Read Fantasmas del pasado Online
Authors: Nicholas Sparks
Jeremy sabía que las personas que Clausen elegía no formaban parte del acto oficialmente, aunque la aparición de Clausen fuera anunciada con antelación y la gente se peleara desesperadamente con el fin de obtener una entrada para el programa. Lo que significaba, claro, que la mayor parte de la audiencia la formaban personas que creían fehacientemente en la vida después de la muerte. Para ellos Clausen era legítimo. ¿Cómo si no podía saber cosas tan personales sobre seres desconocidos, a no ser que se comunicara con los espíritus? Pero del mismo modo que un mago profesional exhibía su repertorio de una forma magistral, la ilusión continuaba siendo únicamente eso: una ilusión, y justo antes de que se iniciara el espectáculo, Jeremy no sólo había adivinado los trucos de Clausen, sino que además tenía una prueba fotográfica para testificarlo.
Desenmascarar a Clausen sería el golpe de efecto más impresionante que Jeremy habría conseguido hasta la fecha, y ese tipo tendría su merecido. Clausen era un estafador de la peor calaña. Sin embargo, la vertiente pragmática de Jeremy también le indicaba que ése era el tipo de historia que difícilmente captaría la atención del lector, y él deseaba sacar el máximo partido de la ocasión. Después de todo, Clausen gozaba de una enorme celebridad, y en Estados Unidos la fama era lo más importante. A pesar de que sabía que prácticamente no tenía ninguna posibilidad, fantaseó pensando qué pasaría si Clausen lo eligiera a él a continuación. No, imposible. Salir elegido era tan difícil como ganar un premio en una tómbola; aunque eso no sucediera, Jeremy sabía que continuaba teniendo una historia de calidad entre las manos. Pero calidad y excepcionalidad eran dos conceptos que a menudo iban separados por la fuerza del destino, y mientras la pausa para la publicidad se acercaba a su fin, sintió un ligero nerviosismo ante la esperanza injustificada de que alguien como Clausen lo señalara con el dedo.
Y, como si Dios no estuviera suficientemente satisfecho con la labor que Clausen estaba llevando a cabo, eso fue exactamente lo que sucedió.
Tres semanas más tarde, la garra del invierno se cernía sobre Manhattan. Un frente frío del Canadá había irrumpido sin compasión, y las temperaturas habían descendido prácticamente hasta alcanzar los cero grados. De las rejillas de las alcantarillas emergían nubes de vapor que coronaban graciosamente las aceras heladas. Pero a nadie parecía importarle ese detalle. Los endurecidos ciudadanos de Nueva York mostraban su habitual indiferencia hacia cualquier evento relacionado con el tiempo atmosférico, y no era cuestión de malgastar un viernes por la noche con cualquier excusa irrisoria. Todo el mundo trabajaba muy duro durante la semana para desaprovechar una noche de fiesta, especialmente cuando había un motivo de celebración. Nate Johnson y Alvin Bernstein llevaban más de una hora celebrándolo, al igual que un par de docenas de amigos y periodistas —algunos de la revista
Scientific American
— que se habían reunido en honor a Jeremy. La mayoría se hallaba en la fase más animada de la noche y lo estaba pasando en grande, básicamente porque los periodistas tienden a ser muy conscientes de sus gastos y en esa ocasión las rondas iban a cargo de Nate.
Nate era el agente de Jeremy. El mejor amigo de Jeremy se llamaba Alvin y trabajaba de cámara independiente. El grupo se había congregado en un bar de moda situado en el Upper West Side de Manhattan para celebrar la intervención de Jeremy en el programa
Primetime Live
de la ABC. Durante toda la semana habían ido apareciendo anuncios de
Primetime Live
—la mayoría de ellos con un primer plano de Jeremy y la promesa de una confesión explosiva—, y a Nate no paraban de lloverle las ofertas desde todos los puntos cardinales del país para entrevistar a Jeremy. Un poco antes, esa misma tarde, había recibido una llamada de la reputada revista
People
y finalmente había concertado una entrevista para el lunes siguiente.
A nadie parecía importarle el hecho de que no se hubiera organizado una fiesta privada para celebrar la ocasión. Con la interminable barra de granito y una iluminación impresionante, el abarrotado local parecía el paraíso de los
yuppies.
Mientras los periodistas de la revista
Scientific American,
agrupados en una de las esquinas del local y concentrados en una conversación acerca de fotones, mostraban una tendencia casi enfermiza por las americanas de
tweed
con bolsillos ribeteados de piel, el resto de la concurrencia parecía que se había dejado caer por allí después de un arduo día de trabajo en Wall Street o en Madison Avenue. Con las americanas de impecables trajes italianos reposando sobre el respaldo de las sillas y corbatas Hermès aflojadas en los cuellos, esos individuos parecían no buscar otra cosa más que atraer la atención de las mujeres mediante una exhibición descarada de sus Rolex. Ellas, por su parte, tenían aspecto de haber venido directamente desde la empresa de mercadotecnia o la agencia de publicidad en la que trabajaban. Con faldas sofisticadas y zapatos con tacones vertiginosamente altos, sorbían su martini impasiblemente, simulando no prestar atención a los hombres que copaban el local. Por su parte, Jeremy había puesto el ojo en una llamativa pelirroja, que estaba de pie al otro extremo de la barra y parecía mirar hacia la dirección donde se hallaba él. Se preguntó si lo habría reconocido de los anuncios de la televisión, o si simplemente estaría buscando un poco de compañía. La mujer se dio la vuelta, aparentando una absoluta falta de interés hacia él, pero de repente volvió a girarse y miró insistentemente en la misma dirección. Esta vez mantuvo la mirada un poco más de tiempo, y Jeremy se llevó la jarra de cerveza a los labios.
—¡Vamos, Jeremy, presta atención! — dijo Nate al tiempo que lo zarandeaba por el brazo—. ¡Estás saliendo por la tele! ¿No quieres ver tu magistral intervención?
Jeremy dio la espalda a la pelirroja. Levantó la vista y la fijó en la pantalla, entonces se vio sentado delante de Diane Sawyer. Qué sensación tan extraña, como estar en dos lugares a la vez. Todavía no se lo acababa de creer. A pesar de llevar tantos años trabajando en los medios de comunicación, nada de lo que le había pasado en las tres últimas semanas parecía real.
En la pantalla, Diane lo estaba presentando a la audiencia como «el periodista científico más respetado de todo el país». La historia a la que había dedicado varios meses no sólo había colmado todas sus expectativas, sino que además Nate se había dedicado a halagar la labor periodística de Jeremy durante una entrevista con
Primetime Live,
y el programa televisivo
Good Morning America
había mostrado un inesperado interés por él. Aunque muchos periodistas consideraban que la televisión era un medio de comunicación no tan prestigioso como otras formas «más serias» de información, no por ello dejaban de ver la tele en secreto y de apreciarla por su importancia, al menos por los enormes beneficios económicos que reportaba. A pesar de las felicitaciones, se podía notar cierta envidia en la atmósfera cargada del local, una sensación tan desconocida para Jeremy como un viaje a la luna. Después de todo, los periodistas de su clase no gozaban de una espectacular popularidad…, al menos hasta entonces.
—¿Ha dicho «respetado»? — soltó Alvin—. ¡Pero si tú sólo escribes sobre Bigfoot y la leyenda de la Atlántida!
—¡Chis! — siseó Nate, alzando un dedo sin apartar los ojos de la televisión—. Estoy intentando escuchar la entrevista. Podría ser muy importante para el futuro laboral de Jeremy.
Como agente de Jeremy, Nate procuraba siempre promover eventos que «pudieran ser importantes para el futuro laboral de Jeremy», porque sabía que el trabajo por cuenta propia no resultaba nada lucrativo. Unos años antes, cuando Nate estaba empezando, Jeremy le había presentado una propuesta para editar un libro, y desde entonces habían continuado trabajando juntos, simplemente porque se habían convertido en buenos amigos.
—¡Anda ya! — soltó Alvin, haciendo caso omiso de la amonestación.
Mientras tanto, en la pantalla situada justo detrás de Diane Sawyer y Jeremy se podían ver los momentos estelares de la actuación de Jeremy en el espectáculo televisivo en directo, en el que fingió ser un hombre desconsolado por la trágica muerte de su hermano cuando éste todavía era un chiquillo, un niño al que Clausen proclamó estar canalizando porque deseaba enviarle un mensaje desde el más allá.
—Está aquí, conmigo —anunció Clausen—. Te pide que le dejes marchar, Thad.
La cámara cambió de plano para capturar la mueca de angustia de Jeremy, con las facciones contorsionadas. Clausen asintió nuevamente, como si sintiera pena por el invitado o como si estuviera estreñido, dependiendo de la perspectiva.
—Su madre jamás cambió la habitación, esa habitación que los dos compartían. Ella insistió en mantenerla tal y como estaba, y usted tuvo que continuar durmiendo allí, solo —continuó Clausen.
—Sí —dijo Jeremy entre jadeos.
—Pero a usted le aterraba esa habitación, y en un momento de ira, cogió algo que pertenecía a su hermano, algo muy personal, y lo enterró en el jardín situado en la parte posterior de su casa.
—Sí —acertó a decir Jeremy de nuevo, como si estuviera tan emocionado que no pudiera pronunciar ninguna palabra más.
—¡Sus retenedores dentales!
—¡Ooohhhhhhh…! — Jeremy soltó un grito desgarrador y se cubrió la cara con las manos.
—Quiere que sepa que no le guarda rencor, y que él está bien, en paz. No, no está enfadado con usted…
—¡Ooohhhhhhh…! — Jeremy volvió a rugir, contorsionando su rostro todavía más.
En el bar, Nate miraba las imágenes con fascinación, totalmente concentrado. Alvin, en cambio, no podía parar de reír mientras sorbía tragos de su jarra de cerveza.
—¡Dadle un Oscar a este magnífico actor! — exclamó Alvin.
—No me dirás que no fui convincente —apuntó Jeremy entre risas.
—¡Callaos de una vez! Lo digo en serio. No quiero volveros a avisar; guardaos vuestras ironías para cuando pongan los anuncios —los increpó Nate.
—¡Anda ya! — volvió a decir Alvin. Era su expresión favorita.
En
Primetime Live,
la pantalla situada detrás de la presentadora se quedó de color negro y el cámara enfocó a Diane Sawyer y a Jeremy, que estaban sentados el uno frente al otro.
—¿Así que nada de lo que Timothy Clausen dijo era verdad? — preguntó Diane.
—Nada. Ni una sola palabra —repuso Jeremy con firmeza—. Como ya le he contado, no me llamo Thad, y si bien tengo cinco hermanos, todos están vivos y gozan de muy buena salud.
Diane sostenía un bolígrafo sobre un trozo de papel, como si estuviera a punto de tomar notas.
—¿Y cómo lo hizo Clausen?
—Bueno, Diane —empezó a decir Jeremy.
En el bar, Alvin enarcó la ceja en la que lucía un pirsin. Se inclinó hacia Jeremy y comentó:
—¿Te dirigiste a ella como Diane? ¿Como si fuerais amigos de toda la vida?
—¡Callad de una puñetera vez! — dijo Nate vociferando, al tiempo que su cara reflejaba su creciente exasperación.
En la pantalla, Jeremy seguía departiendo.
—Lo que Clausen hace es simplemente una variación de lo que la gente ha estado haciendo durante siglos. Primero, es muy hábil observando a la gente, y es un experto en emitir asociaciones vagas, con una gran carga emotiva, y en responder según las reacciones de los miembros de la audiencia.
—Sí, pero Clausen fue tan concreto… No sólo con usted, sino también con los otros invitados. Incluso dio nombres. ¿ Cómo lo hizo?
Jeremy sonrió magnánimamente.
—Me oyó hablar sobre mi hermano Marcus antes de que empezara el programa. Simplemente me inventé una vida imaginaria y la difundí entre el resto del público.
—¿Cómo llegó hasta los oídos de Clausen?
—Esa clase de farsantes recurre a una infinidad de trucos, como por ejemplo micrófonos y espías que circulan por el área de espera antes de que empiece el espectáculo. Antes de sentarme, procuré moverme todo lo posible por la sala y entablar conversación con tantos miembros de la audiencia como pude, observando si alguno de ellos mostraba un interés inusual en mi historia. Y ¡cómo no!, un individuo pareció particularmente interesado.
Una foto ampliada ocupó la pantalla situada justo detrás de ellos. Era la foto que Jeremy había tomado con la pequeña cámara que llevaba oculta en su reloj de pulsera, un artilugio de última tecnología que había facturado a
Scientific American
sin sentir remordimiento alguno. A Jeremy le encantaban los juguetes de última tecnología casi tanto como el hecho de facturarlos a nombre de las empresas para las que trabajaba.
—¿Puede explicarnos quién es el individuo que aparece en la foto que vemos en pantalla? — le pidió Diane.
—Es el espía de Clausen que se había mezclado con la audiencia del programa, haciéndose pasar por un invitado oriundo de Peoria. Tomé esa fotografía justo unos instantes antes de que empezara el programa, mientras charlaba con él. ¿Es posible ampliar la imagen?
Rápidamente la fotografía apareció ampliada, y Jeremy se incorporó y se acercó a la pantalla.
—¿Ve el diminuto pin con las letras «USA» que lleva en la solapa? No es un complemento decorativo. Se trata de un transmisor en miniatura que emite a un dispositivo de grabación ubicado en otra habitación.
Diane lo miró perpleja.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque yo mismo tengo uno de esos chismes —respondió Jeremy, sonriendo burlonamente.
Acto seguido, metió la mano en el bolsillo de su americana y extrajo un pin muy similar al que lucía el individuo de la foto, conectado a un cable y a un trasmisor.
—Este modelo en particular se fabrica en Israel. — Se podía oír la voz en
off
de Jeremy mientras el cámara mostraba un primer plano del artilugio—. Es el no va más en tecnología. Por lo que he oído, incluso lo utiliza la CIA; pero claro, no puedo confirmar esa información. Lo que sí puedo decir es que se trata de una tecnología sumamente avanzada. Este diminuto micrófono puede captar conversaciones en una habitación abarrotada de gente y, con los sistemas de filtrado apropiados, incluso puede aislar la conversación deseada.
Diane inspeccionó el pin con una patente fascinación.
—¿Y está completamente seguro de que lo que ese individuo lucía era un micrófono y no un pin decorativo?