Read Fabulosas narraciones por historias Online
Authors: Antonio Orejudo
La tertulia de don Maximiliano Quintana tenía seis miembros fijos. El tertuliano fundador y líder indiscutible, don Maximiliano Quintana, era un médico veterinario retirado, hombre de gran cultura, barbas y sentido común. Junto a él se sentaba don Andrés Bonato, un tertulio a quien le gustaba mucho hablar de enfermedades y que hacía siempre preguntas muy difíciles de contestar, cuestiones de mucha miga. A continuación tenía su asiento Bernabé Hieza, el poeta del grupo. Durante mucho tiempo se creyó que Bernabé Hieza vivía de las rentas, como si fuera el personaje principal de una novela del siglo XIX, pero nada estaba más alejado de la realidad. Bernabé Hieza era maestro de primaria en el Colegio Altamira, y por aquel entonces acababa de salir su poemario, que había estado cinco años en rama. Sus contertulios le habían prometido dedicar un día a la presentación del mismo; pero cuando llegaba la hora de la verdad, empezaban a hablar de cualquier asunto y ninguno recordaba el compromiso. Bernabé Hieza se peinaba como Ortega y Gasset: con la raya en la sien derecha, llevando los cuatro pelos que tenía en ese lado hasta la parte izquierda para cubrir como podía su reluciente bola de billar. Él aseguraba ser íntimo del incansable luchador por la europeización cultural de España, y nadie sabía si era verdad o mentira. A su derecha solía colocarse el ingeniero jubilado de caminos, canales y puertos don Marcelino Valtueña, que sentía verdadera fascinación por el desarrollo de las comunicaciones terrestres. Su tema favorito eran las autopistas, concretamente las autopistas extranjeras. Gerardo Buche, a su lado, tenía un próspero negocio de zapatería en el centro de Madrid y una gran memoria; se preciaba de ser un buen lector de enciclopedias, y era quien normalmente contestaba las enrevesadas preguntas de don Andrés Bonato. Por último, estaba el futurista Amadeo Leguazal, Amadéus, que a sus cuarenta y tantos años era el más joven del grupo, el benjamín de esta tertulia, a la que acudía después de pasarse por otra, más literaria, que se celebraba en el café de Bellas Artes. Amadéus era un tipo muy atildado; se peinaba hacia atrás con el pelo al agua, llevaba un anillo en el meñique, fumaba cigarrillos en boquilla de nácar y echaba el humo con mucha ceremonia.
La otra tertulia giraba en torno a don Carlos Hernando, el dueño de la prestigiosa editorial, fundada por su padre, que llevaba el apellido de la familia. A su derecha se sentaba don Eleazar Pulido, el poeta oficial del grupo, que a sus cincuenta y cinco años no acababa de ser reconocido por la crítica, pese a haber escrito ya veintitantos poemarios, uno detrás de otro y todos ellos publicados por Hernando. Eleazar Pulido presumía de hablar alemán y de mantener correspondencia con intelectuales germanos y austríacos. El bromista don Críspulo Pinar, empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, era otro tertuliante. Hablaba poco; a él lo que más le gustaba era gastarle bromas cuarteleras a Luisito, un aprendiz de camarero que acababa de entrar a trabajar en el Jute. Todas las tardes acudía a la tertulia de don Carlos Hernando el ínclito señor Iglesias, que tenía a gala haber ganado la plaza de conserje de la Residencia de Estudiantes en concurso público de méritos. Se le daba muy bien la redacción de anuncios de tablón, y esa habilidad había sido en su día muy tenida en cuenta por el tribunal que otorgó la plaza. Su última obra, el anuncio que informaba de la visita de Juan Ramón Jiménez y del recital de Federico, acababa de ser quemada por los salvajes Republicanos. Don Obrero era otro miembro fiel de esta tertulia. Se dedicaba a cortar el pelo y a afeitar a domicilio a la gente fina. Como iba de casa en casa, siempre estaba al tanto de los secretos y de los chismes de la gente bien y adinerada. Por último estaba Tunidor, Ventura Tunidor, el único de los miembros de la tertulia de don Carlos Hernando que se dedicaba a escribir novelas. Su sueño era que Hernando le publicara
Don Juan y la luna,
una novela histórica sobre la corte de Juan II de Castilla que desde hacía diez años escribía por las tardes, después de trabajar por las mañanas como jefe de Archivos en el Museo de Antropología, Etnografía y Prehistoria de Madrid.
Aquel día los contertulios de don Maximiliano Quintana tampoco parecían dispuestos a dejar que Bernabé Hieza hablara de su libro, enfrascados como estaban en determinar los campos en los que la mujer podía destacar. Bernabé Hieza dijo que él, sin ir más lejos, tenía en su libro, que acababa de salir después de estar cerca de cinco años en rama, un poema que trataba de esa problemática, concretamente
Mater, Emma, Extra.
Iba a repartir ejemplares, pero en ese momento llegó don Andrés Bonato, que pidió disculpas por su tardanza y explicó que venía del hospital, de ver al suegro de la hermana de la mujer de un amigo de su cuñado, que tenía hematomatosis en fase terminal y que le había contado una historia que le había dejado impresionado. Resultaba que este hombre tenía un amigo con metataxis, al que los médicos habían desahuciado. Estaba una noche el amigo tomando el fresco cuando vio una luz muy rara en el cielo, muy destellante. Él se quedó quieto, sintiendo una paz muy grande. Total: que la luz se fue como había venido. De esto hacía cinco años, y el hombre, por lo visto, seguía ahí, mejor que nunca; los médicos no se lo explicaban. Le habían mirado y, por lo visto, se había recuperado de la metataxis y además le habían desaparecido unos cálculos que tenía en la vesícula. Él, que estaba convencido de que en esa luz voladora había seres inteligentes, se había hecho completamente vegetariano y se había afiliado al Movimiento Pro Gorrión Madrileño. Bernabé Hieza dijo que el tema de la vida inteligente en otros mundos era apasionante y que él, sin ir más lejos, tenía un poema sobre la problemática, concretamente «No volveré a llamarte Fiero Marte»… Iba a repartir ejemplares de su libro cuando tomó la palabra Amadeo Leguazal. Antes de hablar, sin embargo, dio una larga chupada al cigarrillo y soltó el humo con mucha ceremonia, atufando a todos los presentes, que empezaron a toser. Algunos de ellos le pidieron que echara el humo para otro lado, pero Amadéus los miró con desprecio y altanería.
—Son ustedes de una intransigencia feroz —se quejó.
—¡Qué intransigencia ni qué ocho cuartos! ¿Es que no ve que nos atufa? No se me apetece respirar humo —dijo Buche.
—¿Y el humo de los autos? ¿No les atufa el humo de la incipiente industria automovilística? ¿Y el de los infiernillos? ¿Y qué me dicen de los hornos de cocer pan y de las fogatas que hacen los niños en ciertos descampados de la periferia madrileña? Eso no les molesta, claro. Son ustedes la lacra de Occidente, representan la explotación del hombre por el hombre; son ustedes la escoria, el excremento, el detritus reaccionario que atasca el progreso de nuestra sociedad. Mientras que estas actitudes inquisitoriales no cambien, España seguirá anclada en la Edad Media —aseguró Amadéus a los presentes, que bajaron la cabeza amedrentados y culpables, vencidos por la contundencia del argumento. Y añadió:
—Me parece mentira que humanistas y creadores como ustedes estén más pendientes de los humitos y de la salud que de su propia obra, aunque para culminarla, como dijo Kirdpatrick, haya que autodestruirse y autodestruir a los demás. Son ustedes de una burguesía atroz.
Hieza aprovechó para leer un poema en desagravio de Leguazal. Era el soneto CXXXVIII, que trataba de esta problemática, «Si tarda la abutarda, fuma el puma…». Pero no pudo repartir ejemplares de su libro porque todos los miembros de su tertulia se volvieron hacia la entrada del Jute para mirar con gesto burlón al señor Iglesias y a don Obrero, el peluquero, miembros de la tertulia rival, que en ese momento hacían su aparición.
—Miren a esos dos —dijo don Marcelino—. Se creen la flor innata de la intelectualidad.
Nadie, sin embargo, advirtió el error del amante de las autopistas.
—El señor Iglesias es la flor —dijo don Andrés Bonato.
—Y don Obrero, la nata —añadió Amadéus. Y todos rompieron en una carcajada que no pasó inadvertida a nuestros nuevos personajes.
—Ya están soltando veneno esos quiero y no puedo —sentenció el señor Iglesias, incorporándose a su tertulia. El señor Iglesias venía ya caliente porque unos gamberros habían prendido fuego al anuncio que había escrito para convocar la cena-homenaje al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez. Que nadie se creyera que un anuncio se hacía así como así. De eso, nada. El señor Iglesias consultaba libros y enciclopedias antes de cada trabajo. ¿De dónde se creían que había salido eso de «el que junto a una ingente labor científica cultiva los estudios históricos»? ¿De la nada? Pues no señor: después de leer todo lo que había escrito don Gregorio Marañón, amén de noticias de periódico y reportajes sobre él, había acuñado esa frase que él creía que resumía a la perfección la personalidad del sabio. La escritura de carteles era además una faena sin fin. Acababa un trabajo y tenía que empezar otro. Sin ir más lejos, para dentro de un mes debía estar listo un anuncio para una conferencia de Ortega y otro para una lección sobre el carácter de la madre española que iba a impartir don Miguel de Unamuno. El de Ortega lo tenía casi listo, pero el de Unamuno lo estaba componiendo. Después de la tertulia, iba todas las tardes a la Biblioteca Nacional a leer todo lo que encontrara en el fichero de materias bajo el título «España. Madres» y, por supuesto, todo lo que hubiera escrito don Miguel. Para Eleazar Pulido eso era menudo trabajito, pero sin embargo merecía la pena porque el asunto era de lo más interesante. Don Críspulo Pinar, por su parte, le había susurrado a Luisito que le trajera un café cortado y un vaso de agua. El empleado de la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante preguntó si era verdad que las cosas en la Residencia estaban que ardían. Pasaba lo de siempre, repuso el señor Iglesias: que la Dirección había invitado al exquisito poeta y refinado prosista Juan Ramón Jiménez, y que los chicos no querían que viviera allí porque estaba ya muy mayor y le molestaba todo; para la Residencia, sin embargo, la visita era muy buena propaganda. Don Obrero intervino para decir que don Alberto Jiménez, el director, le había confesado que la Casa estaba dispuesta a cambiar todas sus normas con tal de que donjuán Ramón estuviera a gusto, que era cuestión de vida o muerte. Al señor Iglesias le parecía que la mayoría de los residentes quería que el exquisito poeta se quedase, pero que había cuatro o cinco gamberros que armaban mucho jaleo. Entonces Eleazar Pulido leyó un poema que anticipaba en cierto modo los conflictos de la Residencia: «Caos». Mientras lo leía, llegó Luisito con el café y el agua de don Críspulo.
—Pero, ¡por Dios, qué barbaridad me has traído aquí, niño! —exclamó el factor a grandes voces. Luisito se sonrojó:
—Un cortado y un vaso de agua, ¿no era eso lo que me había pedido? —respondió con un hilo de voz.
—¿Me quieres decir cómo te voy a pedir yo un cortado y un vaso de agua? ¿Tengo yo cara de altúrico?
—No, no señor.
—¡Pues entonces! Anda, trae que me lo tome ya que lo has traído. Capaz eres de cobrármelo y todo. Venga, trae.
Cuando Luisito se fue, don Críspulo celebró su broma ante la sonrisa helada de los tertulianos.
—Le digo a usted que una mujer a partir del primer hijo pierde interés por la cama —pontificaba Amadéus en la tertulia rival.
—Y yo le digo a usted que no; que una mujer a los cincuenta puede vivir perfectamente una segunda juventud —arguyó don Andrés Bonato.
—Si de lo que se trata aquí es de irse al catre con una juventud, Bonato, yo prefiero irme con una primera juventud de quince años antes que con una segunda de cincuenta —sostuvo Amadeo Leguazal. Esta intervención gustó mucho.
—Usted es joven, Amadéus, y no estará de acuerdo conmigo si le digo que a mi juicio asistimos a una glorificación exagerada de la juventud —indicó don Andrés.
—Efectivamente, no estoy de acuerdo.
—Todos queremos ser jóvenes —terció don Marcelino Valtueña, el amante de las autopistas.
—No todos y no siempre. Yo les puedo decir que los pandemonios, por ejemplo, encerraban a los jóvenes en una cárcel hasta que cumplían veinte años porque consideraban que hasta esa edad adolecían de una enfermedad; de ahí viene la palabra adolescente, de adolecer —manifestó don Andrés Bonato.
—¿Quiénes ha dicho usted que hacían eso? —quiso saber don Gerardo Buche, el zapatero lector de enciclopedias, que no recordaba haber leído esa información sub ninguna verba, según dijo.
—Eso lo hacían los pandemonios, una tribu de Egipto. ¿Saben ustedes quiénes componían el gobierno de esta tribu? Ancianos y mujeres maduras.
—Vamos, que usted preferiría irse al catre con una vieja que con una de quince ¿no? —le azuzó Amadéus.
—Yo no he dicho eso. He dicho que asistimos a una glorificación exagerada de la juventud y que las mujeres a los cincuenta años pueden sentir los mismos deseos que a los quince; pero que las condiciones sociales y la represión social que padecen les impiden declarar abiertamente estos deseos.
—No me consta —hizo saber secamente don Maximiliano Quintana, el fundador.
—Yo trato el enigma del deseo femenino en mi silva «Te he dicho cien mil veces que me toques» —intervino oportunamente Bernabé Hieza.
—¡Hay que ver qué pesado es usted con sus poemitas! —le espetó Amadéus con una agresividad inexplicable entre miembros de la misma tertulia. Debía de ser que los nervios estaban a flor de piel a causa de la crisis que atravesaba no solamente la tertulia de don Maximiliano Quintana, sino también la de don Carlos Hernando. Esta última había gozado en el pasado de mayor prestigio, y en ocasiones había acudido a ella alguna cara conocida a petición de don Carlos; pero hacía tiempo que los ilustres visitantes habían dejado de aceptar las invitaciones de una y otra.
—Toda tertulia necesita un monstruo —sentenció el señor Iglesias en el extremo opuesto del café—. Hay que conseguir que venga algún personaje conocido del campo de los números o de las letras para que extienda la fama de nuestra tertulia por todos los confines de la ciudad y por toda la geografía española. Aquí todos somos íntimos de algún monstruo, pero últimamente no conseguimos que aparezca ninguno.
—¿Por qué no se lo decimos a don Juan Ramón Jiménez? —propuso don Obrero.
—Donjuán Ramón no es un nuevo valor y hay que pagarle, ¿eh? Él ya no hace estas cosas gratis —advirtió don Carlos Hernando.