si la expulsión era potente, el pedo tumbaba la llama de una vela que había sido adherida al suelo de la caja, a la misma altura que el orificio. Años después, muchos fueron diciendo que bastaba con que la ventosidad fuera potente; pero esto no es cierto: debía ser sobre todo prolongada. Así, la llama permanecía desplazada el tiempo necesario para prender la mecha de un petardo que había sido colocado horizontalmente en una de las paredes laterales de la Gas Station, unos centímetros más allá, a la misma altura que la vela. La victoria quedaba sellada con una explosión, y el ganador se llevaba el bote.

Los miembros de la Oposición habían desarrollado con el tiempo procedimientos carminativos muy sofisticados. El Guanchi respiraba muy deprisa, el Poli hacía flexiones, el Ruso contraía frenéticamente el estómago, Sebastián Casero se golpeaba el esófago mientras tomaba aire por la nariz muy lentamente, el Ciruelo mojaba su pecho con ojén y los demás bebían agua conteniendo la respiración, que según decían era el mejor modo de criar gases. Patricio, Santos y Martini los miraban divertidos y dejaban que la fabada hiciera poco a poco su trabajo.

Contemplar a los demás poniendo en práctica sus métodos para expeler flatulencias daba mucha risa. Que no se pudiera hacer el más mínimo ruido por la noche y que el delicado poeta durmiera dos habitaciones más allá hacía que las ganas de reír fueran insoportables. Intentaban reprimir las carcajadas mordiendo sábanas y hundiendo el rostro en la almohada del Poli. Durante varias rondas nadie pudo tumbar la llama. El bote tenía ya veinticinco pesetas, y los infructuosos intentos habían convertido la atmósfera de la habitación en una masa gaseosa irrespirable. Una neblina atenuaba la luz y proporcionaba a la escena una iluminación onírica. A esta sensación de estar sufriendo un delirio contribuía mucho el ojén Quirico Valtueña que el Guanchi había traído de su cuarto.

De repente, cuando nadie lo esperaba, el Ruso concibió un pedo sobrenatural que inflamó la llama y prendió no sólo el cordel, sino la colcha del Amancio. Algunos todavía tuvieron tiempo de sofocar el fuego antes de ocultar la cara entre las manos o de morder algún objeto para morir silenciosamente de risa. Los gases putrefactos de aquellos vientres, las carcajadas mal reprimidas y el sonido atronador del Ruso debieron de hacer efecto en la hipersensible naturaleza de Jiménez, al que hacía tiempo que habían olvidado porque a esas alturas se reían ya abiertamente. Preocupados por apagar el pequeño incendio de la colcha, no debieron de darse cuenta de que la mecha del petardo se había encendido; o sí se dieron cuenta, pero a todos se les olvidó apagarla; o tal vez fue la atmósfera cargada la que calentó el explosivo. El caso fue que le llegó el turno al Ciruelo. Él no quería, pero le obligaron. Con su risa contagiosa y una mano en el estómago intentando calmar el dolor provocado por la hilaridad, se bajó los pantalones y enfiló el agujero. Pero antes de que expulsara el aire, se abrió la puerta y el Moreno apareció en el umbral, envuelto en su elegante batín de seda. Aunque tuvo que apoyarse en el marco para no caer desvanecido por la inhalación de aire viciado, logró que la sonrisa no se borrara de su rostro.

—Se te ha caído el pelo, Ciruelo —le anunció cuando se hubo sobrepuesto. Y en ese momento estalló el petardo.

«Es necesario revisar la biografía de Cirilo Otería, llamado en su juventud el Ciruelo, para entender muchos de sus comportamientos. El apodo tan popular con el que se le conoció más tarde, durante la defensa de Madrid, define sus comportamientos, pero no los explica. Este no es un libro exculpatorio, sino explicativo […].

»Durante el verano, don José y los del Sindicato se iban por los pueblos españoles a buscar jovencitos. Años después, cuando esto llegó a oídos de la Institución Libre de Enseñanza, tuvieron que inventarse lo de La Barraca y simular que iban a llevar el teatro clásico por los pueblos de España. En uno de estos viajes, en el que hicieron a Belchite, don José se enamoró de un muchacho desmirriado y pobre que se llamaba Cirilo Otería. Cuando a Moreno le gustaba alguno, paseaba con él, le hablaba de la Residencia y le ofrecía una beca. Eso fue lo que hizo con Cirilo. Pero Cirilo era diferente, y Moreno se enamoró perdidamente de él. Hablaron de casarse y todo. En cierta ocasión, Moreno estuvo a punto de expulsar nada menos que al General Cantero, que entonces era su lugarteniente y le llamaban Cantos, sólo porque éste le hizo a Cirilo la broma del retrete a la que me he referido más arriba. Sin embargo, Cirilo tenía una novia en Bel— chite, que se llamaba Sagrario y que era en realidad con quien él quería casarse. Así se lo dijo un día al Moreno, que lo pasó muy mal. De hecho, no le olvidó hasta que muchos años después, en uno de aquellos veranos con La Barraca, conoció en Orihuela a Miguelito Hernández. Y entonces sí: dio rienda suelta a su despecho y le expulsó. Aprovechó la célebre velada de las ventosidades para hacerlo. Nadie dio la cara por Cirilo; nadie intentó que la Dirección reconsiderase su decisión; a nadie le importó un pimiento que le expulsaran. No se le volvió a ver nunca más, pero su expulsión trajo consigo catástrofe tras catástrofe; como si el destino, que había permanecido impasible mientras el poderoso machacaba al débil, hubiera querido descargar toda su furia contenida tras la aniquilación de éste. Por eso, muchos años después, Cirilo no paró hasta cobrarse todo lo que le habían hecho.»

Amancio Gonotórregui Llumas,
La biografía de Cirilo «El Cometripas»,
Bilbao,

Diputación Provincial, 1976, págs. 15 y 58.

«Los únicos pedos que se soportan son los propios. Los demás son execrables y huelen mal vengan de donde vengan. Pero hemos de reconocer, compañeros, que los últimos pedos que se han tirado en esta casa no eran tan malolientes como cabría esperar. Los pedos del compañero Ciruelo y los que se tira ese otro compañero por el que muchos de nosotros, digámoslo, sentimos simpatía y solidaridad son bocanadas de aire puro y fresco en medio del ambiente cerrado, represivo y asfixiante de esta santa casa. Hemos llegado a un punto en que nos creemos incapaces de sujetar por más tiempo la justa ira de los residentes. Los pedos de la semana pasada fueron solamente el principio de lo que se avecina. No son amenazas, es el cauce natural de unos acontecimientos provocados desde la Dirección, que, por cierto, se ha apresurado a contestar con el único lenguaje que entiende, el lenguaje de la fuerza. ¿Y cuál creéis que ha sido su respuesta? Acertáis: la expulsión fulminante del compañero Ciruelo, que gozaba de una beca y que se ha quedado en la puta calle sin un puto céntimo. Voy a pasar esta caja de resistencia, para que deis lo que podáis al compañero, y una hoja para que firméis exigiendo su inmediata readmisión. Creemos que después de derrochar flexibilidad y comprensión ha llegado la hora de ponerse duros y de gritar: ¡queremos negociar, pero a partir de ahora cualquier tema pasará por la entrada del compañero Ciruelo y salida de Juancho el Fino! Y si el tema-firmas no da resultado, pasaremos a acciones de protesta más contundentes. Por eso los residentes veremos con buenos ojos cualquier acción que presione a la dirección para que se siente a negociar. En cuanto al otro compañero, a ese que ha elegido la abnegada lucha en solitario, el tema-anonimato, quiero lanzarle desde aquí un grito de aliento y de solidaridad. ¡Compañero, queremos seguir oyéndote y oliéndote! ¡Salud y anarquía!»

Todos sabían de quién hablaba el Temario, pero nadie conocía su identidad. A partir de la expulsión del Ciruelo, alguien había comenzado a aprovechar los paseos de Juan Ramón por el jardín de las adelfas, un pequeño patio entre el segundo y el tercer pabellón, para soltar cada vez desde una ventana diferente unos cuantos pedos formidables que el eco del patio amplificaba. El poeta había elevado una queja a la Dirección e inútilmente se había intentado capturar al culpable. El Sindicato se había ofrecido para montar guardia en todos los pisos mientras el poeta paseaba, pero para entonces el misterioso residente ya había cambiado su táctica. Durante las comidas, en los recitales de Federico e incluso en plena conferencia de Unamuno, había soltado unos pedos insonoros, pero de una intensidad prodigiosa, que habían obligado a desalojar la sala entre risas y gritos de indignación.

«¡Algún día te engancharemos y te haremos pagar todas tus monstruosidades!», había amenazado al aire, a voz en grito, un desconocido Moreno sin sonrisa, mientras los presentes salían atropelladamente del Salón de Té.

Para la mayoría de los residentes, aquel tipo, cualquiera que fuera su identidad, era un héroe; para los Republicanos, un leader; para los Ultras, un gamberro; y para todos, un enigma que querían resolver aunque tuvieran que dar para ello todo el oro del mundo. Había quien aseguraba haber visto a un hombre con la cara monstruosamente deformada corriendo por los pasillos del primer piso; otros no tenían reparos en usurpar la autoría de los pedos. Se pensó en el ovejo tuerto; se pensó en Sebastián Casero; decían que Juan Ramón sospechaba de Patricio, y corría incluso el rumor de que era el Temario. Cuando se lo preguntaban, él se reía y decía que no, aunque sin convicción, como si le gustara que la gente pensase lo contrario.

«La enseñanza más grande que debo al campo casi diría que mi salvación es la fe en el trabajo individual […]. En el campo se acrecentó mi amor por el aislamiento […]. En la playa conocí el dolor del trabajo […]. No sabré recordar todas las cosas del mar que han contribuido a la formación de mi carácter […]. A los tres meses [de estar en Alemania] hablaba y comprendía las lecciones de la universidad […]. No me gustaban las juergas en mis años de adolescencia […]. El amor de la soledad comienza en mí desde muy niño […]. Siempre me he enamorado de locas, tontas y brutas […]; me gusta la lozanía, me gusta la piel tersa, me gusta la ropa bien cortada y la figura bien trazada […]. Me caracterizo por mi apego a la verdad, aunque duela.»

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