Fabulosas narraciones por historias (30 page)

—¿De veras que le ha gustado?

—Mucho. Entiendo que a Juan Ramón, si la ha leído, no le haya gustado nada. Él es un tipo muy refinado, muy exquisito, y estas novelas, que tienen, como el cocido, un sabor tan fuerte, le resultan indigeribles —explicó Babenberg. Y añadió con una carcajada:

—Especialmente después de haber sido corrido a sombrerazos.

—Juancho es un hijo de puta. Él y otros cuantos que son como él se dedican a promocionar a los cuatro maricones de los que están enamorados. A los demás no sólo les ignoran, sino que incluso les hacen la vida imposible. Es una cuestión de dinero y de culos; nada de problemas estéticos o exquisiteces. Dinero y culos, ése y no otro es el problema —Martini
dixit
frente a la mirada desaprobadora de Pátric y la divertida de Babenberg, que quiso halagar sus oídos:

—Tiene usted una mente conspirativa formidable, Martiniano. A mi amigo Tzara le encantaría conocerlo. Y a André Breton también.

Pero a Martini no le halagaban estos parecidos. Por su torcido gesto lo descubrió Babenberg, que inmediatamente cambió de tercio y de interlocutor:

—Me parece mentira que ésta sea su primera obra, Patricio. Tiene usted variedad de registros, contundencia y oficio de novelista experimentado. Es una novela sabrosa, variada, fuerte y original, que, sin embargo, no se olvida de su tradición: es muy española; ya le digo, ha escrito usted una novela como un cocido. Claro que no se trata del tipo de literatura que Ortega ha ordenado hacer en España…

—Leo, no seas injusto con Pepe —le recriminó María Luisa; y la interrupción irritó visiblemente a Babenberg, que, sin embargo, no contestó con un improperio:

—¡Amor mío, es así! Sepan ustedes que escribir novelas galdosianas es la segunda afición secreta de Ortega. La primera son las mujeres; las mujeres ajenas. ¿Han oído ustedes hablar de
La desalmada?
No, ¿verdad? Pues éste es el título de una novela que Ortega publicó cuando todavía no era Ortega. Es una obra muy, muy influida por Galdós, y muy mala también —aseguró Babenberg con una risotada.

—¡Leo!

—Amor mío:
La desalmada
es una novela deleznable, te pongas como te pongas. Pasó, por supuesto, sin pena ni gloria; y, claro, es una novela que Ortega oculta sistemáticamente. Me consta que acaba de terminar otro borrador. Esta vez se trata de una obra completamente distinta; y, la verdad, no es tan deleznable como la primera. Lo cortés no quita lo valiente: he de decir con justicia que su última novela es simplemente mala.

Aunque protestaba, María Luisa no podía ocultar que a ella también le divertía la irreverencia de su marido. Babenberg continuó hablando con una socarronería que incluso ablandaba el duro corazón de Martini.

—Esta segunda novela de Ortega es una novelita lírica, a la que ha llegado no por decisión estética, sino por incapacidad narrativa: Ortega no puede inventar una trama y es incapaz de contar una historia. ¿Qué puede hacer en estos casos una persona empeñada en pasar a la historia como novelista? Rellenar doscientas o trescientas páginas describiendo ambientes y penetrando psicológicamente en los escasos personajes que sea capaz de pergeñar. Pero Pepe es listo. Listo y poderoso. Ha puesto a sus jovencitos a escribir obras de este tipo: novelitas líricas o biografías de mucho ambientito y mucha greguería. ¿Con qué intención? Con la intención de dar prestigio a ese tipo de literatura desinfectada y antirrealista; con el propósito de crear gusto, de ponerlas de moda. ¿Para qué? Para que le preparen el camino; para que él pueda escribir y tener éxito con el único tipo de novela que puede redactar. Por eso no creo que quiera prologar ni publicar
Los Beatles.
Su novela, amigo Patricio, está en los antípodas de esas cosas líricas que escribe Jarnés. Ortega nunca la prologará, aunque sólo sea por envidia y resentimiento: a él, pese a lo que diga, ese tipo de novela realista y galdosiana, de pasiones humanas y poderoso engranaje, es el que, por su formación, le gustaría poder escribir. Pero como no sabe, ha dado la orden de que no se escriba ni se lea. En España no se lee a Galdós. Miren: yo soy extranjero, y no saben cuánto me sorprende que no haya una estatua de don Benito en cada esquina y un retrato suyo en cada escuela. ¡En Francia Balzac está por todas parles! Aquí no es que no haya estatuas o retratos, es que no se pueden encontrar sus novelas en las librerías. Esto para mí es incomprensible. Yo le prometo, Patricio, que
Los Beatles
va a publicarse; y que lo vamos a hacer aunque para ello tengamos que crear una nueva editorial en el extranjero. Llevo unos días pensando en mi amigo, el editor Paul Ollendorff, que podría publicarla en Lisboa.

A Patricio esta idea no le sedujo inmediatamente. Y a María Luisa tampoco:

—Cariño, ¿no te parece más razonable intentar primero publicarla en España con el beneplácito de Pepe? —terció.

—Se puede intentar, si quieren; pero ya adelanto que Ortega jamás prologará esa novela; y menos aún después de que les hayan expulsado a ustedes de la Residencia. Lo conozco muy bien.

—Tal vez si yo hablara con él… —se ofreció María Luisa.

—Desde luego, si hay alguien capaz de conseguirlo, eres tú —señaló Babenberg; y Patricio, entonces sí, creyó que aquellas palabras se habían formulado con cierto sarcasmo.

—Voy a hablar con Pepe —prometió María Luisa—. Le voy a pedir que lea la novela, y por supuesto voy a intentar ponerle de su parte. A ver qué pasa.

—Excelente —dijo Babenberg; y dio por terminado el capítulo titulado «La novela de Patricio».

—Ahora, si les parece, pasemos al cenador. ¿No tienen hambre? —les preguntó mientras les conducía a una acogedora salita de mullida alfombra, caldeada por las vivas llamas de una chimenea y cálidamente iluminada, donde les esperaba la pequeña mesa a la que iban a sentarse. El cenador estaba decorado con sencillez, el principal atributo de la elegancia: al fondo, un trinchante, y, repartidos por la pared, algunos óleos que el barón les mostró refiriéndose a cada uno de ellos con los dos apellidos de unos autores desconocidos para Pátric y para Martini, dijera el primero lo que dijera. Todas las obras tenían su historia; y Babenberg se demoró en cada una de ellas más de lo que Martini hubiera querido y menos de lo que Pátric hubiera deseado, porque, sin que nadie lo advirtiera, María Luisa se había colgado de su brazo con encantadora familiaridad. A Patricio no le hubiera importado que ella permaneciera allí toda la noche, pero eso no podía ser. Tomaron asiento sin mayores formalidades: María Luisa frente a Pátric, y Martini frente al barón.

Babenberg hizo servir el vino. Comenzaron con unos ahumados, para abrir boca. A Pátric le habría gustado seguir hablando de su no vela, pero una voz interior (¿la del tío José María?) le aconsejó que bus cara otro tema de conversación, por favor. Se decidió por el asunto que más le interesaba después de su novela: los escritores y sus vidas.

—¿Conoce usted bien a Breton? —preguntó Patricio Papanatas.

—Somos viejos amigos. Nos conocimos la primera vez que yo fui a París, poco antes de que estallara la guerra, en mayo de 1914. Yo entonces no disponía de mucha liquidez y estuve viviendo en el apartamento del pobre Apollinaire, que fue quien me lo presentó. Entonces Breton era casi un adolescente, muy serio y muy reflexivo. Se veía a la legua que tenía una inteligencia extraordinaria.

—Yo amaba las mujeres atroces de los barrios enormes, donde nacían cada día algunos seres nuevos. El hierro era su sangre; la llama su cerebro. Yo amaba al pueblo experto de las máquinas. El lujo y la belleza no son más que su espuma. Esa mujer era tan bella que me daba miedo —recitó Pátric, y echó un vistazo fugaz a María Luisa, que le miraba intensamente y sin sonreír.

—Eso no es Breton, eso es Apollinaire. Una traducción aceptable de 1909. ¿Es suya? —le preguntó Babenberg.

—No, no es mía —contestó Pátric, a quien el descubrimiento de aquellos ojos azules de María Luisa, fijos en él, le había producido una sensación de flojera en las piernas, de la que tardaría en recuperarse.

—¿Así que Breton es un tipo muy serio? —preguntó por preguntar.

—Muy serio. No se ríe nunca, ¿verdad, Leo? —repuso ella.

—Pero tiene un sentido del humor sublime —matizó el barón—. Es un hombre educadísimo y de una inteligencia realmente fuera de lo común.

—Me sorprende mucho oírles porque la imagen que yo tenía de André Breton era poco menos que la de un gamberro agitador —confesó Pátric, y se llevó a la boca un pedacito de salmón.

—Es un agitador, pero nunca un gamberro. André piensa mucho en la trascendencia de todas sus acciones. Claro que eso sólo lo sabemos sus amigos. Para la mayoría de la gente, André es un jovencito deseoso de hacerse notar. No saben que en realidad André detesta llamar la atención. Sus gamberradas, por más que le moleste hacerlas, son la única vía para conseguir lo que se propone —explicó Babenberg.

—¿Qué se propone?

—Algo muy fácil de expresar y probablemente imposible de conseguir: desenmascarar a los mentirosos.

—Revelar el engaño del mundo, como quería Lázaro de Tormes. Un objetivo con demasiada tradición realista como para que sea adoptado por el surrealismo, ¿no le parece? —opinó Pátric, que iba a ponerse en pie, con los brazos en alto para saludar a una enardecida afición imaginaria que celebraba estas sus palabras tan pedantes y adecuadas. Tuvo, sin embargo, que suspender esta autoovación porque notó que María Luisa rozaba con el pie la pernera de su pantalón y lo dejaba muy cerca del suyo. No estaban en contacto, y sin embargo sabía que la pierna de aquella mujer se encontraba entre las suyas, a escasos milímetros. ¿Había sido un roce involuntario? La miró buscando una respuesta; pero ella atendía a su plato. Retiró el pie, bebió vino y escuchó a Babenberg. La conversación se teñía por momentos de los tonos pedantuelos que tanto fastidiaban a Martini.

—Se sorprendería si le dijese las posibilidades surrealistas que le veo yo a don Benito Pérez Galdós —anunció el barón.

—¿Galdós surrealista? ¡Lo que faltaba!

—No digo surrealista; digo posibilidades surrealistas. ¿Recuerda usted un personaje de
Fortunata y Jacinta
que se llamaba Feijoo?

—Trasunto del propio Galdós, seguramente.

—Seguramente. ¿Recuerda usted la comparación que este personaje hace entre la realidad y los relojes? La realidad no es el movimiento de las agujas alrededor de la esfera, sino el mecanismo interior e invisible que lo provoca. Aunque sus caminos sean diferentes, la pretensión teórica del realismo galdosiano y del surrealismo es la misma: revelar la realidad.

—¿Acaso no es ésa la meta de todo arte? —preguntó Pátric con suficiencia. Y entonces el pie de María Luisa volvió a rozarle. Esta vez no se retiró. Lo sintió entre los suyos y la miró instintivamente; pero en ese momento María Luisa hacía una seña a la camarera para que sirviera un hojaldre de bacalao con pasas. Babenberg ya había parafraseado a Patricio:

—Tal vez lo que usted quiere preguntar es si acaso no debería ser ésa la meta de todo arte —sugirió Babenberg.

—No. Lo que quiero preguntar es si a lo largo de la historia no ha sido ésa la pretensión de todos los artistas —consiguió decir Patricio Se había apoderado de él otra vez la misma flojera muscular, y temió estar hablando con la lengua de trapo. Se atrevió a mover cautelosamente su pierna hacia el interior, hasta que su rodilla encontró la de María Luisa. Ella se apretó; y entonces él, seguro de sí, la atrapó. El corazón se le salía por la boca; y mientras simulaba escuchar a Babenberg se preguntaba qué estaba haciendo. La deseó con vesania; y como no se atrevió a saltar sobre los platos para abrirle las ropas y besarle el pecho, apretó la pierna de María Luisa con toda su alma, procurando que la pasión de su presión no se le dibujara en el rostro. A su izquierda el barón movía los labios: hablaba de los artistas que buscan la belleza y no la realidad. Él abrió mucho los ojos y entonces el barón, que debió de pensar que Patricio no entendía, aclaró:

—Hablo en estilo indirecto libre: ellos piensan que
Los Beatles
está contaminada de realidad. A mí el único arte que me estimula es el que se propone descubrirla, no cantarla.

Pero Pátric no había abierto los ojos tratando de comprender la frase de Babenberg, que ni siquiera había oído, sino porque las piernas de María Luisa le habían atrapado a su vez, también con fuerza. Con desesperación, pensó. Hubiera querido que le mirara; pero la baronesa no se dignó siquiera a echarle una ojeada. ¿Para qué? ¿Para comprobar que sudaba, que los ojos febriles le brillaban de excitación y que le resultaba imposible mantener la compostura, sostener la penetrante mirada del barón y seguirle la conversación sobre literatura? No, gracias. Prefería atrapar su muslo sin levantar la mirada, atraerlo hacia sí, notarlo duro y firme, y moldear los tensos gemelos del jovencito con la planta de su pie descalzo. Babenberg elevó súbitamente el tono de voz, y Pátric se sobresaltó:

—Miren ustedes: los hombres de mi generación, especialmente si han vivido en el centro de Europa, han presenciado un auténtico cataclismo. Para ustedes tal vez sea difícil de entender porque son muy jóvenes y porque España apenas ha sufrido la guerra. Pero para los centroeuropeos de mi generación, la guerra ha sido devastadora. Yo siempre fui, lo reconozco, de los que pensaron que aquello jamás sucedería; que las relaciones diplomáticas podrían crisparse más o menos, pero que a estas alturas de la civilización la vieja Europa no se entregaría jamás a una guerra medieval; pensaba que veinte siglos de cultura no podían haber transcurrido en vano. Pero me equivoqué. Nos equivocamos todos. Se equivocó Bolzano, se equivocó Kraus, se equivocó Carnap, se equivocaron Wittgenstein, Rilke, Kafka y Musil; se equivocó Freud. Todos, nos equivocamos todos. Veinte siglos de cultura occidental no sólo no impidieron que se matara a millones de hombres, antes bien, todos ellos fueron asesinados en el nombre de esa misma cultura occidental. He estado frente a un pelotón de fusilamiento, he perdido a gran parte de mi familia, y mi mejor amigo es un muñón de carne: por eso me río cuando alguien me habla de la belleza de las rosas o de las estrellas que hay en el cielo; por eso mis simpatías estarán siempre con aquellas personas que contribuyan a revelar esa gran mentira, ese fiasco sobre el que hemos vivido tanto tiempo y que se llama cultura occidental, es decir, hipocresía de banqueros y de nuevos ricos. Ése es el empeño que me une a Breton. Su propósito va más allá de lo literario porque Breton es, más que un literato, un revolucionario que utiliza las palabras entre otras muchas armas. Las pretensiones de Breton no consisten en cambiar la literatura o en crear un hito dentro de la historia del arte; su ambición no es construir una nueva metafísica, sino algo mucho más inmediato, palpable y, por ello, grandioso: liberar al hombre de la opresora cultura del santo Occidente; demostrar la fragilidad de sus pensamientos y de su moral; mostrar las arenas movedizas sobre las que han edificado sus viviendas. El escándalo es por eso un instrumento óptimo para denunciar las desigualdades sociales y la influencia embrutecedora de la religión y el militarismo. El escándalo es un arma eficaz para hacer aparecer los resortes secretos y odiosos del sistema que hay que derribar.

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