Fabulosas narraciones por historias (51 page)

—No sé qué cojones haces con Romanones y su gentuza.

—Lo mismo que tú.

—Yo no he acudido a él. Él ha venido a mí. Romanones se cree que me utiliza, y tal vez sea verdad que lo hace, pero no más de lo que yo le utilizo a él. Quiero matar a Azaña porque me parece nefasto para la patria. Romanones se cree que lo hago por dinero; no puede entender que quiero matarle desde unas profundas creencias políticas y que había pensado hacerlo mucho antes de conocerle a él. Si le dijera esto le parecería sospechoso porque Romanones y los que son como él no creen en nada que no sea su propio provecho. Sepárate de esa gente como de la mierda, Santos.

Pero Santos no le estaba escuchando. Sólo le contemplaba y le pareció que nunca le había visto tan guapetón como le veía entonces con su terno inglés y su pelo al agua. Se había quitado el parche y se había puesto un ojo de cristal. Con dos ojos parecía incluso más joven que cuando se conocieron.

—No, no es el ojo lo que me hace más joven, Santos. El secreto de la eterna juventud está en vivir al borde de la muerte —explicó Martini, y a Santos la frase le pareció altisonante porque él, por ejemplo, no vivía al borde de la muerte y tampoco se conservaba mal. Continuaron bebiendo mientras Santos daba cuenta sin entrar en muchos detalles del discurso de su vida. Para sorpresa de Santos, Martiniano le preguntó con malicia:

—¿Y de María Luisa no sabes nada?

Conocía lo suficiente a Martiniano como para saber que estaba al corriente de todo el cisco con ella. Santos quiso saber quién se lo había dicho, y Martini contestó que Pátric. ¡Ah, conque había visto a Pátric? Sí, le había visto, dijo; y a María Luisa también, añadió escuetamente.

—¡No jodas! ¿Han vuelto?

—Volvieron y han vuelto a romper. Patricio la dejó hace un par de años. ¿A que no sabes por quién? Por tu primo Marcelino: no te puedes ni imaginar lo mariconazos que están hechos. Creo que llegaron a vivir los tres juntos. Al final María Luisa se marchó de España, no sé adónde. ¿Sabes que los rojos quemaron el palacete de Santa Bárbara?

Santos se rasgó las vestiduras y, en fin, se dio a sí mismo una lección de fariseísmo diciendo que ese palacio estaba lleno de obras de arte y que no se podía quemar una cosa semejante por palacio que fuese y por nobles que fuesen los que habitaran en él; había cosas que, aunque nominalmente pertenecieran a una persona, eran patrimonio de toda la humanidad.

—Los instigan desde el Gobierno a que hagan eso —aseguró Martini.

Todavía charlaron un poco más, hasta que Santos dijo que tenía que marcharse, que su mujer había salido de cuentas y que quería poner una conferencia a ver cómo iba todo. Martiniano se maravilló de que Santos estuviera esperando un hijo:

—Por más que se viva acorde de la muerte, los amigos se encargan de hacerle a uno viejo, quiera o no —se quejó Martiniano.

Y luego los dos se dieron cuenta de que no tenían muchas más cosas de qué hablar. Estuvieron así, en silencio, como si se les hubiese quedado la mente en blanco; y, para salir del paso, Santos le propuso que se vieran al día siguiente por allí, que le invitaba a comer; y Martini, por decir algo, dijo que sí.

—Diles a Patricio y a mi primo que vengan, si quieren —se oyó decir Santos. Y en ese mismo instante se arrepintió. Había dicho eso para mostrar a todo el mundo que se había convertido en un desierto, que en su espíritu no había ya ni rastro de vegetación, que en el trono ahora estaba él y que él era inasequible a las pasiones del pasado. Todo esto quería demostrar al mundo, y por eso le molestó que Martini no lo entendiera y le mirara con complicidad cuando él ya no era cómplice de nadie, y le dijera que él se lo haría saber a Patricio, que no se preocupara. Santos le cogió del brazo:

—Oye, Martiniano, no me malinterpretes. Yo no estoy preocupado por nada ni por nadie. Había pensado que nos podíamos ver después de tanto tiempo, pero tampoco tengo demasiado interés. Si quieres decírselo, se lo dices; y si no, pues cenamos tú y yo y santas pascuas.

—Entiendo —dijo Martini con una sonrisa de complicidad. Santos le dejó por imposible y le acompañó hasta la puerta del Palace, donde tenía su automóvil, un convertible rojo, bello y veloz como su dueño, con el que Martini se perdió por la Castellana.

«Cuando se forman en la batalla las acorazadas filas de ambos ejércitos y suenan los cuernos con ronco clamor, ¿de qué servirán esos sabios, exhaustos por el estudio, cuya sangre aguada y fría apenas puede sostenerles el alma? Hacen falta entonces hombres gruesos y vigorosos, en los que haya un máximo de audacia y un mínimo de reflexión, a menos que se prefiera como tipo de soldado a Demóstenes, quien siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo arrojó el escudo y huyó mostrándose tan cobarde soldado cuanto experto orador.

»Pero el talento, se dirá, es de grande importancia en las guerras. Convengo en ello en lo referente al caudillo, y aun éste debe tenerlo militar y no filosófico. Por lo demás, son los bribones, los alcahuetes, los criminales, los villanos, los estúpidos y los insolventes y, en fin, la hez del género humano quienes ejecutan hazañas tan ilustres, y no los luminares de la filosofía.

Erasmo de Rotterdam,
Elogio de la locura,

Madrid, Espasa Calpe, 1982, XXIII.

Andaba muy derramado, dijo. Había ganado y seguía ganando mucho dinero con la literatura, pero era consciente de que, después de
Los Beatles,
lo único que había escrito era basura que enloquecía a las mujeres. Dio una larga calada al cigarrillo y expulsó el humo sobre la cara de Santos, que todavía no se había recuperado: había entrado en el bar y se había sentado a su lado sin reconocerle. Martini le había tenido que decir Santos, ¿es que ya no te acuerdas de Patricio? Y él le había mirado incrédulo. Había engordado cuarenta o cincuenta kilos, estaba obeso, grasiento y deformado; había perdido mucho pelo y fumaba sin parar. De su juventud sólo conservaba su inveterada afición a hablar todo el tiempo de sí mismo.

En el panorama literario español había dos opciones: o te plegabas a las exigencias editoriales de Ortega y escribías relatos vanguardistas, imaginarios y humorísticos, o no publicabas. Si uno se empeñaba en escribir realismo, debía tener muy claro que ninguna editorial iba a publicar sus libros, a no ser que él mismo se los pagara, como hacía Baraja con el dinero de su cuñado. Él, que no era rico y que había rechazado las ideas de Ortega, se había visto abocado a escribir ese tipo de naturalismo comercial, con mucho sexo implícito a lo Felipe Trigo, que se vendía muy bien y que le había dado el favor del público y el menosprecio de los intelectuales. Pero él el aprecio o el menosprecio de los intelectuales se lo pasaba por el culo. Clarín había dicho que su tío, el gran Pereda, era un espíritu vulgar y que tenía la misma grandeza y profundidad que un gacetillero. Los intelectuales de la época rechazaron a Fielding cuando éste publicó
Tom Jones,
porque la única intención de aquel libro, dijeron, era socavar los cimientos de una moral que padres y educadores estaban obligados a inculcar en las mentes de la juventud. Cuando Hawthorne publicó
La letra escarlata,
muchos críticos ilustres ironizaron preguntándose si la inmundicia se había convertido para la novela en un requisito semejante al de la muerte para la tragedia. A Oscar Wilde le llamaron durante toda su vida inhumano, enfermizo y vicioso. A Lord Byron le censuraron su libertinaje tan vergonzoso. Según la crítica de la época, Balzac mostraba poca imaginación en sus ficciones y muchos estuvieron seguros de que nunca ocuparía un lugar importante en la literatura francesa. Byron, antes citado, pensaba que Shakespeare no era para tanto. Lope de Vega despreció el
Quijote.
Zola dijo que
Las flores del mal,
de Baudelaire, era un libro que pasaría a la historia como una simple curiosidad. Milton era escasamente tolerable para Coleridge y Voltaire despreciaba
Hamlet.
De modo que a él tampoco le preocupaba que sus contemporáneos cultos le consideraran una mierda. ¿Habían decidido que Patricio Cordero no iba a pasar a la historia de la literatura? Pues muy bien. A cambio, había ganado mucho dinero y se había tirado a más tíos y a más tías que todos los del noventa y ocho y los del novecentismo juntos. Eso era lo que les jodía en el fondo; que tuviera tanto éxito en la cama.

—Escribir en España es follar —dijo a modo de resumen, y esperó la reacción de su público tras esa frase tan brillante.

—No hables tanto, que se te va a quedar frío el bacalao —le recomendó Martini, quien, como Santos, asentía sin escuchar las palabras de Patricio mientras daba buena cuenta del bacalao al ajoarriero que el cocinero del Palace preparaba como Dios. Patricio comió algo de su plato, pero enseguida lo dejó, encendió otro cigarrillo y continuó su perorata. No debían creer ellos, Santos y Martini, que él estaba contento consigo o con la literatura que hacía. Dio una larga chupada. No. Expulsó largamente el humo sobre la cara de Santos, que esta vez hizo un ostensible gesto con la mano. Patricio no se dio por enterado. Acababa de conocer a gente interesante, como Sender o Max Aub, que hacían un realismo honesto, a pesar de que, la verdad, vendiesen poco. Había hablado con ellos y los tres coincidían en que había que fortalecer la lucha contra los vanguardistas. Patricio estaba considerando la posibilidad de fundar una editorial que publicara realismo, la única manera de combatir a Ortega. Para ello, él estaba dispuesto a cambiar radicalmente su modo de escribir. Pero no bastaba con eso. Necesitaba también socios capitalistas, una buena inversión de dinero. Y en este punto Patricio hizo una oportuna pausa y volvió a su plato. Nadie ocupó su lugar, de modo que permanecieron en silencio unos instantes. Los tres, con la vista fija en sus respectivos platos, buscaron en el bacalao algún tema de conversación común, pero entre el pez sólo encontraron pimiento rojo, y durante un ratito muy incómodo sólo se oyó el sonido de sus cubiertos. Santos encontró una pregunta dentro de su copa de rioja:

—¿Cómo no ha venido Marcelino?

—Lo olvidaba: me ha dicho que le disculpes; está liadísimo con el estreno. Sabes que va a estrenar su primera obra de teatro, ¿no? Muy buena; yo creo que va a tener mucho éxito. Se llama
Picadilly Tertulia
—contestó Patricio; y tal vez hubiera añadido algo más, pero se acercó una mujer muy maquillada, acompañada de su marido, que se excusó por interrumpirlos y que preguntó a Patricio si él era Patricio Cordero. Patricio dijo que sí, y entonces la mujer le tendió un libro que llevaba en la mano y le preguntó si sería tan amable de dedicárselo. Ella se llamaba Josefina y su marido, Ovidio. Mientras Patricio escribía una dedicatoria, ella dijo que la perdonara por su atrevimiento, pero que creía que el final de
Los Beatles
era demasiado triste y sugería algunos cambios, por ejemplo la posibilidad de que Pablo y Juan quedaran tan amigos, volviendo a ser los que hasta entonces habían sido. Por otra parte, a su juicio, Gloria, la protagonista de
La Gloria,
no debería cobrar la herencia por haber sido toda su vida una fresca y haber asesinado a su hermanastro, que sólo buscaba el bien de la sociedad estudiando para médico. En ese punto, su marido, el señor Ovidio, no estaba de acuerdo; él pensaba que el hermanastro sólo buscaba su propio bienestar social, igual que Teófilo, el protagonista de
La tentación de la desdicha,
el frutero que descuartiza a su mujer y escapa a América, ¿sí o no?, preguntó; pero Patricio no pudo contestar porque en lo que Ovidio y Josefina, ambos, sí estaban de acuerdo era en considerar
Riquezas y pobrezas
su mejor novela. A los dos les encantaba el final, cuando Ernesto Ibarra —que para Ovidio simbolizaba la generosidad traicionada, ¿sí o no?— se saca los ojos por amor, para poder seguir viviendo y tener hijos con su mujer, que había contraído la sífilis y la gonorrea, según mantuvo siempre, en un baño público de París años atrás. Patricio les dio las gracias e intercambió cortésmente con ellos alguna opinión literaria. Doña Josefina y don Ovidio se marcharon tan contentos con su ejemplar dedicado bajo el brazo.

—¡Qué pesados!, ¿no? —exclamó Santos cuando se fueron, pensando que una sátira contra aquel matrimonio tan ridículo podría unirlos. Sus expectativas, sin embargo, se vieron defraudadas.

—Para mí no son pesados, Santos, sino todo lo contrario. Es la gente que me lee y, como comprenderás, les tengo mucha ley y mucho respeto —contestó Patricio solemnemente. Santos iba a contestarle, pero alguien se acercó a la mesa. Esta vez no era un lector de Patricio, sino un camarero, que se inclinó sobre Santos y le dijo que tenía una conferencia. Santos se asustó, se levantó y se dirigió apresurado a la recepción. Patricio y Martini esperaron en silencio. Al cabo de unos instantes, le vieron regresar radiante y de color rojo:

—He tenido una hija —musitó, y se dejó caer en la silla, exhausto de alegría. Martini se levantó, se acercó a Santos, le obligó a levantarse y le dio un abrazo. Enhorabuena, chaval, le dijo, y pidió champán al camarero. Desde el otro extremo de la mesa Patricio también le felicitó. No sabía que estuvieras esperando, dijo; ni siquiera sabía que estuvieras casado, mintió; pero a Santos no le importó esa mentira porque en ese segundo en el que fue absolutamente feliz se sintió dispuesto a olvidar viejas rencillas, que, al lado del nacimiento de su hija, le resultaban imbecilidades. Se dio cuenta de que en realidad no le importaría volver a ser amigo de Pátric. Y miró a Martini y se dio cuenta de que también le quería. Brindaron con champán, y Santos habló de su hija durante mucho tiempo, y de la Chari y de lo que había hecho con su vida desde que se separaron. Habló de la sencillez y de la tranquilidad y alabó la vida familiar. Él era de pueblo; a él lo que le gustaba era estar rodeado de montes, de cabras, de fuentes y de ríos; dormirse con el ladrar lejano de algún perro en la noche, tapado hasta arriba y con la mujer al lado; cuidar su huerto, ser despertado por los pájaros, levantarse y verlo cubierto de flores en primavera; caminar con la fresca; sentir mil olores y oír el manso ruido de los árboles, y disfrutar de los días puros y alegres con buenos desayunos y costumbres fijas como la siesta o como pescar los fines de semana; y encontrar siempre a la vuelta a la mujer, a la hija y un chocolate bien caliente. Él nunca había tenido ansia de fama; y tampoco quería ni podía llevar a cabo grandes obras; sólo buscaba estar alejado de la política, del poder, de la violencia, de la envidia y de la avaricia. Su única aspiración era vivir en paz, aunque la República de los huevos se hubiera empeñado en hacerles la vida imposible. Brindaron y brindaron por la hija de Santos y por su elogio de la mediocridad. Y brindaron también —este brindis lo propuso Pátric con una cierta ironía que Santos no captó— para que la República de los huevos, como había dicho Santos, no truncara sus deseos de no ser nadie en la vida; ambición muy respetable, dijo, que también sería original si antes no la hubieran expresado Horacio o fray Luis. La República, la República, suspiró Martini. Y en este punto, la conversación, como era natural, se deslizó hacia la política.

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